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Democracia y Educación en la óptica de José Saramago

En esta sección cultural presentamos las ponencias que los destacados escritores e intelectuales Raúl Pérez Torres, Francisco Proaño  y Modesto Ponce Maldonado expusieron en el Conversatorio que acerca de la vida y obra del escritor  José Saramago  se realizó en el Auditorio Manuela Sáenz de la Universidad Andina Simón Bolívar, el martes 14 de septiembre del 2010, organizado por el Consejo Nacional de Educación Superior. Esperamos que lo disfruten.

LA VIDA QUE VIVIMOS

No veo Dulcineas, Don Quijote,

Ni gigantes, ni islas, nada existe

De tu sueño de loco.

Sólo molinos, mujeres y Baratarias,

Cosas reales que Sancho bien conoce

Y para ti son poco.

  Raúl

  Pérez

  Torres

Quería abrir esta char­la con este verso de José Saramago, a pesar de que está lleno de desolación y desencanto, pero también de una rei­terativa invocación a que reflexionemos cuánto de lo utópico, cuánto de los sue­ños y de las esperanzas, se van perdien­do en esta isla Barataria que llamamos mundo y la necesidad vital, filosófica que tenemos los seres humanos de este siglo XXI de partir en busca de esa isla desconocida, que en el cuento de Sara­mago, recreando el mito de Adán y Eva, se va construyendo desde el amor, desde la búsqueda interior, desde ese espacio significativo que es el encuentro con el otro, ese otro solitario y sonámbulo, ex­perto en carencias, que es uno mismo, y que deambula por el mundo, mundo cada vez más virtual, y sin embargo cada vez más esperpéntico.

Y como me encuentro en esta im­portante universidad, y en este momen­to de reflexión y cambio de la Univer­sidad ecuatoriana, quiero recordar sus palabras en la Universidad Complutense de Madrid, en aquel foro extraordina­rio, en el que hizo hincapié en temas tan escabrosos como la desaparición de las utopías (posponerlas y posponerlas en el tiempo, no creo que valga mucho la pena) o en la diferencia entre las palabras “instruir” y “educar” puesto que ins­truir es trasmitir conocimientos acerca de las distintas materias de un programa, y educar es, según el diccionario, dirigir, encaminar, adoctrinar.

La Universidad instruye –decía- pero ¿educa? ¿Desde dónde viene la educa­ción? Un hogar analfabeto como el mío, puede educar al ser humano en los prin­cipios básicos del amor, de la honradez, de la dignidad, del respeto al otro?

No quiero deslucir sus propias pala­bras sobre Universidad y Democracia, libro que es difícil encontrar en nuestro país, pero considero importante escu­char sus conceptos. En alguna parte dice:

“Yo mismo estoy en un grupo de premios Nobel –son cosas que ocurren– que se reúne anualmente en Barcelona exactamente para eso, para tomarle el pulso a la enseñanza superior. A mí, que nunca entré en una universidad, que nunca estudié en una universidad, me convocan ahora.

En fin. Pasamos dos días discutiendo fórmulas para perfeccionar o desarrollar la enseñanza superior. Y en el último encuentro, ya un poco cansado de tanta conversación, dije: “Vamos a ver ¿quién llega a la universidad? Llegan los estu­diantes que han pasado por la enseñanza media y por la primaria. Nos estamos ocupando de lo que ocurre en la uni­versidad, en materia de instrucción, no de educación, que eso está fuera del de­bate, y ya se ha reconocido que tampo­co está en niveles óptimos, pero ¿cómo se pretende que ocurra el milagro de que funcione el último tramo, la última etapa de un proceso de aprendizaje que empieza a los cuatro años y termina a los veinte y tantos, si lo que le precede no está bien?”

Si la escuela primaria está mal –y lo está en todas partes no sólo en España o en Portugal–, si la enseñanza media está mal ¿cómo aspirar a que se resuelva de golpe el problema en el último tramo? Es como si el hecho de haber entrado en la universidad, tantas veces sin la prepa­ración suficiente, fuera la condición ne­cesaria para que el milagro se produzca.

A veces pienso que es como si vivié­ramos en una ciudad por donde pasa un río de aguas contaminadas y la gente, las instituciones, cada día hicieran el esfuer­zo de descontaminarla sin conseguirlo, porque el agua viene contaminada des­de más arriba, casi desde el nacimiento del río. Si está contaminada la fuente, la única posibilidad es ir al origen y resol­ver allí el problema. El nacimiento del río empieza con la “a”, la “e”, la “i”, la “o”, y la “u”, las vocales que el niño y la niña aprenden, ése es el germen, todo lo que venga después o bien simplificará o bien complicará la tarea de la univer­sidad, tantos años después.

No hay solución para la universidad, para sus problemas, si no se encuentra solución antes a los problemas de la en­señanza primaria y media; todo es un bloque homogéneo y coherente tan­to en lo bueno como en lo malo. A la universidad tendrían que llegar alumnos instruidos y educados. ¿Cómo hacerlo? Habrá que encontrar las fórmulas. Lo contrario es no respetarse, jugar con malas cartas una partida que no puede acabar bien. Y recordemos que la mesa de juego es la sociedad.

La universidad es el último tramo formativo en el que el estudiante se pue­de convertir, con plena conciencia, en ciudadano: es el lugar de debate donde, por definición, el espíritu crítico tiene que florecer: un lugar de confrontación, no una isla donde el alumno desembarca para salir con un diploma.

Claro que la universidad, por sí mis­ma, no es la panacea. Los estudiantes de la Alemania nazi, por ejemplo, fueron a la universidad y allí reafirmaron sus tristes teorías, pero, sin idealizar la insti­tución, habría que tender a que el obje­tivo que lleva en el nombre –la univer­salidad– al menos estuviera presente en las distintas facultades y se expresara, un espíritu abierto, que obliga a reflexio­nar, que capacita para el análisis, implica dominio de los conceptos, información sobre lo que es el mundo en que vivi­mos, las distintas sociedades humanas, las contradicciones, la historia que nos ha hecho ser como somos, el pasado co­lectivo y el presente individual y plural que tenemos que levantar. Así, al final de una carrera universitaria podremos tener un ingeniero, sí, pero sobre todo un ciudadano consciente de serlo.

No se trata sólo de instruir, sino de educar. Y, desde dentro repercutir en la sociedad. Aprendizaje de la ciudadanía, eso es lo que creo sinceramente que fal­ta. Porque, queramos o no, la democra­cia está enferma, gravemente enferma, y no es que yo lo diga, basta mirar el mun­do…”.

Eso es lo que nos dice José Saramago, el mismo escritor portugués cuyas nove­las han deslumbrado al mundo entero. Nacido hace ochenta años en una aldea portuguesa, Azinhaga. Hijo de campe­sinos pobres, lo que seguramente marcó para siempre su ideología de izquierda. Periodista de nota y miembro del Partido Comunista Portugués, sufrió censura y persecución durante los años de la dicta­dura de Salazar, y fue parte de la llamada Revolución de los Claveles del año 1974, que llevó a la democracia a su país.

A lo largo de su reflexiva y autodidac­ta formación, su postura ética y estética siempre se enriqueció con el rigor y la disciplina de alguien cuyo compromiso iba más allá de un partido político, por­que era un compromiso con el género humano. Toda su obra literaria, sus en­sayos, sus poemas, participan de esta ne­cesidad de observar, reflexionar y criticar el mundo contemporáneo, con esa hon­da lucidez que fue su arma más precia­da. Él mismo lo dice, con ese estilo tan claro, humilde, sencillo y diáfano: “En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de pro­mesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser”.

Aparte de una novela primeriza, es­crita en el 47, se puede decir que em­pezó tarde en la literatura, en 1980, con cincuenta y ocho años, cuando publica su novela ALZADO DEL SUELO. Novela histórica que, según dicen, “está situada en el Alentejo entre 1910 y 1979, con un lenguaje campesino, una estructura sólida y documentada y un estilo humorístico y sarcástico que llamó enormemente la atención en su momento”.

Desde allí, este gran escritor y mejor ser humano, no ha parado y en las últi­mas décadas su prestigio universal se ha consolidado con obras que han dado la vuelta al mundo:

Memorial del convento, 1982

El año de la muerte de Ricardo Reis, 1984

La balsa de piedra, 1986

Historia del cerco de Lisboa, 1989

El evangelio según Jesucristo, 1991.

Ensayo sobre la Ceguera, 1995 (la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron).

Y tantos otros que merecieron los premios más importantes del mundo, incluido el Nobel de 1998.

Tuve la suerte, cuando yo era pre­sidente de la Casa de la Cultura, de in­vitarle a que nos hablara en el Teatro Nacional. Así pude conocer de cerca esa personalidad tan impecable, amena, dueño de una ideología firme, indoble­gable, y pude hablarle tímidamente de su poesía y de los dos libros que más me han impactado: El evangelio según Je­sucristo, esa nueva versión, más huma­na, más cotidiana, y quizá por ello más bondadosa y profunda, del fundador del cristianismo, y ese terrible Ensayo sobre la Ceguera que tanto me costó terminarlo. De la primera me decía que simplemente ese era el Jesucristo que tenía en su corazón, “el que todos tenemos,” me dijo, y de la segunda, esa extraña epidemia que condena a una ciudad a la ceguera blanca, me dijo lo que ya lo había dicho en su novela: “La responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron”.

Allí nos habló también de las res­ponsabilidades del creador, las respon­sabilidades del hombre y la mujer, nos habló de la vida y de la muerte, de Dios y de la falta de Dios, de la Guerra y de la Paz. De la justicia y del dolor. De la política; nos habló de Cuba y de Viet­nam, de Bosnia y Argelia, pero espe­cialmente nos narró lo que había visto en Chiapas: es decir la brutalidad y la perversidad. Quiero decir, porque me parece pertinente, con sus propias pa­labras unos párrafos de lo que diría en la Revista El Mundo, sobre esa amarga experiencia: “Si alguna vez hubo en la historia de la humanidad una guerra desigual, no la hubo nunca como ésta. Es una guerra de desprecio, de despre­cio hacia los indígenas. El Gobierno es­peraba que con el tiempo se ¡acabaran! todos, simplemente eso.

Pero ellos sobreviven, alimentán­dose de su propia dignidad. No tie­nen nada, pero lo son todo. Enfrentan la guerra con ese estoicismo que me impresionó tanto, un estoicismo casi sobrehumano que no aprendieron en la universidad, que consiguieron tras siglos de humillación. Han sufrido como ninguno y mantienen esa fuerza interior, una fuerza que se expresa con la mirada… La mirada de ese niño al que le han destrozado para siempre la vida… (Saramago conoció al pequeño de cuatro años Gerónimo Vázquez al que los paramilitares amputaron cua­tro dedos en Acteal). Es algo que no se me borrará jamás de la memoria… Las miradas serias, severas, recogidas de las mujeres, de los hombres… son algo que está por encima de todo. Los indí­genas no tienen nada, pero lo son todo. ¿Cómo es posible que después de tanto sufrimiento ese mundo indio manten­ga una esperanza? ¿Cómo puede son­reír ese hombre de Polhó que nos acaba de decir “mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos”? Es algo que no alcanzo a entender.

En Chiapas encontré un mundo que no comprendo. El mundo indio es un mundo donde el europeo no puede entrar fácilmente. Es como si me aso­mara a una ventana que da a otro mundo y, aunque lo tengo enfrente, no lo puedo entender.

También descubrí otra realidad, la de un territorio ocupado militarmente. Un territorio donde los paramilitares y el Ejército son la uña y la carne juntas. Por una razón muy sencilla: de no ser así, los paramilitares no podrían haber hecho lo que hicieron y lo que siguen haciendo. Yo vi camiones del Ejérci­to transportando a civiles que seguro no viajaban allí por la amabilidad de los militares. Minutos después de que abandonáramos Acteal hubo un acto de intimidación e hicieron hasta 30 dispa­ros al aire. Esto sólo puede ocurrir si el Ejército da su bendición. Nada más fá­cil para el Ejército que identificar a los paramilitares y desarmarlos.

Todo se ha hecho sometiendo a los indios de Chiapas a una presión incali­ficable y esto no puede llamarse huma­nidad. El pueblo de México tiene que reclamar a su Gobierno una paz justa y digna. Yo no puedo, sólo soy un es­critor extranjero acusado de injerencia. El pueblo mexicano no puede quedarse parado, dejando que los gobernantes lo decidan todo, hay que bajar a la calle… no estoy pidiendo un levantamiento sino simplemente que las conciencias se manifiesten… estoy pidiendo una in­surrección moral, desarmada, étnica…

De Chiapas me llevo no sólo el re­cuerdo, me llevo la palabra misma… Chiapas… La palabra Chiapas no faltará ni un solo día de mi vida. Si tenemos con­ciencia pero no la usamos para acercarnos al sufrimiento ¿de qué nos sirve la con­ciencia? Volveré a Chiapas, volveré”. ”

Son palabras para siempre, ¿ no es verdad? Estos son los ojos que necesita el mundo para reflexionar. Podremos hablar desde la cátedra, desde la filoso­fía, desde la historia y la antropología, pero esta mirada, esta sensibilidad es la mayor lección. Uno se siente hasta un poco desubicado cuando tiene que ha­blar de alguien como él, porque qué se puede decir sobre él, que no haya sido dicho ya por él mismo. Escuchémosle:

“Si uno conserva sus facultades men­tales intactas y sigue atento e interesado por lo que pasa a su alrededor, a partir de los cincuenta se aprende muchísimo. Cada año te va enseñando a ser más bue­no, más comprensivo, más compasivo. Por supuesto hay gente mayor nada re­comendable; los años por sí solos no ne­cesariamente conducen a la sabiduría…”

Y allí también nos contó aquella anécdota de su apellido, llena de hu­mor y de nostalgia, pero que nos deja entrever su dimensión humana:

“Saramago no era el apellido de mi padre, sino el apodo. El empleado del registro civil estaba borracho y añadió Saramago al nombre que yo debía lle­var: José de Sousa. Cuando me matri­cularon en la escuela primaria tuvieron que presentar una partida de nacimien­to, y el antiguo secreto se descubrió, con gran indignación de mi padre que detestaba el mote. Pero lo peor fue que llamándose mi padre José de Sousa, la ley quiso saber cómo tenía él un hijo cuyo nombre completo era José de Sousa Saramago. Así, intimidado, no tuvo más remedio que hacer un nuevo registro de su nombre, por el cual pasó a llamarse también José de Sousa Sara­mago, como su hijo.”

Finalmente, como escritor, puedo decir que José Saramago ha sido un ejem­plo de conducta, de disciplina creativa, de compromiso. Quizá mis preferencias en la literatura contemporánea vayan por otros lados: Coetzze, Vila Matas, Bolaño, Ricardo Piglia, pero quiero llegar a la ve­jez con esa integridad, con ese coraje, con esa sabiduría de José Saramago. Él ya lo decía: “Yo no puedo olvidar que la vejez no es condición de libertad. Casi siempre es exactamente lo contrario. Puede ocu­rrir, y parece que es mi caso, que como lo tengo todo resuelto económicamente, porque tengo una salud increíble –ya casi diría injusta–, puedo decir que “cuanto más viejo, más libre”. Más libre, por más maduro. Más rico, por más consciente. Más libre por una especie de libertad in­terior. A mí nada se me puede quitar sino la vida. Pueden quitarme el bienestar y todo eso, pero hay un núcleo, quizás esa cosa que no tiene nombre y que es lo que somos… ¿Por qué más radical? Más radi­cal porque uno sencillamente ha perdido la paciencia. Es eso.

Uno ha perdido la paciencia, no está dispuesto a aguantar. Hace años digo que la palabra más admirable, la que debe­mos usar instantáneamente siempre que sea necesario –y desgraciadamente lo es todos los días– es la palabra “no”. Pue­de ser por haber perdido la paciencia, es una buena razón para decir “no”. Pero también se puede usar como una postu­ra de espíritu. Es decir, yo dudo mucho que hayamos nacido para ser libres pero la libertad es eso, es una conquista.”

Foto Cortesía: Cristóbal Corral

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