Por: Rodolfo Bueno
Guambrillo fue el resultado de un desafortunado paso de una buena mujer y el más afortunado de los mortales. Era tan corto de tamaño como la sagacidad de un lelo y más se parecía a un enano grande que a un hombre pequeño, pero lo que le faltaba en porte le sobraba en viveza, buena suerte y en una perseverancia que lo impulsaba a pararse cual muñeco porfiado cuando los avatares de la vida lo arrojaban al suelo; todo su ingenio y vitalidad los transformó en viveza criolla.
Por alguna razón le tomó cariño un tío, muy adinerado, que le costeó los estudios en el Cristobal Colón y lo estimulaba con un billete de 50 sucres cada vez que obtenía el primer puesto. Los domingos, cuando ganaba el premio, invitaba a su primo Eduardo al Victoria, una vetusta sala de cine construida con planchas de zinc, que la hacían semejante a una celda de castigo riguroso. Se encaramaban a la galería repleta de gente que vivaba sin interrumpir las interminables peleas de la pantalla, se acomodaban bajo los brazos de un tipo mugroso, cuyo sudor los bañaba durante la función, y gozaban de la película. Al salir deshidratados por el calor reinante, cada uno se tomaba dos Pepsis y el resto del día comentaban lo que vieron.
Al disgustarse con su tío, se dedicó al contrabando. Este “negocio” pertenece a mafias bien establecidas que se encargaron de quitarlo de la competencia por medio de los aduaneros. Desnudo de riquezas fugó a Miami acompañado de Elisa, su flamante esposa. Allá consiguió trabajo de administrador de un edificio. Un día debió arreglar un desbarajuste en el departamento de Betty, una gringa de descomunales proporciones. Apenas Guambrillo la miró con ojos de gula, ella sintió el trepidar de una estampida de elefantes en su interior. Se prendaron mutuamente, comenzaron a frecuentarse y se transformaron en amantes furtivos.
Betty le reclamaba porque no la sacaba a ninguna parte, para aplacarla la llevó a un cabaret. Tomaron en exceso, y como Guambrillo era mal bebedor, perdió la noción de las cosas, se le declaró diez veces, le pidió su mano otras tantas y decidió presentarla a la futura suegra.
“¡Mamá, quiero que conozcas a Betty, tu nueva nuera!”, gritó a todo pulmón al abrir la puerta. Hizo tal escándalo que Elisa se despertó; es que en su estado de embriaguez se confundió de casa y fue a parar a la suya propia. Al verlo con otra, su mujer tomó un cuchillo y corrió tras de él, armando un berrinche de esos que asustaría incluso a una arrostrada suegra.
“¡Ven acá, retaco hijo de la gran flauta! ¡Si te alcanzo, te capo como a vil cerdo!”, gritaba totalmente desquiciada. A Guambrillo del puro susto se le pasó la borrachera; fugó arrastrando consigo a la aterrorizada novia. Elisa, que a duras penas sabía conducir, los persiguió por las calles amenazando con cortarle a Guambrillo aquello que, según ella, era la causa de sus reiteradas infidelidades e, igual que en las películas de Hollywood, se incrustó en un escaparate de exhibición de autos.
Betty, para evitar que Guambrillo terminara en la cárcel, pagó la cuenta por los destrozos y sufragó los gastos de su divorcio.