FRANCISCO
PROAÑO
ARANDI
Una primera aprensión, o duda, dijéramos, he experimentado, muy íntimamente, al momento de ser invitado a participar en este homenaje a José Saramago, en el marco de esta jornada destinada a exaltar la memoria de tres grandes desaparecidos: el gran escritor portugués, el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría y el polígrafo mexicano Carlos Monsiváis.
¿Por qué esa aprensión mía en torno a Saramago? Porque, permítanme decirlo, Saramago, al igual que los otros dos, está aún demasiado presente entre nosotros y en el imaginario, tanto europeo, cuanto iberoamericano.
Su voz, sus opiniones, sus críticas, su insobornable posición en defensa de todo en lo que él creía, resuenan, siguen resonando con inusitada actualidad en el ámbito internacional. Es más, su voz parece haberse reforzado con mayor fuerza luego de su muerte, el pasado 18 de junio. O quizás, es posible, que estemos ante una especie de ilusión óptica, o, mejor dicho, auditiva: Saramago fue un escritor tardío, sus obras más importantes las publicó en los años más recientes; por lo tanto, para nosotros, sus lectores, y para la opinión pública en general, la presencia de Saramago es todavía demasiado viva, como para resignarnos a dejar de escucharlo, sólo por el hecho físico de que ya no esté presente físicamente en este mundo, cuando, es al menos mi personal percepción, apenas empezábamos a convivir con él, cuando apenas –valga la repetición- comenzábamos a descubrir y redescubrir los tesoros de su vasta y profunda obra literaria.
Los renacimientos de Saramago
Uno de los aspectos que me impresionan de la vida del Premio Nobel portugués es algo que ha marcado su destino: esa como condición suya que le ha permitido resucitar una y otra vez, de renacer como el Ave Fénix y siempre con renovada fuerza.
Su nacimiento, todos lo sabemos, se produce biológicamente en 1922, en Azinhaga, aldea portuguesa, de la cual y de cuyo entorno guardará siempre las más entrañables impresiones, en particular el recuerdo de su abuelo, Gerónimo, de quien dijo que era el hombre más sabio que había conocido, siendo como era un analfabeto.
En medio de una existencia difícil, que lo lleva a ejercer distintos oficios, en 1947, con la publicación de su novela Tierra de pecado, Saramago nace para la literatura. Por esos mismos tiempos, se incorpora al Partido Comunista Portugués, con lo cual nace para la política, en un Portugal dominado, entonces, por una dictadura fascista y confesional, la encabezada por uno de los personajes más oscuros del siglo XX: Oliveira Salazar.
Luego de 1947, y por casi treinta años, Saramago se nos pierde un poco, desde la perspectiva de quienes hacemos el recuento de su vida, y es sólo a partir de 1976 que retoma de lleno su actividad literaria. Tercer renacimiento, en cuyo desarrollo crea una esplendorosa saga de novelas que lo convertirán en uno de los más significativos escritores de nuestra época. Pocas veces, valga la pena decirlo, el Premio Nobel de Literatura fue discernido con mayor justicia que en 1998, cuando le fue concedido dicho galardón universal al gran novelista portugués.
Pero para Saramago estaba guardado un cuarto renacimiento, uno que tiene que ver con lo que fue siempre a lo largo de su vida, incluso y quizás especialmente después de que le fuera concedido el Premio Nobel, y que empieza a tener una mayor trascendencia justamente a partir de su muerte: me refiero a su condición de referente ético y político en un mundo donde paulatinamente se degradan los valores, al tiempo que el uso y abuso del poder, en todas sus formas, atenta contra la integridad moral y física del ser humano, en casi todas las latitudes. Para mí, Saramago ha sido en estos últimos años un verdadero cruzado de la dignidad humana en años convulsos y sombríos; un verdadero personaje renacentista aparecido paradójicamente cuando todo parece indicar que hemos entrado en una nueva Edad Media.
Dimensiones éticas de Saramago
El autor del Ensayo sobre la ceguera, una de sus obras clave, fue hombre de frases contundentes, casi siempre certeras. Una de ellas, entre las más difundidas, me parece singularmente significativa:
“Dios –dice Saramago- es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio”
Habida cuenta de que el gran escritor era, antes que nada y de manera primordial, un poeta, hemos de entender que, de ese modo tan poético, hacía profesión pública, una vez más, de su ateísmo radical. Ateo, en un país profundamente católico, crecido bajo una dictadura que, a más de fascista, se proclamaba confesional. Ateo, mientras, al igual que todos sus contemporáneos, devenía testigo de algunos de los más execrables acontecimientos de la historia.
¿Cómo entender el ateísmo de Saramago?
El mismo lo ha explicado y analizado repetidas veces. Y habiéndolo escuchado, me parece entender, ese ateísmo, desde tres perspectivas, todas ellas confluentes: la disidencia, la honradez intelectual, el espíritu de respeto al otro; iba a decir “el espíritu de tolerancia”, pero a Saramago no le gustaba esa palabra, porque la consideraba insuficiente (como un concepto nacido sólo para equilibrar su contrario, la intolerancia).
Saramago fue siempre, en el estricto sentido de la palabra, un disidente. Lo fue frente a la dictadura portuguesa y lo comprobó con su temprana adhesión al Partido Comunista Portugués. Más tarde, sin embargo, y luego de reconquistada la democracia en Portugal, a partir de la Revolución de los Claveles de 1974, Saramago siguió siendo un fustigador de la injusticia y, sobre todo, de los abusos del poder, en su país y en cualquier otro lugar de la tierra. Sus cuestionamientos, por ejemplo, a las políticas del Vaticano y de las altas jerarquías eclesiásticas, juzgándolas cómplices de los poderes fácticos existentes en Portugal y en el mundo, demuestran esa condición esencial del escritor: su disidencia.
Por otro lado, se trata de un hombre que duda y que asume la duda como fuente de conocimiento y de lucidez. Por ello, duda primero, y descree, luego, de la existencia de un poder sobrenatural, de una trascendencia que nos sobrepasa, y ese descreimiento, esa dubitación esencial, son síntomas inequívocos de honradez intelectual. Un hombre que duda, cualesquiera que fuese la conclusión final a la que arribe, tiene la posibilidad de ser más tolerante que aquél que no duda nunca y que ha aceptado sin beneficio de inventario lo que le han propuesto como verdad, sobre todo por la autoridad de quien lo impone: la Iglesia, el Estado, el Poder.
Esa duda, será, por ello, fuente de algo que siempre proclamó el escritor: el respeto a las opiniones y a la condición misma existencial de los demás, del “otro”. En ello fue irrefragable: luchó siempre, explícita o implícitamente, por la tolerancia, por el respeto al criterio ajeno, por una ética laica y humanista, como bases de una verdadera, auténtica democracia. Esta idea primordial, la del respeto a la dignidad primordial de la persona humana, constituye uno de los temas centrales de sus obras más significativas. Recordemos al respecto el Jesús profundamente humano de El Evangelio según Jesucristo y, en contrapartida, el dios vengativo y ahumana e irracionalmente cruel de esa misma novela y de una de las últimas que escribió: Caín. En la misma línea, hagamos memoria de esas precisas metáforas de la historia humana, del poder y sus secuelas, que constituyen obras como Ensayo sobre la lucidez, Ensayo sobre la ceguera, Las intermitencias de la muerte, y tantas otras.
Su ateísmo lo lleva a ser profundamente responsable con aquello que promueve su interés fundamental: el ser humano concreto, la humanidad, su destino. Esta noción de la responsabilidad es de naturaleza sartreana, pero a la vez construye, en la perspectiva de Saramago, uno de sus más importantes legados: la noción de una ciudadanía responsable y libre. Y ello, en varios sentidos:
Desde su punto de vista, lo que podemos llamar “un buen ciudadano”, si cabe el término, es aquel que posee y ejerce un espíritu crítico, aquel “que –son sus palabras- no se resigna, que no acepta que las cosas sean así, o así se vean sólo porque alguien lo ha decidido.
Buen ciudadano –ha dicho este gran escritor- me parece aquel que trata de mirar desde todas las perspectivas para ver qué es lo que hay por detrás de las cosas y actuar en consecuencia y con responsabilidad, sin bajar la guardia”.
Esto que pronunció Saramago en una conferencia dictada en la Universidad Complutense de Madrid, nos lleva a visualizar su pensamiento en torno a los más diferentes temas que, en el plano ético y político, preocupan a la humanidad contemporánea: ¿qué entendemos por ciudadanía? ¿Qué debemos entender por democracia? ¿Cuál es la naturaleza del poder? ¿Cuáles sus secuelas en la vida ciudadana y en el desarrollo humano de la especie?
El sentido de la responsabilidad por el que aboga Saramago va mucho más allá. No se limita al aquí y al ahora. Como el gran humanista que fue, Saramago se angustia por el futuro. En esa misma conferencia –recuerdo-, el escritor portugués nos habló de que estamos en una encrucijada histórica crucial, y a lo mejor tiene razón: su idea de que tal vez estamos llegando al final de una civilización, o que, acaso, estamos ya atravesando el puente hacia otra de la cual no sabemos nada y, lo peor, sin que posiblemente estemos preparados, ética y culturalmente, para enfrentar sus desafíos.
Esta angustia de Saramago, de la que participan otros importantes humanistas de nuestro tiempo, como Umberto Eco, por ejemplo, viene a añadir una tercera dimensión conceptual y factual a este despertar de la conciencia a escala universal que es el legado fundamental del siglo XX. En efecto, más allá de lo que fue ese siglo, en el cual la humanidad sufrió las dos más grandes catástrofes bélicas que recuerda la historia, el advenimiento de los campos de concentración, el equilibrio del terror, la Guerra Fría, las dictaduras inhumanas en África, Asia y América del Sur, la limpieza étnica y otras atrocidades, por sobre ello y quizás por ello mismo, ese siglo arraigó, más que nunca antes, una conciencia planetaria sobre la urgencia de respetar y promocionar los derechos humanos y la necesidad impostergable, asimismo, de cuidar y preservar la única morada que tenemos: la Tierra. Saramago agrega otra importante preocupación, que deviene de las dos anteriores: la necesidad de preservar la Tierra y la cultura humana para las futuras generaciones. Un sentido de la responsabilidad que trasciende la coyuntura presente y condena la cultura depredadora que, sobre todo a partir de la revolución industrial y aún en la fase superior de la revolución científico-técnica, tanto en Occidente como en Oriente, tanto daño ha hecho y sigue haciendo al medio ambiente del planeta.
Creo ver, pues, en todas estas connotaciones, el sentido profundo de la frase de Saramago que hemos citado: “Dios es el silencio del universo, y el hombre el grito que da sentido a ese silencio”.
Que da sentido, digamos, a esa ausencia, ausencia que ya se venía advirtiendo en la filosofía y la literatura a lo largo del siglo XX, y, en especial, en el período de entreguerras y a partir de lo que significaron la barbarie nazi y la Segunda Guerra Mundial.
Saramago no puede dejar de aludir a ese Dios ausente en las grandes catástrofes humanas. Ausente y silente. Y frente a ello, Saramago reivindica la acción del hombre sustituyendo ese silencio, imprimiéndole sentido, hominizando el universo, consciente de ello, sobre todo, cuando sabemos que ese silencio de Dios será eterno. En la perspectiva de Saramago, al hombre no le queda otra alternativa que suplantar a ese Dios, tomando en sus manos su propio destino.
Por ello, el novelista portugués nos ha hablado también de la necesidad de una “insurrección ética” y de una “ética de la responsabilidad”. ¿Qué querría decir con ello Saramago?: él mismo lo ha señalado: si tuviéramos una idea del respeto al otro –ha dicho-, como parte de la propia conciencia, podríamos cambiar algo en el mundo.
Abundando en esto, en una entrevista concedida al periodista Jorge Halperín (Saramago: “soy un comunista hormonal”), dice el escritor:
“…ninguna razón puede sustentarse si no parte, si no arranca de un principio: el respeto por el otro. Y eso lo tengo clarísimo. Y hay algo que es fruto de la razón, que es la ética, pero si la razón no sirve a la ética, se convierte en un arma destructiva. Creo que, de entrada, tenemos un problema ético: el problema en la ética de la existencia. Desde luego que a muchas personas les da risa hablar hoy de ética. Pero yo creo que hay que volver a ella. Y no a la ética represiva. No tiene nada que ver con la moral utilitaria, práctica, la moral como instrumento de dominio. No. Es algo más serio que eso: el respeto por el otro. Y eso es una postura ética, y fuera de eso yo no creo que tengamos alguna salvación”.
En la mejor tradición humanista
El pensamiento implícito o explícito en sus obras, todas estas preocupaciones, hacen que ubiquemos a Saramago entre los grandes moralistas de la literatura occidental, aunque estoy seguro de que a él no le habría gustado el que así lo clasifiquemos.
Pero, ¿qué son en definitiva sus grandes novelas? Sin duda, fábulas. Y en ello tenemos que reconocer en Saramago a uno de los grandes fabuladores de la literatura contemporánea. Fábulas, a veces desmesuradas, son el Ensayo sobre la ceguera, el Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, La balsa de piedra, El hombre duplicado, El cuento de la isla desconocida. Fábulas, no obstante, a las que subyace, y como reclama el género, un profundo sentido moralizador, en el mejor sentido del término; es decir, no, como reclamaba el propio escritor, desde un punto de vista utilitario, sino desde una perspectiva de permanente preocupación social y exigencia ética.
Una tradición moral que viene desde Esopo, el gran fabulista de la Antigüedad, para remontarnos a la literatura griega, pero que a lo largo de la historia se ha expresado en disidentes y cuestionadores claves frente al poder y a la sinrazón del poder como, entre otros, Rabelais, en pleno Renacimiento; Voltaire, en la etapa de la Ilustración; o Camus y Sartre, en el siglo XX.
En un momento en que, luego de la caída del muro de Berlín, los profetas del neoliberalismo proclamaban el final de la historia y la apoteosis del capitalismo, voces como las de Saramago señalaban con absoluta precisión la persistencia de las inequidades del sistema y la necesidad ética de enfrentarlas y superarlas. La voz de Saramago se convertía así en un impulso a la esperanza de los pueblos y, aunque él mismo desconfía de las utopías, su palabra ha sido sin duda movilizadora, siendo éste, junto a sus grandes creaciones literarias, el más trascendente de sus legados.
En el mismo sentido, su forma literaria, en la que no desdeña el sarcasmo y la burla, ni la desmesura, lo ubican también en esa línea que, decíamos, viene de Rabelais y Voltaire, quienes, cada cual en su época, fueron, como Saramago en la nuestra, grandes disidentes. (La desproporcionada parábola de Rabelais, su Gargantúa y su Pantagruel, ¿no encuentra una secuela en la parábola, asimismo desmesurada y corrosiva, de La balsa de piedra?).
La más reciente de sus obras publicadas, Caín, constituye un acabado ejemplo de esa temática tan cara al mejor Saramago. En esta novela, más bien breve, Saramago se dedica a desmontar las incongruencias y, sobre todo, la visión cruel y despiadada, antihumana, no tanto de los episodios bíblicos a los que alude, sino de las lecturas que el poder ha hecho de los mismos a lo largo de los siglos. Sabemos que los mitos bíblicos, sus historias, tienen su sustento en las estructuras ideológicas propias de la antigüedad meso-oriental, tal, por ejemplo, la leyenda de Job, o las de Caín y de Sodoma y Gomorra; pero lo que trata Saramago es de enhebrar una sátira contra la ingenuidad del dogma y de hacer un llamado de atención en la misma línea antes indicada: su lucha contra la intolerancia y a favor de la lucidez, de la verdad.
Para ello, Saramago despliega, con singular talento, no sólo la sátira, sino incluso el sarcasmo, la carcajada y hasta el esperpento, si se quiere. Su logro final, en el conjunto de su vasta obra, ha sido construir una parábola del totalitarismo y de la lucha, también milenaria, de la humanidad más consciente por la libertad y la cultura; la lucha por una cultura verdaderamente humana, o humanista.
Hace ya tiempo que la propia Iglesia reconoce la calidad de parábolas que tienen los grandes relatos de la Biblia. ¿Por qué habría entonces de expresar su condena, o al menos su incomodidad, como lo hizo, ante la aparición de un libro como Caín? ¿Por qué, a principios de los 90, la Iglesia Portuguesa condenó la aparición de El Evangelio según Jesucristo? ¿Por qué el Gobierno portugués tomó represalias contra Saramago por la publicación de este libro? Creo que no fue por la deliberada y creativa tergiversación que, en la perspectiva de la Jerarquía Eclesiástica, hace el escritor de las leyendas e historias del gran libro del pueblo judío. Es más bien porque Saramago apunta a la lectura y utilización que de esos episodios hace y ha hecho el poder. Saramago nos hace repensar de otra manera, desde la perspectiva de la disidencia, del pensamiento crítico, y esto, este repensar, esta manera de releer los grandes relatos, míticos o históricos, ha sido siempre sospechoso para los detentadores del poder, de todo poder.
La dimensión ética en su obra literaria
Existen varios indicios que nos ha dado el propio escritor y que nos sirven para aproximarnos a las motivaciones fundamentales de su escritura y a la estructuración ética de las obras en sí mismas, es decir, en otras palabras, a la incorporación en el texto de su pensamiento, transfigurado éste, ya no sólo en el decurrir de los episodios, de la historia y en la construcción de los personajes, sino en el nivel textual en sí mismo, en sus estrategias y efectos narrativos.
Entre esos indicios hay uno altamente significativo, y es lo que expresó en alguna ocasión el gran escritor portugués:
“En cierto sentido –dijo- se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé”. “Sin ellos –añadió- no sería la persona que hoy soy”.
Ésta parece ser, en mi criterio, otra de las grandes lecciones de Saramago:
Entender la escritura, la literatura, como una forma de conocimiento y, si fuere posible, de influir en la conciencia de sus contemporáneos. Empezando por la propia conciencia del escritor. Una forma, a la vez, de reflexión, a través de sus personajes, los que, sin duda, son al fin y al cabo el propio autor en su confrontación con el mundo, con la realidad.
Saramago no se siente, jamás, el detentador de la verdad, el que ha sido llamado por los dioses a predicar su verdad. El escritor asume su realidad, reflexiona sobre ella, sufre con ella, y, en el proceso, se reconstruye, se modifica, se transforma. De paso, estoy seguro, el lector también modifica su conciencia. De manera confluente, escritor y lector, cocreadores, sucesivamente, página a página, libro a libro, van implantando en ellos, en su ser, los personajes.
¿Cómo no va a transformarnos, en torno a nuestro sentido de la vida, de la política y de la historia, un libro como aquella novela densa que lleva por título El año de la muerte de Ricardo Reis, en el cual, a más del propio Saramago, surge la figura del enorme poeta Fernando Pessoa, mediante una estrategia magistral: desplazando, desde las sombras, desde donde no existe, a uno de los más singulares heterónimos creados por Pessoa, Ricardo Reis?
Igual puede decirse de sus otras grandes novelas. La titulada Manual de pintura y caligrafía, profunda introspección en la naturaleza del arte y del creador; Memorial del convento, donde, junto a reconstruir con hermoso y caudaloso lenguaje el período barroco, nos habla de algo mucho más trascendente: los sueños y las miserias de la humanidad enfrentada como siempre a la prepotencia del poder; o el Evangelio según Jesucristo, magnífica visión de un Jesucristo reconstruido desde una perspectiva absolutamente humanista y laica.
Un segundo indicio es aquel relativo a los títulos de sus obras. Saramago cuenta que antes incluso de que hubiese siquiera imaginado el tema de la novela, surge de pronto en su mente, como un milagro, el título. Y es a partir de entonces que empieza a estructurar el tema y la trama. Evidentemente, el título es algo que forma parte de la estructura misma de la obra. Por tanto, hay que sospechar que, en el imaginario del escritor y en el ir y venir de sus preocupaciones fundamentales, el título prefigura ya la incorporación de una dimensión reflexiva, por no decir, ética o política, en el proceso de construcción textual de la novela.
Un tercer indicio tiene que ver con el método de escritura de Saramago. Cuenta el escritor que en la redacción de su novela Alzado del suelo, que refleja las condiciones de vida de los campesinos de la región portuguesa de El Alentejo, su escritura comenzó a reproducir, casi musicalmente, el ritmo y las inflexiones verbales de los personajes reales, aquellos aldeanos. Ese ritmo implicaba la sustitución, por decir lo menos, de la sintaxis convencional, por otra, que, de manera más directa y verosímil, reproducía en el texto la realidad subyacente o previa a la obra. Este procedimiento se convertiría, luego, en un método de escritura, vigente en novelas posteriores.
Coincidente o no, generado por el contacto con el habla de los campesinos de El Alentejo o no, lo cierto es que Saramago recoge y asume con maestría todos los hallazgos que, desde principios del siglo XX, fueron transfigurando la literatura contemporánea, a través de Proust, Joyce, Virginia Woolf o Faulkner, entre otros. Recursos estilísticos que ayudan al escritor a una mejor comprensión de la realidad, como, por ejemplo, el de la multiplicidad de conciencias que enriquece y complejiza el texto narrativo (singular es en esto El año de la muerte de Ricardo Reis), el monólogo interior directo, las rupturas de la linealidad temporal, etc..
De ese estilo, quizás lo que con más intensidad nos llega, o nos toca, o vislumbra, es lo que juzgo más personal de la escritura de Saramago: la fuerza poética que atraviesa sus páginas, característica que, junto a sus otras estrategias verbales –la mezcla de voces, la ausencia de puntos ortográficos convencionales (en ciertos casos), el discurso caudaloso y complejo-, tornan el leerlo y releerlo en silencio, o en voz alta como él nos recomendaba, una singular experiencia estética.
Creo importante subrayar y destacar la noble iniciativa del CONESUP de dedicar esta jornada a tres preclaros exponentes de la intelectualidad occidental, comprometidos con las mejores causas del ser humano –Bolívar Echeverría, Carlos Monsiváis, José Saramago-, los tres, lamentablemente fallecidos este año, con diferencia de pocos días unos de otros. Agradezco el que se me haya invitado a participar en este homenaje a Saramago, un verdadero héroe de nuestro tiempo –parafraseando en el mejor sentido el título de la obra de Lermontov-; un hombre que nos deja un legado artístico, ético y político que deberá gravitar positivamente en el proceso de nuestras sociedades; un hombre que supo disentir cuando había que hacerlo, que no dudó en señalar la injusticia o la estulticia cuantas veces éstas se manifestaban; un hombre, en fin, que, como lo hace el personaje de su novela Historia del cerco de Lisboa y como lo ha expresado un lector de su caudalosa obra, “nos enseñó a decir no cuando es no”.
Foto Cortesía: Cristóbal Corral
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