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Raúl Pérez Torres comenta la poesía de Gustavo Vega

 

AGUA DE ROCA

Raúl Pérez Torres

Alguna vez yo decía que entre el profundo amor a las letras en general, de alguna manera la poesía era la amante preferida, y decía que amo la poesía por su breve estallido, por ese orden lingüístico que define el misterio escondido en los hombres y en las cosas, por su carácter subversivo, verídico, sin apariencia, porque rompe la paz interior, porque se escribe con todo el cuerpo, no a los lados ni al contorno, sino en profundidad, porque es el ejercicio de la excitación de la inteligencia, de la vigilia de la inteligencia, porque agudiza (y a veces quiebra) todos los sentidos.

Ahora, leyendo esta antología personal de Gustavo Vega Delgado, no puedo más que reafirmar esta reflexión, porque por su poética también transita ese misterio que se va formando, trabajado por la sensualidad, la memoria y la nostalgia, a través de los años, los paisajes, los amores, los dioses, el tiempo, ese sabio que corrige nuestros errores o los hace más evidentes.

Ha sido muy grato leer una poesía vehemente, apasionada, cruzada por un don musical que está en el ritmo, pero también en una escala lingüística donde el sonido, la onomatopeya de las palabras, la trama estética, tejen una melodía que resuena en alguna parte de nosotros mismos y no sólo nos conmueve sino que nos aliviana. El mismo autor Gustavo Vega nos dice: “Como psicoterapeuta y músico confieso que siempre me ha seducido hondamente la poética a la par que la música, no solamente porque ellas significan elementos curativos o preventivos de la salud mental, sino como referentes estéticos en el más amplio sentido…”

Un libro de poesía es pues algo como una cartografía, como un mapa de la sensibilidad y del instante, una especie de brújula para navegantes. Decía alguna vez que el trabajo poético es un viaje, utopista como todo viaje, hacia lo desconocido, mapa ontológico donde aparece en un abrir y cerrar de hojas, el amor, el tiempo, el lugar, el desamparo, el silencio, desde una naturaleza encantada, donde la figura de la mujer (que también es la patria) es la fruta que nos espera y nos aliviana la travesía. Una travesía que como toda travesía, tiene su triangulo de las Bermudas, su temblor propio, su orden compositivo original, pájaro de poema que acompaña el viaje, con su cuerpo, su naos y su cola final. Necio y porfiado el Capitán –digo- busca desesperado la armonía de los opuestos, juega con los vocablos en cada golpe de timón, dispone las frases como un paisaje, para que sea el ojo también el que recomiende al espíritu la sabiduría escondida en la palabra. Una sabiduría a veces anárquica, individualista, nostálgica, que le viene de lejos, del centro de la sensualidad y del recuerdo, que se reafirma y adquiere su presencia objetiva en algún texto donde el personaje comprende la travesía tumultuosa de su amante y le dice: “eres anárquica porque has sufrido” . Ese sufrimiento que a la vez es don de existencia, es la roca donde yace el agua temblorosa de la palabra. Agua de Roca, Palabra y Clavijero.

La obertura de esta obra es, pues, Palabra y Clavijero. No la palabra enunciada sino la palabra anunciada, el preámbulo, donde se adivina ya la partitura, la epístola, poema o narración, el sonido existencial y erótico, esa insurrección vital, franca y porfiada, bomba de tiempo para una sociedad pacata y escondida en la mística de sus temores.

Cada uno de los libros recogidos aquí significa también un testimonio del autor, ese testimonio de los sentidos que nos obliga a tocar la palabra para tocar la “cosa”. Lo decía Octavio Paz: “La poesía nos hace tocar lo impalpable y escuchar la marea del silencio cubriendo un paisaje devastado por el insomnio. El testimonio poético nos revela otro mundo dentro de este mundo, el mundo otro que es este mundo”. Así tenemos, por ejemplo, el segundo libro de esta antología: Ráfagas en el Cono Sur, el canto de la sal, esa nieve de los trópicos, como dice Gustavo, sal y salitre del paisaje, un paisaje blanco y sin embargo cambiante , de colores invisibles, sal del mar y de la tierra donde poco a poco va apareciendo también una visión política, pegada al ser humano, en Chile, Ecuador, las madres de mayo, esa Argentina donde nadie es inocente, el Che, los tiranos y el odio. Ráfagas de palabras en el Cono Sur, a la manera de la poesía oriental, la síntesis de la síntesis, como en el haiku, palabras clave de la sonatina, que guardan un secreto, que son crípticas, como esta: “Se congela el sudor caliente/ tiembla el temblor/ y la lengua titila en tartajeo.” Y en el otro libro: Laurel otra vez el paisaje, tan cercano a las piruetas del espíritu poético, paisajes que son como el reflejo del estado de ánimo, el memorioso filtro del recuerdo, el penco, la chukirahua, el laurel, paisajes de sol y viento retratados otra vez como el de Trujillo, que inmediatamente me transporta a ese verso del inolvidable cholo Vallejo, que en plan de rememoración de su Santiago del Chuco, exclamaba: “ con mi burro peruano en el Perú/ perdonen la tristeza”. Amor aprendido en soledad, vagabundo picapedrero del extrañamiento:

“Amor sin usura,

Más que de tu sueño en vigilia

De los bordes que deja el insomnio,

De las hebras semizurcidas

Que nuestra soledad

Teje y desteje.”

Tocata y fuga para escuchar mientras el viento se lanza de cabeza sobre la roca dura. Palabra vivida y sentida en parajes extraños, ya lo decía el maestro Borges: “Pienso que se debe conquistar las palabras viviéndolas, y que la aparente publicidad que les da el diccionario es una falsedad. Que nadie se anime a escribir “arrabal” sin haber andado largamente por sus altos caminos, sin haberlo deseado y padecido como a una novia, sin haber sentido sus cercas, sus campos, sus lunas en la esquina de un almacén, como una generosidad…”.

Y luego vendrá Carmines Pardos, libro que como en la pintura se deberá agregar un poco de negro al rojo, para crear en la paleta del espíritu ese “carmín”, el que parece que amó Sthendal y amo Goya, el color que quizá tiene la melancolía, y tiene una vida que se narra, como la de Gustavo, llena de las virtudes del espíritu, la amistad, la lealtad, la sensualidad, el amor, el dolor, “ Ese rojo superior” que por momentos entraña una declaración en voz baja, un bolero donde no hay culpables, un tenue secreto autobiográfico que ya no puede callarse más. Carmines pardos, entonces, sus palabras del año l995, donde se transparenta un mural de sueños con fondo tenue.

Y luego ese tratado de la piedra: Los nombres de la piedra, el milagro que guarda, las betas de su sinfonía de oro, o plata, o cobre. Metáforas las piedras por sí mismas. El ópalo vibración de la piel, la amatista que ahuyenta la ebriedad, la esmeralda mujer felina, el ámbar imán de insectos, el jade místico, el ónix negro de hielo, el topacio humor acuoso, el lapislázuli amante del hechizo. Alguna vez recordaba yo lo que decía un poeta peruano anclado toda su vida en Italia, él decía: “ para un artista la belleza es Dios” y yo pensaba que la palabra es Dios, esa palabra llena de autonomía y escondidos resplandores, como la del ecuatoriano Gonzalo Escudero, lenguaje que solamente se verifica en el silencio, como la desnudez, como la perfección, brillando por si sola desde su propio secreto, vertientes de la piedra, vibraciones extrañas escondidas en la esdrújula, nudos de acentos redivivos y sueltos por esa maestría original y clásica, que se emparenta con la música. Carbones encendidos próximos a ser diamantes.

Y luego, el libro de los Veinte y cinco poemas de amor donde el poeta insiste, obsesivo, triste, en el milagro de la carne y de la vida, de la mujer y de su sombra. Dibujo antiguo en papel nuevo, y otra vez Borges para terminar: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Eso es lo que yo he encontrado al final de este libro de Gustavo Vega, la imagen de un hombre que se baña en el agua de roca que destila el tiempo.

 Gustavo Vega Delgado

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