Por: Wilson Zapata Bustamante / Maestro Nacional
“La teoría del ajedrez tomó forma en el tiempo de la física y la matemática clásicas, y fue introducida por el primer campeón mundial, Steinitz. En esa época se creía que una teoría universal podría dar respuesta a todas las preguntas, y Steinitz promovía esa noción en el ajedrez. Su sucesor, Emanuel Lasker, tuvo un estilo distinto: en vez de hacer la mejor jugada, hacía la mejor jugada contra ese adversario. El acento no estaba en la verdad última, sino en jugar contra un rival; el valor de cada movimiento era relativo. Lasker introdujo el elemento psicológico. Hoy, los jugadores jóvenes dan por sentado que tienen que considerarlo”.
Garry Kasparov
Kasparov destaca que los cambios en el juego reflejan los cambios en la sociedad. Los nuevos conceptos están en consonancia con las ideas sociales y culturales predominantes en su época. No es casual que el primer campeón mundial de ajedrez, Wilhelm Steinitz, quien introdujo conceptos revolucionarios en el juego en la segunda mitad del siglo XIX, tuviera un pensamiento alineado con la ciencia tradicional, y que su sucesor, Emanuel Lasker, contemporáneo de Eistein y de Sigmund Freud, creyera en la relatividad y en la psicología.
“No cursé estudios en psicología ni trabajé sistemáticamente con psicólogos; pero, si uno juega ajedrez, se involucra todos el tiempo en toma de decisiones, y es por eso que debe aprender algo de psicología”, enfatiza el Gran Maestro Garry Kasparov.
En el ajedrez, los errores psicológicos constituyen un grupo aparte. En su mayoría se deben al carácter y hábitos del hombre. Entre ellos pueden también contarse los descuidos graves, provocados, en general, por una insuficiente disciplina interna del ajedrecista. A menudo las decisiones tomadas apresuradamente son debidas a un excesivo optimismo o a una sobreestimación de las propias posibilidades. Pero, por otra parte, la falta de seguridad en las propias fuerzas suele ser también muchas veces causa de una prematura capitulación psicológica.
A muchos peligros se expone quien cede a ciertas debilidades tales como jugar a tender celadas (trampas) o buscar a toda costa la belleza.
Gran parte de los errores psicológicos tienen su origen en el carácter mismo del pensamiento ajedrecístico, donde se entremezclan consideraciones generales de orden posicional con elementos de cálculo concreto. Los principiantes y jugadores de escasa fuerza llevan la lucha de acuerdo con principios y cálculos concretos. Cuanta mayor es la experiencia del ajedrecista, tanta más importancia tienen para él las leyes generales que gobiernan el juego del ajedrez.
Poco a poco el cálculo concreto viene a convertirse en mero complemento de apreciaciones generales, basadas éstas en la experiencia y conocimientos adquiridos. Al sobreestimar el papel que desempeña el cálculo de posibilidades concretas, se cometen con frecuencia errores ligados al concepto general de la posición. Por otro lado un exagerado respeto a las leyes generales o un juego basado únicamente en estas últimas a menudo dan origen a errores tácticos. La habilidad para encontrar el justo medio entre estos dos elementos constitutivos del ajedrez y para recordar el papel exacto de cada uno de ellos en un determinado momento de la lucha es el patrón por el que se mide la fuerza del jugador.
En la práctica del juego ciencia «no solo es importante deshacerse de las evidentes carencias ajedrecísticas, sino también de los defectos personales y psicológicos. Una persona que no esté segura de sí misma sufre la derrota contra su propia indecisión, mientras que una persona confiada en sus fuerzas la sufre por subestimar las posibilidades del contrario. El jugador que no tiene demasiada decisión o el que depende de la intuición, a menudo suele caer en apuros de tiempo. La relación podría aumentarse. Se encuentran una multitud de personas con defectos personales, que tienen un influjo tan grande en los resultados como los errores puramente ajedrecísticos», como lo señalan Mark Dvoretsky y Artur Yusupov. Está claro que hay que actuar con frialdad y concentrarse en sosiego con los problemas surgidos en el transcurso de la partida de ajedrez. Los cambios en el carácter del combate influyen sensiblemente en el estado de ánimo. Cuando un jugador no puede contenerse, no puede controlarse y calcular con tranquilidad las variantes.
El ajedrez es algo más que una coordinación intelectual de las piezas con una indudable finalidad en perspectiva. Es una afirmación de la personalidad. El juego requiere imaginación y facultad creadora – la capacidad de ver o de sentir las posibilidades ocultas a otras mentes menos refinadas. Al nivel de los grandes maestros, es también un encuentro psicológico. Hace algunos años el Dr. Ben Karpman escribió un artículo en “Psychoanalytic Review “ sobre la psicología del ajedrez, y dedicó un gran espacio a discutir el estilo del alemán Emanuel Lasker, campeón mundial desde 1894 a 1921. Lasker fue el más grande psicólogo sobre el tablero que recuerda la historia del ajedrez. Conscientemente jugaba contra las desviaciones mentales de su adversario. Dicho sea con las palabras del doctor Karpman, para Lasker el elemento esencial de una partida era “una pugna de los nervios”, usó el juego de ajedrez para combatir, sobre todo, la psiquis de su oponente, y supo cómo producir un colapso nervioso, que de lo contrario ocurre solo después de un error, incluso antes de que se haya cometido la equivocación. Él no estaba interesado en hacer objetivamente los mejores movimientos tanto como en realizar los más desagradables para su oponente… Súbitamente Lasker comenzaba a jugar magníficamente y a mostrar su verdadera pujanza. Los nervios de su oponente sufrían un colapso y destruida su moral, finalmente se producía una catástrofe en el tablero.
Los estilos varían. Ciertos jugadores, como Larsen o el ex campeón mundial, de origen ruso, Mikhail Tal, fueron arriesgados, románticos, que estaban a favor de los ataques radicales. Otros, como Petrosian, fueron cautelosos e incluso tímidos. Algunos, como el cubano José Raúl Capablanca en el pasado, y Fischer y Spassky en la década de los años setenta del sigko XX, fueron clásicos, jugando nítidamente un ajedrez directo. Fueron jugadores de vanguardia e hipermodernos y (en su mayoría) eclécticos. Un clásico no va a enfrentarse con un romántico como Tal y enfrascarse en una zalagarda disparatada. La idea más bien era de tratar de mantener el juego dentro de líneas simples y bien analizadas. Cualquier jugador que le daba a Mikhail Tal una oportunidad para ejercer su genio combinatorio, estaba coqueteando con el suicidio. Al igual que Capablanca, Bobby Fischer tenía un estilo clásico. Podía empeñarse en un juego de combinación y sacrificios con los mejores de ellos pero, normalmente, no buscaba complicaciones. En vez de eso, encontraba un tema para la partida y lo seguía inexorablemente. Tenía, naturalmente, una memoria extraordinaria, incluso para un gran maestro.
Un jugador de ajedrez debe tener en la mente cientos de aperturas del “libro”. Hoy día, en el juego de torneo, la primera docena de movimientos, o algo así, es primordialmente del “libro”, y se juega más o menos automáticamente. Durante cientos de años las aperturas de ajedrez han sido analizadas tan intensamente, que ya no constituyen una auténtica sorpresa. Alguna vez un jugador pudiera tratar de lanzar sobre su oponente una línea popular hace cien años, confiando en que no le sea familiar o esperanzado en sacar al oponente del “libro”. Larsen intentó eso contra Fischer en el primer juego del Torneo de los candidatos, enterándose para su pesar que Bobby, quien nunca olvidaba nada, estaba perfectamente familiarizado con la apertura. Esto es excepcional. La mayoría de los jugadores raras veces se desvían de las líneas de aperturas aceptadas.
Ningún jugador puede permitirse el lujo de cometer el más ligero error en la apertura. Para el aficionado eso es difícil de comprender. El aficionado dirá que después de los primeros movimientos las distintas posibilidades en un juego de ajedrez llegan a lo infinito. Lo que el aficionado no comprende es que del número infinito de posibilidades, la mayoría son demostrablemente malas.
Una apertura tiene un tema, y cualquier desvío de la lógica de ese tema va a ser penalizado. Por eso un jugador débil no tiene posibilidades contra un maestro. El maestro conoce todas las posibilidades y puede incluso capitalizar el error más ligero. Muchas partidas de ajedrez pueden prolongarse treinta o cuarenta movimientos con un jugador en una posición perdida por un mal cálculo en la apertura. Los analistas harán un movimiento afirmativo de cabeza y dirán: “Estaba perdido desde el octavo movimiento”. Si el ajedrez fuese solamente una cuestión de memorizar aperturas, el mundo estaría lleno de grandes maestros en vez de los poquísimos que hay entre los billones de habitantes de la tierra. El ajedrez es mucho más que memoria. Es un elemento con un firme carácter creativo, y eso es lo que separa al inmortal de los solo buenos grandes maestros. Es en gran parte lo mismo que separó a Mozart de Karl Ditters y von Dittersdorf. El genio del ajedrez, al igual que los genios de las matemáticas o de la música ven ciertas posibilidades inherentes en una situación que los intelectuales menos dotados no pueden representarse mentalmente. El genio del ajedrez piensa de modo distinto a los demás. Hace lo inesperado. De improviso viene el incentivo sorprendente, la llamarada de una fantasía y se produce un momento de consumada belleza intelectual y estética. Ora que esa belleza se exprese en notas musicales, o en una fórmula científica o con piezas de ajedrez, es un símbolo del deseo del hombre de exponerla en forma original e inolvidable –y constituye, posiblemente, una definición de la belleza tan buena como cualquier otra. Ningún esteta o creador ha sido capaz de explicar dichos rasgos de fuerza intelectual extraordinaria; pero eso: la combinación de lógica más intuición, es lo que lleva el “cop de maitre” que perdura en la perfección inmaculada. Eso inspiró a Mozart cuando escribió sus asombrosas escalas en Re Menor en la Obertura de Don Giovanni, y a Einstein cuando formuló la ecuación más famosa del siglo XX. Y eso motivó a Fischer en 1963, cuando eligió el 19. T6A!! para su décimonoveno movimiento: una profunda y también ingeniosa concepción que mentes inferiores no hubieran sido capaces ni de comenzar a concebir. Confundido, Benko miró, deglutió, se dio cuenta de que estaba perdido y se rindió en dos movimientos después. Esa jugada de Fischer no ha sido sobrepasada en toda la historia del ajedrez en belleza y originalidad.
¿Es la sublimidad de la osadía situar el 19. T6A!! de Fischer junto a Don Giovanni y E- mc2? En la escala definitiva sí; pero básicamente en esa partida Fischer estaba haciendo más de lo que realizaron Mozart y Eistein: llevaba un juego de premisas a una conclusión conmovedora e inesperada. En el proceso creaba algo hermoso, algo que hace que la mente se enardezca con la contemplación de la consumada elegancia y la rectitud de la concepción. Si el ajedrez fuese tan popular como es la música, si una gente tan numerosa hubiera respondido a sus sutilezas y matices, las partidas maestras de Steinitz, Capablanca, Alekhine, Botivinnik, Fischer y Kasparov no se mantendrían en niveles muy inferiores a las piezas maestras de Bach, Mozart, Beetthoven, Brahams. Las mentes creadoras que intervienen en una gran obra musical están íntimamente aliadas.
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