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El salón de los adulos

Pedro Reino - Wikipedia, la enciclopedia libre
Foto: Wikipedia
Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Cronista Oficial de Ambato

El salón tenía una luz que dolía. Por todo ese ambiente se regaba ese olor a distancia que bajaba de las paredes de piedra. Olor a indios sudados que se mezclaba con sonidos empacados por siglos, piedra a piedra, para adular las certezas de los que manejan la importancia de las villas coloniales. La luz hería los rincones del pasado alumbrando como un picapedrero  que cantaba monotonías por sus resquebrajados dedos empolvados, salvados de los remordimientos y recuperados en los andamios.

Estábamos sumergidos en el Salón de los Aduladores preservado entre las ruinas de un poblado. Era como estar sentado junto a desconocidos que salían desde sus tumbas a esperar la llegada de un nuevo terremoto. Obra de cada “Redentor”. Aquí, si no lo manda Dios, se lo inventa un elegido por el mismo pueblo que lo adula y lo idolatra.

Cuando Dios se cansa de ejercer el martirio, deja  que se predique por  boca de profetas e iluminados; deja en manos de especializados, de esos que abundan en palabras de fe en las resignaciones. Paralelamente y del mismo tronco surgen los predicadores de las democracias que tienen listos a sus mártires, para lo cual se presentan comprometidos con sus propias biblias. Ellos más que nadie habían pasado por ese Salón, eufóricos hasta las uñas, inmaculados, transparentes hasta los huesos, víctimizados en aras de la Patria, pregonando salvaciones desde la fe que necesita el engaño, para pegar, como ladrillos en sus cabezas, las falacias de sus consignas: Sin fe no hay engaño.

Entramos al Salón que tenía oculto su nombre desde que fue creado. Era de paredes altas para que el aire durara siglos. Estaba reservado para que la villa ejercitara la vanagloria, y en emergencias, para que se reafirmaran las certezas inevitables. No tenía espejos, sino las imágenes de cuerpo entero de inimitables a seguir, más que como cábala, como una maldición inalterable.

Del fondo de algún eco, desde las voces del agua y los volcanes; desde las ganas  de romper ese yugo servil, desde las tintas húmedas de los paisajes, desde la pluma que escribió con la pus de la patria reintegrada en la podredumbre, desde las plumas que volaron en páginas de historias inconclusas, desde esos ecos las voces se volvieron flores para acomodarse a todo, a los cadáveres presentes y futuros, porque los auditorios están cansados del pasado, porque eso no acaba de pasar. Desde ese pedestal saludaban a cada rato a todos los presentes y hasta a los ausentes. Y volvían a saludar y a lanzar sahumerios. Entonces comprendí que estaba en un destiempo sentado en el Salón de los Adulos.

¿Qué hacía un convidado de piedra? ¿Será que estaba invitado para que ejerza de testigo de los actos que se dan en el Salón de los Adulos? No. Estaba a propósito así como lo dejaron, como un monolito desubicado entre la neblina de la modernidad, ignorado (que es propio de practicantes de ignorancias), a pesar de que  cargaba ante la vista de los incrédulos, con los fardos de historia,  invitado a compartir en el Salón de los Adulos, a verificar algo así de lo que aquí se deja constancia.

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