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La bisnieta envenenada del conquistador Salazar. 1678

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Oficial de Ambato

Todo el mundo dice ahora que la culpa de la muerte de doña Francisca de Salazar no fue el veneno, sino el marido, porque él ha resultado mucho más efectivo. Dicen que el veneno hecho de nuestras hierbas convertidas en polvo, sirven para “dar bocado” a las alimañas mayores que hacen daños grandes a la gente. Y pensando con más calma, mejor que el veneno resultaron los consejos, y en eso estamos de acuerdo, porque lo han demostrado los suegros de la víctima, porque el envenenador que lo fue Manuel Maldonado, le dio el bebedizo a su mujer doña Francisca, porque con apenas 20 años de edad, ella le había dicho que iba a vivir junto a él por el resto de su vida.

“Doña Magdalena de Salazar, vecina de esta ciudad, hija lexítima de Rodrigo de Salazar y nieta del capitán Rodrigo de Salazar encomendero y conquistador de todas estas provincias, difunto, parezco ante Ud en aquella vía y forma que más haya lugar en derecho y me querello civil y criminalmente de Manuel Maldonado y de los demás que parecieren ser culpables en la prosecución de esta causa y contando el caso por relación cierta y verdadera.

Digo que yo tuve una hija llamada doña Francisca de Salazar de edad de 20 años la cual se casó de amores con el dicho Manuel Maldonado, sin darme noticia del dicho casamiento, y llevándola de esta ciudad de Quito a la villa de Ibarra a donde tiene haciendas Joseph Maldonado y doña Christina de tal, mujer legítima del susodicho, padres legítimos de dicho Manuel, y habiendo estado en la dicha villa los sussodichos más tiempo de un año haciendo vida maridable, parece ser que el dicho Joseph Maldonado y la dicha su mujer no tenían gusto del dicho casamiento y por eso los repudiaron, echándolos de su casa, con que se fueron y buscaron otra a donde vivir”.

Los ángeles de piedra de las iglesias de Ibarra que estaban naciendo en las canteras en esos tiempos en que vinieron arcángeles para matar a los diablos que vivían con los indios de Caranqui que poblaban el valle, les decían a sus escultores, que las mujeres que salían de sus casas embrujadas por el amor, dejando a sus padres por un hombre, no tenían amor del bueno, sino cosas que hace el diablo en la voluntad de las mujeres. Las fembras que se confesaban a la media noche con sus cristos eróticos poblados de barba exculpadora de penitencias, predicaban que hay amores que se dan y que se darán de todos modos, porque la vida tiene que desafiar a la soledad. Tendremos que seguir aprendiendo más lecciones sobre la importancia del pecado, eran temas de discusión de los ángeles de piedra que se miraban mutuamente sin los sexos. Discutían mientras sus escultores les rasuraban con sus cinceles, argumentando que cuando el diablo mezcla oraciones con penetraciones nacen engendros como cuando los indios crucifican a sus serpientes en las propias cruces, con lo cual vuelven a sus idolatrías que han sido aceptadas por los tribunales del Santo Oficio. La fe no es que sea un juego. Dios que también es amor necesita de mártires y de héroes, y sobre todo de la comprensión de sus mujeres, eran voces que oían de los nuevos cristos.

“El martes, día de la Cruz, llevóla Dios a nuestra prima a las siete y media de la noche, y tuvo buena muerte, aunque después de sus honrras había echado deber, coligiendo de la brevedad de la muerte. Murió por los cursos y los vómitos, y como los cursos y vomitivo, porque eran trasordinarios…” quien camina ahora con una voz olvidada por los altares de las iglesias de Ibarra es doña María Albuja y Salazar que está expulsada de los purgatorios. Clama a los ángeles diciéndoles: “Y la causa fue el marido, porque fue a ocultas de las amistades, y por ello casi no le había hablado más de veinte días, hasta el día que amaneció ya muerta.”

Los nuevos cristeros que entran y salen de las iglesias encargados de las justicias están impotentes ante las angustias con que reclama y se allana criminalmente su madre por la muerte de su niña: “Y el dicho Manuel Maldonado por no desabrirse los dichos sus padres, quebró con la dicha su mujer, ausentándose de ella, y en este tiempo le procedió de pesadumbre a la dicha mi hija, un achaque de fríos y calenturas, y habiendo tenido noticia el dicho su marido de que estaba con el achaque de calenturas, con intención dañada y depravada de hecho y caso pensado, fue en busca de dicha su mujer y entrándose a la casa onde vivía, diciendo iba en busca de su mujer que le habían dicho estaba enferma con fríos y calenturas, y que iba a verla, y estando en halagos y segunda intención diciendo iba a curarla, y habiendo estado tres días en la dicha casa con su mujer, al cabo de ellos envió a ver un real de vino, y habiendo enviado se salió afuera para recibirlo teniendo en sus manos echó dentro del vaso o vasija en que tenía el dicho vino unos polvos de hierbas verdes que son veneno, los cuales se muestra ante vuestra merced para que los reconozca…”

Los ángeles de piedra, los que ya estaban listos para el vuelo, según dicen, y que habían nacido en unos nidos del odio, empezaron a runrunear que la felicidad tenía que ser desterrada de estas tierras, porque hay un paraíso al que se puede llegar solo después de la muerte. Ni doña Magdalena de Salazar, que parecía creyente, se sosegaba con estas prédicas. Luchaba en su interior para poder aborrecer a los ángeles de piedra inventores de consuelos. Ella era una mujer de la realidad que volvía a contar a las justicias:

“y ver por qué aunque los echó dentro de dicho vaso de vino, con el susto que estaba los dejó caer en el suelo con el mismo papel que los tenía, y habiéndolos visto don Francisco de Borja y Espeleta, los alzó y guardó para ver lo que contenían los dichos polvos, y luego vio darle a beber a la dicha su mujer en el dicho vino ya venenoso, y diciéndole que lo bebiere que con eso se hallaría mejor lo bebió la dicha su mujer, y dentro de una hora empezó a gemir y llorar diciendo que le dolía el estómago, que se abrazaba de fuego, que le diesen aguas…”

Mientras su madre atrae a su memoria detalles de cuando su hija estaba viva, su prima piensa que las culpas se limpian con confesiones. Piensa que aquí, en este mundo hay que dejar dichas todas las palabras para que no sean una carga ni un estorbo en la otra vida. Cree que la felicidad está en el olvido original, el que tienen las almas que todavía no hallan cuerpo, que es lo que buscan cuando nacen. ¿Y el asesino? “estaba de raspar asustado desde el día que dio el veneno, me apuró, como se moría, a que se confesase y que le diese los sacramentos y con esto ya fue su día llegado, porque permitió Dios, porque había de morir en brazos de su marido por lo mucho que ella lo quería…”

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