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La educación del ajedrecista

Por: Wilson Zapata Bustamante

Para competir en un campeonato nacional tengo que entrenar duramente todos los días, tenga ganas o no. Para poder poner en juego mis capacidades tengo que tenerlas y tengo que ser dueño de mí mismo. Preparar para tener éxito en una competencia exige enseñar a ser dueño de sí. Es decir, para ser realmente bueno hay que tener dominio de uno mismo. Tal capacitación se centra en el desarrollo y preparación máxima de tres potencialidades: la inteligencia, la voluntad y la capacidad de decisión.

En primer lugar, la capacitación de la inteligencia que debe estar presidida por un “primer principio” y auténtico motor de su funcionamiento: el amor a la verdad, el deseo de encontrarla y de vivirla. Un “primer principio” que se traduce en talante vital y que tiene respecto a la libertad una función emancipadora. Es como la rosa de los vientos en la carta de navegación de los marineros que -marcando los puntos cardinales- resulta imprescindible para llegar a tierra o descubrir nuevos territorios.

Ese primer principio intelectual lleva a buscar apasionadamente la verdad. La verdad como pasión es el talante o el temple de quien piensa que el estudio, el aprendizaje, la conversación racional, es el mejor camino para la resolución de los problemas, para la mejora del mundo y de la sociedad.

Formar y desarrollar la capacidad intelectual del ajedrecista no es simplemente acumular en la memoria una gran cantidad de información y conceptos sobre movimiento de las figuras de ajedrez, apertura, medio juego y final. Es, fundamentalmente, enseñar a pensar, a utilizar la cabeza aplicándola a las situaciones “problemáticas” que se presentan en cada una de las partidas de una competencia o de entrenamiento diario. También es enseñarle a resolver problemas diarios (sea un problema de matemáticas o cómo entrar en casa porque me he olvidado las llaves y no hay nadie); aprender a inventar soluciones cuando la respuesta no me viene dada; es también enseñar a distinguir lo fundamental de lo accidental, bien sea en una lección de historia o en la vida en general; es enseñar a ir al fondo en las cuestiones… porque la respuesta estará allí, en el origen. Así pues, capacitar la inteligencia es potenciar en los alumnos el amor a la verdad, y es enseñar a pensar, hacerles pensar.

En segundo lugar, tendremos que hablar del desarrollo de la voluntad, en el que tienen un papel principal los hábitos, las virtudes, los valores. Estos deben de trabajarse desde la primera infancia comenzando por cosas tan prosaicas como la alimentación o el sueño, para que luego se vayan asentando otros como la responsabilidad, el trabajo, la generosidad y un largo etcétera que incluye también hábitos sociales como el saber estar, el escuchar o el aceptar lo diferente.

Esta educación en valores o virtudes, que recibe el ajedrecista, no solo proporciona al sujeto la facilidad para realizar una serie de acciones, sino que le otorga afinidad con los valores de tal forma que se hace capaz “ no solo de repetir lo aprendido sino de descubrir y realizar esos valores en situaciones inéditas” (Ruiz Retegui).

Y por último, el tercer aspecto al que hay que atender para un buen desarrollo personal, es el mundo afectivo. Darle confianza absoluta para que aprenda a tomar decisiones por sí mismo, en base a los conocimientos y la inteligencia que posee. De forma muy escueta diremos que se trata de potenciar en los ajedrecistas una gran riqueza de sentimientos; que éstos sean acordes y proporcionados con la realidad (realismo); y también que sepan expresarlos y hacerlo adecuadamente.

Al final, se trata de potenciar en cada uno todas sus capacidades operativas (las intelectuales, las volitivas y la capacidad afectiva) y además procurar que éstas respondan armoniosamente al sujeto cuando este lo requiera.

El ajedrecista tiene que experimentar, decidir esto y aquello, tener sus ideas propias y organizar sus decisiones a placer.

En esta fase el maestro tiene al tiempo un papel imprescindible y delicado en el que va mucho más allá de poner los fundamentos como se ha hecho en la niñez. El maestro debe enseñar a decidir; y a decidir bien. Dónde está el bien y dónde está el mal; qué decisiones son racionales y razonables y cuáles no lo son; qué es mejor en cada ocasión. Enseñar también a “ser capaces de reconocer el bien, la verdad, dondequiera que se encuentre” (Wojtyla ). Y alentar la pasión por la verdad sabiendo que no siempre es fácilmente reconocible o la decisión más fácil de tomar.

Eso sí, decidirme por una cosa, escoger una opción, tiene un “coste de oportunidad”: implica renunciar a otras posibilidades que se me presentan y significa comprometerme con una de ellas. El excesivo miedo al compromiso nos hace esclavos de nuestra propia inmovilidad puesto que me niego la posibilidad de poner en juego mis capacidades.

En esa andadura los ajedrecistas nos hemos hecho fuertes, valientes, comprometidos; aprendimos que nuestra meta nos llevaba mucho más allá de nuestras posibilidades iniciales; aprendimos que había que comprometerse con ella hasta el final, de alguna manera abandonándose, confiado en que valía la pena tanto como habíamos creído al principio.

El ajedrecista tiene que ser un solucionador de problemas; debe ser capaz de inventar respuestas a las situaciones nuevas que se le presentan en la partida; el explorador, el que ofrece alternativas diferentes a los problemas de siempre.

Cuando ayudamos a que el alumno desarrolle su inteligencia, su voluntad y su capacidad afectiva, es como si estuviéramos dotando a un caballero con las armas para su batalla: la espada, el escudo, el yelmo y la armadura. Pero es la confianza en él el manto invisible y verdaderamente poderoso que envuelve al caballero, le hace luchar por regresar ileso a casa, y le protege.

Apostar por el joven discípulo es, sin dudarlo, apostar también por sí mismo, por su capacidad como maestro.

La partida del discípulo, sus primeras incursiones en solitario, su trabajo de “pionero”, le mostrarán y nos recordarán a los maestros algo que sabemos bien: que no es importante vencer siempre sino saber levantarse y continuar por el camino correcto, o regresar a casa cuando sea necesario. En Batman Begins, donde se relata el origen del superhéroe de Gothan, el padre del pequeño Morgan le enseña sabiamente, tras su caída en el pozo, que “nos caemos para aprender a levantarnos”.

En la vida humana, el error forma parte esencial del aprendizaje como algo ineludible, aunque no siempre deseable. “Perder, al igual que ganar, forma parte del baile”, afirma Álvarez de Mon en la Lógica del corazón. O, citando a Tagore, “si le cierras la puerta al error, dejarás fuera la verdad”. Por lo tanto, la preparación del ajedrecista debe incluir también un cuerpo a cuerpo con el error, con las equivocaciones. No solo tener la certeza teórica de que “soy humano y por tanto me puedo equivocar” sino experimentar en carne propia la equivocación: para aprender de ella, para saber salir, para saber reaccionar, para conocer las propias fortalezas y debilidades vitales… y para descubrir también que donde está mi límite está mi oportunidad. Porque –como me explicaba un buen maestro- “los límites son aquellos puntos que aparecen en mi vida de los cuales no puedo pasar por mí mismo; por tanto son ocasiones para pedir ayuda externa, y así seguir creciendo. Y más allá de seguir creciendo, los límites me dan la posibilidad de entablar una relación especial con otro; otro que me ayudará a progresar, a mejorara, a ser más”.

Ciertamente, las equivocaciones son parte del aprendizaje, pero no esencial y por eso nunca deberían llevar a la parálisis.

Finalmente, subrayemos que es necesario que el maestro confíe en el educando, en su capacidad, y también que el educando sienta y perciba esa confianza.

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