Por: Carol Murillo Ruiz
En 1967 el sociólogo colombiano Orlando Fals Borda escribió un libro que cambió radicalmente la comprensión del fenómeno de la violencia en su país.
“La subversión en Colombia” ha sido un texto que no solo explica -lo digo en presente- y analiza situaciones históricas concretas, tales como las ocurridas en esa nación durante siglos, sino que es una radiografía social de las taras que el poder incuba en el imaginario maniqueo de ver conflictos solo allí donde no se implanta el orden impuesto desde arriba.
Por eso, al leer la entrevista que ayer publica El Telégrafo a los delegados plenipotenciarios de la paz de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas, apostados en La Habana, pensé que era necesario acercarse a sus razones no desde el pacifismo que pregonan las iglesias políticas, acostumbradas a menospreciar la palabra de los pobres, de los hambrientos o de los insurgentes, sino desde la atalaya que brinda la observación atenta de la historia, es decir, sopesar la acción de los sujetos sociales y políticos, y medir los discursos del poder traducidos en campañas mediáticas, manifiestos institucionalistas o exhortaciones para preservar el statu quo.
Hoy a nadie le gusta pensar, a priori, que la violencia es un camino para conseguir niveles aceptables de justicia o la garantía del cumplimiento de derechos para todos. Pero una gran cantidad de libros y documentos que muestran la marcha de la humanidad, aquí o en cualquier punto del planeta, están repletos de luchas y rebeliones, de órdenes y desórdenes, de vida y de muerte. El orden social, todo orden social, ha sido instaurado -en cada fase histórica- por la fuerza de acontecimientos que rompieron la disciplina asignada por el poder a las clases desposeídas. Y, la potencia de esos hechos, dependiendo de la conciencia y los recursos materiales y espirituales de la lucha, fue transformando el mundo. Un mundo que hoy nos parece, en muchos lados, menos injusto y mejor organizado.
El caso colombiano es complejo porque, en realidad, los actores son cuatro y no solo dos como pretende fijar el poder en Colombia. Esos actores son: Estado, Guerrilla, Narcotráfico y Paramilitares. Los he separado de este modo para exponer mejor mi punto de vista.
Así, la idea de condensar en las FARC el tema del narcotráfico es maliciosa. Primero, porque habría que partir del problema de la violencia como una cuestión estructural de dicho país. O sea, la violencia atraviesa al Estado, a la Guerrilla, al Narcotráfico y a los Paramilitares. Segundo, porque ninguno de esos actores funciona con una absoluta autonomía política y social. Los cuatro responden a una realidad histórica más amplia y enredada. (Realidad matizada por los intereses de los grupos económicos que manejan las mejores cuentas dentro y fuera de Colombia).
Ergo, el Estado, eje rector de todo país moderno, tiene una responsabilidad capital en la historia de la violencia colombiana. Es imposible decir hoy que el narcotráfico ha crecido allí solo por la conveniencia guerrillera o por la descomposición de los campesinos que siembran coca. Las fibras que mueven el devenir colombiano tienen al Estado como articulador de intereses y desde allí se genera una coerción política y bélica que se desparrama hacia los sectores insurgentes con más frenesí que la aplicada a narcotraficantes y paramilitares. La violencia institucionalizada tiene tanta fuerza que una lectura unívoca sobre su raíz no ayuda a ver la paz como una necesidad global de la geografía colombiana. Por eso, esta vez, los diálogos por la paz tienen un cariz diferente: el sinceramiento de que la violencia no puede ser desterrada si la institucionalidad no reconoce que su rol es débil para conciliar las diversas demandas de la sociedad colombiana. Y las demandas o supuestas certezas no se concentran en ver a la guerrilla de las FARC como la encarnación del mal, porque suficientes muestras ha habido, sobre todo en el régimen de Álvaro Uribe, de que el fascismo militar no es la opción para asumir la tarea de reconstruir a un país luego de más de medio siglo de injusticias sufridas principalmente por los más pobres.
Los diálogos por la paz, que sientan a la mesa a la guerrilla y a la delegación de Santos, configuran también una apuesta para que la institucionalidad que sostiene a su gobierno, aísle y señale las responsabilidades del narcotráfico y los paramilitares en la atmósfera de guerra que hostiga los cuatros costados de Colombia. Es decir, no se debe mezclar, por provecho político, a las narco-mafias locales y transnacionales con los imperativos de la paz.
Ojalá más pronto que tarde se comprenda que la violencia acumulada en Colombia es el corolario histórico de factores de poder y de la sumisión social planificada desde allí. Y que el silenciamiento de las armas, las institucionales y las insurgentes, será la derivación del cambio real de las condiciones actuales.
Quito, 9 de noviembre de 2012.