Veinte días privados de libertad

Por: Juan Bermeo

Se puede comenzar este relato diciendo que el susto de esta experiencia comienza después de pasar una prueba de alcoholemia y recibir la invitación a entrar al coche patrulla; sin saber cómo reaccionar y sin saber a quién llamar por miedo a empeorar la situación. Mientras iba en el coche policial con destino a la revisión médica, el ambiente se fue calmando, ya que los jóvenes con los que compartía asiento estaban “hechos al dolor” y comenzaban a hacer chistes y dialogaban con los agentes. Esa situación ayudó a tranquilizarme, de manera que cuando llegamos al centro de detención solo me acosté y esperé al siguiente día para pensar cómo resolver las cosas. Por suerte ya había estado de visita una vez en uno de esos recintos y tenía una ligera idea sobre la vida en su interior, porque sino el miedo me hubiera robado el sueño y eso, a pesar, de las burlas de bienvenida que los internos suelen hacer a los recién ingresados, bajo el grito “pásame a ese nuevo”.

Al día siguiente, tras escuchar la sentencia solo quedaba asentir con resignación para evitar decir o hacer algo por miedo a un aumento de días de reclusión o por un incremento de la multa a pagar. De vuelta al centro de detención se piensa en todo lo que puede estar sucediendo en el exterior: ¿Cómo lo estará pasando mi familia? ¿Cómo arreglar el asunto de mis estudios? ¿Cómo responder a las preguntas que tal vez me hiciera mi madre?, etc. Así se pasa los primeros 3 ó 4 días con el entretenimiento de firmar tres veces al día las hojas del desayuno, almuerzo, merienda y con el ansioso deseo de que mi nombre ocupase las primeras posiciones en esa lista, ya que significaba que me restaba pocos días para ganar mi libertad. Por otra parte existían momentos de desesperación por el encierro y sin poder ayudar fuera. Observaba el reloj cada dos minutos y sentía una ansiedad por dormir para tachar un día menos.

Recibir la primera visita es un momento muy duro, donde intentas cuidar cada palabra para no preocupar a tu gente, aunque se valora y aprecia inconmensurablemente la muestra de quienes te apoyan en estas difíciles circunstancias, pero de igual manera te das cuenta del tiempo que vas a estar alejado de tu familia, del recuerdo de un abrazo o simplemente del inmenso valor de ofrecer unas buenas noches.

Los primeros días no sientes el sabor de la comida, ni sabes que estas comiendo, solo recordaba las palabras que mi madre siempre me decía, “a pesar de todo lo que esté pasando hay que comer sino uno se queda sin fuerzas y va a empeorar la situación”. Y justamente eso era lo que menos quería, solo pensaba en superar este grave inconveniente que me tocaba vivir.

A partir del quinto día uno se acostumbra un poco a ese contexto, intenta entender los comportamientos y el humor que se maneja en ese lugar. Para pasar el tiempo recurres a ver películas, hacer deporte o jugar a las cartas. Y para evitar la monotonía de la semana, los martes y sábados se celebraba un campeonato de indor entre las celdas. Pero en el caso de que una celda incumpliera las normas (como fumar en los baños), la sanción consistía en la prohibición de ver la televisión por el tiempo que decidiera el guardia de turno; aunque pensé en ese momento que “no era tanto el castigo, pues ni en mi casa veía la tele”, pero ese día transcurrió más lento de lo normal, sin poder ver una película, con la única opción de salir de la celda a dar un paseo por la cancha, esperando que fuera la hora de que abrieran las puertas de las duchas para poder restar 30 minutos al día.

Tiempo después me concedieron permiso para asistir a realizar los exámenes en la universidad. Salir después de 15 días encerrado me hizo sentir un ambiente totalmente distinto, más liviano y fresco, una distracción para la mente al observar los simples espacios de la vida cotidiana. Esa semana pasó volando, puesto que tan solo regresaba al centro a dormir y a la mañana siguiente retornaba de nuevo a la universidad.

Una experiencia de estas características dejó una enseñanza indeleble en mi memoria. No es una vivencia que se olvida de un día para el otro. En cualquier caso, supuso una dura lección para recapacitar sobre las decisiones que a veces se toman de forma acelerada, sin pensar en las consecuencias y en las afecciones que puede acarrear para uno mismo y fundamentalmente para las personas que te rodean.

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