Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Lingüista e Historiador/Cronista Oficial de Ambato
Mi miedo no es que tengo que ir tras de los muertos, sino que ellos me obliguen a resucitarlos. Son seres de ultratumba que de pronto sean perceptibles a mi debilidad humana. ¿Qué hace uno tras de una lápida o de un nombre guardado en un testamento, o quien sabe ante nombres de gentes que perviven en los archivos? Los resucita, los rehace con carnes, pone agua en sus ojos para que parpadee la luz de sus vidas, y así, de nuevo, los saca a caminar por el mundo; es decir, por sus mundos perdidos, por sus caminos recorridos; los vuelve a sus querencias y a sus odios; pero sobre todo, uno los presiona a retomar recorridos pos-mortem, los que a la vez se convierten en deconstrucciones y en aleturgias de su propia existencia.
Exactamente eso le había pasado ya, por estos lados de los Andes, a César Dávila Andrade, quien por escribir un Boletín y Elegía de las Mitas, los esqueletos de los indios sacados de los archivos coloniales, junto a sus verdugos, se le salieron de las manos y se pusieron a deambular como las bungas ancestrales, las que hacían sus panales en los troncos viejos y bajo las piedras de los caminos. Duraban largas temporadas en sus vuelos rituales hasta que morían cuando se les agotaban sus alas releyendo las flores de la tierra con esa pasión de alimentarse de las palabras que a uno le gusta.
¡Cómo pueden haber sido esqueletos, y tener nombres, sin antes haber sido carne, memoria, memoria intacta con la que bajaron a sus tumbas! ¡Cómo pudieron ser hueso sin antes haber sido maíz y mashua! ¡Cómo pudieron ser grito, sin ates haber aspirado el aire frío de la cordillera y haber amado a la mujer lejana! ¡Cómo más vamos a enfrentarnos a los ojos vaciados de sus cráneos sin antes regresar la página de sus vidas y encontrarnos con los tiestos quebrados de sus palabras desperdigadas en los cementerios huaqueados!
De todos modos, quien sabe mi propuesta sea llevarlos a quienes me sigan, por otros atajos que debe ejercitar el conocimiento, que no es sino un reconocimiento a lo que no quisieron contarnos quienes despreciaron los reflejos de su sol diciendo que tiene menos brillo que una cruz ensangrentada. Ellos, los que se prepararon con sus utensilios para vivir la pos-tragedia de sus muertes, por decisiones de pensadores extraños; los que fueron enterrados con ollitas de colada, con platitos y ponditos de chicha. Ellos, quienes saben que podían y pueden volver a juntarse en los cementerios a comer su cuy metafísico con sus papas repletas de los sabores de sus tierras etéreas, en familia, por los siglos de los siglos. Ellos, los de la pos-tragedia que ahora quieren regresar a su pos-muerte deconstructiva son los que he dicho que me pueden obligar a que los resucite.
Redivivos, convertidos en remembranza de herencia cultural, ellos, de seguro quieren que les hable nuevamente de lo que se apagó de su voz y se les quedó en pesadilla. Saben que tengo razones para hacerlo porque sé que ellos mucho me sueñan en sus testimonios. A veces me pongo a soñar con ellos dentro del propio sueño de sus muertes; y muy adentro de estos sueños, se han ido entrando por mis propios ojos, saltando de los papeles viejos en donde perduran tantas mordeduras de desprecios. Son las mordeduras de su soledad las libélulas que encontrarán en adelante. Mariposas portando farolillos soñados por las muchedumbres del pasado.