La culebrita

Por: Rodolfo Bueno

En el colegio, Eduardo estudiaba a la maldita sea, se encontraba en la edad del burro, cuando no se sabe qué se quiere, no se le concede ninguna razón a la vida ni se piensa ni se preocupa por el futuro, por sentirlo inexistente. En ese período todo se complica, no se crece rápido para ser hombres y ya no se es niño, no se es nada, ni se aspira a nada, ni se hace nada, ni se entiende nada de nada. La Nada es la única realidad que con monótona insistencia se extiende a lo largo del horizonte.

Un buen día, ganó un certamen de natación, no es que nadara bien sino que los demás lo hacían peor. Terminada la competencia se le acercó Abel Gilbert, gloria de la natación ecuatoriana. “Ven al EMELEC, voy a hacer de ti un nadador”. Con su ayuda adquirió estilo y en dos semanas ganó a todos los nadadores de su categoría; en menos de seis meses se encontró a pocos segundos del récord nacional. “¡Si sigues así, te hago campeón sudamericano!”, le dijo Abel. No lo logró por la razón que, según Marx, rige el destino de todas las sociedades, por la económica.

En ese entonces, Eduardo había conseguido trabajo de cobrador en una compañía de seguros. Fue su época dorada, y al terminar las vacaciones no quiso regresar al colegio, alquiló una pieza y empezó a vivir solo. Dividía su tiempo entre el trabajo, la natación y los amigos, pero la vida pronto le enseñó que el estudio debe tener prelación. La empresa donde trabajaba quebró y se encontró desempleado, acompañado únicamente por sus sueños de llegar a campeón. Estaba en su mejor etapa de nadador y en la peor económica, no tenía dinero para vivir y, peor aún, para los deportes. No se puede nadar cuando no hay dinero ni para comer.

Para sobrevivir consiguió camello en unas minas de piedra azul, fue el primero después de una larga e infructuosa búsqueda. El sueldo daba para los porotos, pero el horario, desde las ocho de la mañana hasta las dos, tres e incluso cuatro de la madrugada, le impedía nadar y estudiar. Sus sueños de llegar a campeón se esfumaban igual que se desvanecía el humo de los cigarrillos, que consumía para mitigar el frío y el cansancio en las largas noches de su pesada tarea, al mismo tiempo que su adolescencia se iba cavando huecos en las opalinas rocas de una cantera cercana al cementerio de Guayaquil. El trabajo era duro para cualquiera, pero para Eduardo significaba el trágico fin de una desorganizada y desorientada juventud.

La idea de volver a estudiar se incrementó cuando tomó conciencia de que quien no encuentra su papel en este mundo está fregado y que se necesita de una “culebrita” para flotar en las purulentas aguas que anegan la sociedad. Los fines de semana, en El Milagro, le mandaban hacer las compras a una feria a la que venían los habitantes de las regiones circundantes. Allí no faltaba el cuentero que vendía una especie de piedra filosofal para todos los males habidos y por haber; abría una maleta y extraía una larga y amenazadora serpiente que enseguida se enroscaba en su cuello. Mientras el reptil atraía al público, el hábil comerciante de ilusiones colocaba algunas hierbas en un vaso con agua y hacía una apología de los poderes prodigiosos de una infusión, que, según decía, curaba desde el mal de ojos hasta las calamitosas desventuras amorosas. El ingenuo campesino, que siente un temor supersticioso por los ofidios, compraba en un solo paquete la curación de todos sus males.

Un día, llegó al trabajo en su flamante carro el ingeniero. Eduardo consideraba que el tipo no hacía nada y que desde un buen asiento sólo daba y daba órdenes. Tanta autoridad lo desconcertó, ganaba más que todos los trabajadores juntos y eran ellos los que hacían el duro trabajo. Lo observó con atención para conocer la fuente de su poder, y cuando menos lo esperaba el ingeniero extrajo del bolsillo de su camisa una “culebrita”; era pequeña y la tenía en un estuche de cuero. Se acercó con sigilo para verla de cerca, se trataba de una regla de cálculo que manejaba virtuosamente.

A partir de ese día juró conseguir su propia “culebrita”. Cayó en cuenta de que todos disponen de una y viven de ella, y que quien no la tiene está fregado. Sintió la necesidad de estudiar para obtenerla, pero eso requeriría de una nueva oportunidad, que finalmente apareció de manera inesperada, cuando fracasó el proyecto para explotar las canteras y de nuevo se encontró desempleado. Buscó trabajo en una empresa cuyo dueño era el padre de un amigo suyo. “Sólo hay un puesto libre, pero no creo que le interese, no es para usted”, dijo, escribió una esquela y se la entregó. “Vaya y hable con este señor. Es una lástima, pero no le puedo ofrecer algo mejor”.

Se dirigió a una gasolinera y habló con el gerente. Se llamaba Georgino, tendría unos treinta y cinco años, estaba mal afeitado, desgreñado y fumaba de una gran pipa. Su reluciente cráneo, con tendencia a la calvicie, lo avejentaba. Era hijo de emigrantes italianos y lo apodaban cariñosamente Loco, porque, según decían, se le había desencajado el caletre por un frustrado amor.

Aparentaba ser un cascarrabias prepotente y patán, pero lo hacía a propósito para que los demás sintieran el peso de su autoridad. En realidad era un tipo ameno que hablaba con chirigotas llenas de mucho humor. Cuando vio la firma de la esquela, entró en confianza y le invitó a tomar asiento. Hacía un calor infernal y él estaba recostado en un sillón con los pies sobre el escritorio, vestido únicamente con sus calzoncillos, y a cada rato gritaba a un empleado que le trajera un tinto. Este lo maldecía en voz baja, escupía en la tasa, revolvía el café con sus dedos sucios y se lo traía mostrando en el rostro una sonrisa de inocente paloma. Don Georgino lo bebía de un sólo sorbo sin percatarse de la asquerosa afrenta que taimadamente ejecutaba el perverso hombre.

“Escoge el horario que más te convenga”, le propuso extendiéndole un papel en el que había escrito todas las posibles variantes. Escogió la peor. “¿Acaso eres retardado mental? Te doy a escoger primero que a nadie y te portas tan pendejo”, le repeló frunciendo su frente en señal de disgusto. “Es el único que me permite ir a un colegio nocturno”, le explicó. “¡Carajo! ¿Para qué mierda quieres estudiar? ¡Ni que fueses Cacaseno! La vida ofrece posibilidades más ricas sin necesidad de sacrificios tan cojudos”, le insultó don Georgino y se quedó esperando la reacción de Eduardo ante sus impertinentes palabras. “Puede ser que para usted, no para mí”, le respondió. Estaba decidido a conseguir su “culebrita” a todo precio y por eso deseaba estudiar.

Su futuro jefe clavó los ojos en Eduardo tratando de indagar lo que sabía, pero él fingió no entender su mirada. Había escuchado que estuvo casado con la Pelusa, hija de don Pedro Navarro, un magnate que rechazaba la heterogamia y nunca lo quiso de yerno por ser solamente el hijo de unos italianos, dueños de un pequeño hotel en el centro de la ciudad.

En cierta ocasión, don Pedro le condicionó a su hija: “¡Elige, Pelusa, o el vago de tu marido o la herencia!”. La fortuna de don Pedro era respetable. A más de ser propietario de grandes haciendas, controlaba casi toda la producción de arroz del país, su exportación y la importación de implementos para la agricultura, negocios que, a su muerte, la Pelusa debía compartir con su único hermano.

Don Georgino y la Pelusa meditaron sobre las amenazas y viendo que iban en serio, acordaron divorciarse, pero seguían amándose a escondidas del mundo en una pequeña villa cercana a la gasolinera. Si don Pedro insistía a la Pelusa sobre un nuevo matrimonio, ella le respondía: “Puedes desheredarme si te da la gana, no volveré a casarme con nadie. Jamás daré padrastro a mis hijos”. Cuando don Pedro falleció, la Pelusa se matrimonió de nuevo con su italiano.