Contra el agobio

 

Por: Julián Ayala Armas
Escritor y periodista, Islas Canarias

Aguarda, no te precipites, busca un lugar apropiado, para soñar. El paraíso puede estar en una cama, en esa ventana que mira al poniente o en la puerta que da a la rutina incierta de la calle. Usa tu soledad para recordar, por ejemplo, aquel atardecer de hace muchos años en otra puerta de otra casa, sentado en el chaplón, junto a tu madre, y contemplando las montañas enrojecidas a lo lejos y el reverbero del sol en las hojas de los laureles de la plaza, donde la chiquillería jugaba a la pelota. Recuerda también que fue una tarde de septiembre como esta cuando la conociste en la Universidad. Estaba esplendente, con su pelo muy largo y su falda muy corta…

La intensidad de la vida de una persona está en razón directa a sus recuerdos. Aguza el oído hacia tu interior y oirás resonar en la memoria el bramido de los camellos en los desfiladeros de Petra, recordarás la estancia del palacio ruinoso de Babilonia donde murió el Gran Alejandro, volverás a vivir la alegre tarde de alivio del viaje en el Hamán de Alepo, que ya no existe, oirás de nuevo al mendigo de ojos de yeso que entonaba su salmodia a las puertas de la  Gran Mezquita de Konia, verás otra vez  ponerse el sol sobre los arcos de Palmira y Volúbilis, la Vía Recta de Damasco o el paisaje edénico que se contempla desde la escena del teatro de Taormina, en Sicilia. Todos los países que has visitado están dentro de ti. También todos los libros que has leído y todas las calles que has recorrido. En ellos dejaste un pedacito de tu vida para tratar de recuperarlo un día de spleen profundo como el de hoy.

No es bueno, sin embargo, solazarse sin más en el recuerdo. Ahí está para evocarlo y tener la muy relativa satisfacción que nos pueda producir la transferencia del pasado feliz al presente ingrato. Pero sabiendo que es solo eso, una sombra de la realidad, el fantasma de una ilusión. La vida está en el presente, por efímero que sea, y en el futuro que nos queda por convertir en presente. La nostalgia es un bebedizo dulce y amargo al mismo tiempo, que es menester tomar —muy de vez en cuando— a pequeños sorbos. Pero sin abusar de ellos, pues solo hay algo más ridículo que la llorera de un borracho autocompasivo, y es la complacencia en ella.

Traslademos, pues, la nostalgia al futuro y si recordamos aquella puesta de sol de hace años que sea para reafirmarnos en los atardeceres que nos quedan por gozar. El de hoy mismo, por ejemplo. Anda, levántate de la mesa donde escribes y asómate a la ventana. Un sol dorado y refulgente se resiste a perder su combate sin esperanza con la sombra. Trata de localizar al mirlo que desde hace rato recorre el jardín piando, en reclamo quizá de su pareja que le espera en una rama de la araucaria, que crece en un rincón de la floresta. Toma un libro de la estantería que tienes cerca, ese de Keats, por ejemplo, ábrelo al azar y lee: “Sacia tu pena en una rosa temprana / o en el arcoíris de una ola arenosa y salada / o en la riqueza de una redonda peonía; o si tu dama se muestra iracunda / toma entre las tuyas su mano suave / y aprovéchate hasta lo más hondo de sus incomparables ojos”.

La dorada armonía de la tarde, la nostalgia del recuerdo feliz, el canto sincopado del mirlo y la “Oda a la melancolía” de John Keats. Siempre es posible encontrar un bálsamo para el corazón agobiado.