
Por: Ana Cecilia Salazar V.
Universidad de Cuenca (Ecuador)
El urbanismo, es una disciplina que determina las condiciones de vida de la población de una ciudad, pero son las fuerzas económico políticas quienes a través de los gobiernos locales definen los procesos de configuración del espacio urbano. De ahí que, al pensar en la ciudad, es relevante el aporte de Henri Lefebvre, quien denuncia una problemática generada en la fragmentación existente entre la producción de conocimiento y el entendimiento de las realidades socio-espaciales en territorio, de esta manera el diseño arquitectónico y la planificación urbana son prácticas desvinculadas de procesos políticos y dinámicas sociales. La crítica de Lefebvre sobre la lectura reducida de la ciudad por parte de planificadores y autoridades, hace referencia a la simplificación de la vida urbana reduciéndola a su dimensión arquitectónica, y evidenciado que la espacialidad no está libre de intenciones políticas y sociales sobre las formas de interacción, uso y organización social en las ciudades (Molano Camargo, 2016). Estos enfoques son un llamado a la producción de un conocimiento interdisciplinar de la vida urbana, tomando en cuenta la diversidad de actores, percepciones y disposiciones espaciales y sobre todo de necesidades sociales, ambientales, culturales, económicas que coexisten en las ciudades.
Hay que rendir cuenta de las articulaciones entre dominios disciplinarios quebrados por el pensamiento disgregado (uno de los principales aspectos del pensamiento simplificador); éste aísla lo que separa, y oculta todo lo que religa, interactúa, interfiere. En este sentido el pensamiento complejo aspira a un saber no parcelado, no dividido, no reduccionista, y el reconocimiento de lo inacabado e incompleto de todo conocimiento (Rodríguez Zoya, 2010).
Entender la ciudad como un sistema de interacciones sociales, económicas, políticas y culturales demanda un abordaje interdisciplinar. Abordar la complejidad del espacio público desde donde la ciudad articula las conexiones entre contexto físico, vida diaria, relaciones sociales y luchas políticas, implican también un llamado a la participación y la responsabilidad cívica de la población en procesos de transformación urbana. En este sentido el espacio, el tiempo (historia) y la vida social existen y son posibles gracias a su indivisibilidad. Por ello la necesidad de repensar el espacio, no solo como contenedor o soporte material de los procesos sociales, sino como elemento activo de la estructuración misma de la ciudad y la vida urbana como elementos mutuamente constituyentes exige nuevas aproximaciones y metodologías críticas que den cuenta de las brechas y vacíos entre las disciplinas.
En esta línea, los estudios urbanos críticos alimentados desde las ciencias sociales, apuntan a develar las tensiones y disputas que se suscitan en las urbes, pero diversamente vividas por los actores que las habitan. Los trabajos entre la arquitectura y la sociología, por ejemplo, además de comprender una articulación disciplinar y un impulso a los estudios y proyectos multi-actor, han puesto mucho esfuerzo en fortalecer propuestas como el de ¨Calles completas¨, un movimiento social que ha logrado incidir en los procesos de planificación urbana para mejorar la calidad de vida en barrios y ciudades, involucrando a los diversos actores como son los tomadores de decisiones para financiar, planificar, diseñar y construir una comunidad de manera consistente incluyendo a diversos usuarios y sus necesidades (Bosso y Metha, 2018). Así, las ciencias sociales demandan de las ciencias técnicas salir de su zona de confort, y dejar de justificar los proyectos que generan conflictos socioeconómicos por no producir espacios públicos que respondan a las necesidades locales de las comunidades urbanas.
Lefebvre explica la producción social del espacio como el entorno construido producto de la externalización y materialización de las matrices culturales que organizan nuestras sociedades, donde las disposiciones espaciales no son un azar ni mucho menos imparciales en lo que respeta a las interacciones sociales, sino que responden a significaciones político-culturales profundas que reproducen y norman las formas de habitar de la ciudad. El espacio es entonces texto y contexto, esta estructura las rutinas de la vida cotidiana, proveyendo de oportunidades y constricciones a los agentes que las habitan. La noción del espacio está conectada a la cotidianidad y las luchas político-sociales, es producido socialmente por las prácticas de la vida diaria (Purcell, 2008). El espacio social, y la arquitectura en particular, son para Lefebvre la condición y el resultado del intercambio orgánico (…) entre los seres humanos y su medio circundante (de Stefani, 2015).
Estudiar la ciudad y la vida urbana como parte del continuo de la producción social del espacio, abre posibilidades en la academia y en los sectores públicos para el diálogo y la construcción de un conocimiento conjunto entre el análisis socio-cultural y la arquitectura. La ciudad es un espacio en permanente negociación y disputa. El diseño del espacio urbano permite incorporar nuevas perspectivas para reforzar la dimensión pública de la ciudad contemporánea, y tiene la capacidad de actuar como elemento impulsor del derecho a la ciudad. Al mismo tiempo la participación de la población en la definición, diseño y uso de esos espacios comunes permitirá integrar los intereses sociales y humanos de manera más pertinente y objetiva a la transformación de esos espacios y de las mismas ciudades en su conjunto. En Cuenca, el estudio de estos procesos podría aportar al desarrollo teórico sobre ciudades intermedias en Latinoamérica, con una alta posibilidad de una planificación efectiva y participativa apuntando a construir una ciudad para todos y todas.