La ciudad de las 100 manzanas

Por: Dr. César Hermida B. | cesarh@plusnet.ec 

Cuando la ciudad (Cuenca) se extendía entre San Blas, San Sebastián, Cullca y el Barranco, debió contar solamente con unas 100 manzanas de viviendas. Allí se desarrollaba la vida y se satisfacían todas las necesidades humanas, incluyendo las de la sexualidad, a las que siempre hay que referirse con cuidado.

La Santa Madre Iglesia consideraba que el disfrute de los placeres de la sexualidad estaba destinado exclusivamente para la procreación. Por esta concepción las madres vivían con embarazos frecuentes y las familias se llenaban con nueve, diez o más hijos. El hecho muestra, por otra parte, que en las noches de la franciscana ciudad, antes del merecido sueño, los mayores cumplían con frecuencia y dedicación esta satisfactoria necesidad humana.

En Cuenca, para los jóvenes, la sexualidad fue tema complicado, pues los varones se iniciaban generalmente con el abuso de género y etnia al seducir a las empleadas, muchas veces incrementando, sin reconocimientos formales, el mestizaje. O acudían a los pocos prostíbulos. O, para cumplir oficialmente los anhelos imposibles de ejercerlos por otra vía que no fuera el matrimonio, se casaban a tempranas edades, pues las chiquillas estaban educadas para no dar ni la mano mientras no se recibiera la bendición sacerdotal. Si los padres no estaban de acuerdo con el futuro yerno o con el matrimonio temprano, había que “sacar” a la novia, en realidad un “rapto”, por unas horas casi nunca por un día, a fin de que ellos, ofendidos por la ignominia, aceptaran el matrimonio.

Por el alto número de hijos la ciudad crecía rápidamente. Las viviendas de la clase “acomodada” disponían de múltiples dormitorios, mientras la gente de escasos recursos llenaba con los hijos el dormitorio común.

En el arte estaban prohibidos los desnudos, que circulaban subrepticiamente en fotografías y revistas de difícil acceso. Los “mayores de 18 años” acudían a las películas “prohibidas”, generalmente francesas, para ver a parejas que disfrutaban de los placeres de la infidelidad, que acá también se daban pero con gran sigilo y riesgo.

Cuando la ciudad comenzó a “extenderse”, se liberó de prejuicios, sobre todo con los anticonceptivos que evitaban los embarazos no deseados y ni se diga los prohibidos. Ya no era necesario que la adolescente embarazada se casara, se escondiera o huyera, porque se puso de moda que los jóvenes “se juntaran” para vivir sin casarse, sacándole la lengua al curita que antes se escandalizaba por el hecho.

El Tiempo

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