Por: Carol Murillo Ruiz
Las especulaciones sobre el próximo escenario electoral están a flor de piel, y evidencian la vieja manía ecuatoriana expresada en el deseo -de muchos- de ansiar el poder político. Y aunque las declaraciones de posibles candidatos remachan sobre la urgencia de conseguir la unidad para demoler el correísmo, lo cierto es que a fines de 2016 habrá un abanico de opositores repitiendo su enésima romería por el voto.
La fragmentación política muestra, aun después de haber -en apariencia- zanjado las debilidades de nuestra propia fábula, que la formación y consolidación de partidos y/o movimientos sociales se debe más a las ambiciones económicas de las élites y, en sus otros perímetros, a las demandas de sectores gremiales desprovistos de la idea totalizadora de la reivindicación de clase.
Sin embargo, en el Ecuador del siglo XXI todavía se habla de la supremacía de la democracia como sistema político viable, pero sin hablar de uno o dos de sus elementos básicos: partidos y movimientos.
Así, el voluntariado ¿político?, amancebado con las redes sociales, cree que la democracia es una síntesis de la armonía de clases, y que ese sistema ofrece distintas compuertas de control -justicia, parlamento, medios- para aplacar los apetitos de algunos. Sometiéndose a esos frenos, una democracia funciona mal que bien para beneficio de todos. El freno, en semejante idealismo social, no es más que la voluntad ética individual. Pero la realidad plantea a quienes hacen política una serie de desafíos, sobre todo cuando se gobierna; pero ese es otro cantar.
Lo que hoy inquieta es que el voluntariado de las redes crea que sus nichos virtuales reemplazan el imperativo de trabajar orgánicamente en partidos y movimientos; espacios donde las fuerzas sociales intentan establecer un orden y trazar unas demandas para sacudir los resortes de la política real. Pero un sistema democrático, tal como lo define y defiende este voluntariado, no debería aceitarse con las organizaciones creadas para ese fin: partidos y movimientos; porque nunca los mencionan y más bien los repudian.
Es posible que las modas ciudadanas de repeler la política desde su desahogo virtual no acepten las reglas de la democracia que idealizan, pero los hechos demuestran que la dinámica de este modelo todavía exige pedales y manubrios para equilibrar codicias y advertir la insubordinación de las clases marginales.
El hábito de partidos y movimientos aquí no ha sido consistente. Esas entidades han representado, en sus picos de éxito, intereses puntuales de determinadas élites; y, en el lado frágil de la izquierda, las luchas de trabajadores, indígenas y con alguna suerte del lumpemproletariado; pero han estado allí para dar cuenta de los intereses que se juegan en nuestra sociedad. Renegar de ellos hoy solo para dar paso a la decepción del voluntariado virtual es inaudito; porque una cosa es burlarse del ‘partido’ del banquero Lasso y otra cosa es respetar al movimiento indígena.
Mientras la política sea ejercida por fuera de la organicidad social concentrada en -pocos- partidos o movimientos, el voluntariado seguirá creyendo que la democracia es su ligero espectro virtual.