Cidium, el hombre que vivió

 

Por: Erick Jara
Estudiante universitario, Cuenca (Ecuador)

¡Que brisa! Puedo sentir tus mil caricias desde aquí. Estoy agotado. He subido tanto. No sabes la falta de aliento que encontré por seguirte. El viento ahora relaja mi temperatura y tu presión me destroza el corazón. Me duele. Déjame estirar mi cuerpo para inhalar fuerzas. Para serte sincero, no pensé que un pobre viejo como yo lograría avanzar tanto. Fueron como 30 años desde que nací hasta llegar a este punto. Bueno, realmente es poco comparado con el tiempo que tú estás aquí, sino estoy mal, serán como un par de billones de años. Aunque eras indiferente ante los tuyos en aquel tiempo, tu presencia no faltó.

¡Mírame a los ojos, no seas hipócrita! ¿Cómo eres capaz de responderme con el movimiento de unas simples nubes? Además, las odio, son grisáceas. Sin embargo, me gusta esta tranquilidad, los estúpidos automóviles ya me tenían harto; antes de tomar el valor para enfrentarte, dejé el mío en el estacionamiento. Creo que está entre una línea amarilla. Ya lo sé, ya lo sé. Una multa más, una menos. ¿Qué más da? Ahora es lo que menos me importa, vine aquí porque tenemos cuentas por resolver. ¡Pensé que eras bella!

Hace una semana que mi hija nació, fue un orgullo verla a los ojos. Mi alma saltó en forma de lágrimas cuando sentí su respiración. Pensé tanto en ella, realmente lo hice. A desdicha, en exceso. Fue el momento en que logré observarte, pues todo se obscureció. Mi primogénita nació en la tarde del lunes. El sol mismo fue quien abrazó su presencia. Se veía tan bella. Pero tú, maldita, acabaste con todo. La dejé en los brazos de su madre y salí corriendo. Fue como ver al mismísimo e ilusorio Lucifer. Solamente escuché el grito de mi amarga esposa: Cidium, gritó. Y por ese momento, no hice caso a mi nombre.

Salí del hospital, me encontraba solo, aunque rodeado de ambulancias con gente preocupada y moribundos. Fui indiferente al pedido de ayuda de una próxima o posible viuda: “auxilio, mi esposo muere”, exclamó. Yo enfoqué mi mirada hacía el suyo y, en efecto, parecía estar libre. Al salir de ese frio lugar con aroma a muerte, solo deseé que no sufriera mucho aquel hombre. De pronto los perdí de vista. Mi celular vibró. Era mi madre, seguro para reclamarme que a dónde fui, que por qué dejé a mi hija en los brazos de esa mujer. Gustaría de escuchar su voz por última vez; estará avergonzada en un par de minutos. Qué más da.

¡Perdóname hija! Espero disfrutes tu pureza por un largo tiempo, no sabrás que existe, de grande querrás volver a nacer y encontrarte en este estado, inocente. Yo, en cambio, ya ni lo deseo. Tal vez por un tiempo fue así, pero ya se acabó la esperanza. ¡Ya, deja de tocarme con tu brisita absurda! ¡Mírame, hasta dónde he llegado! ¡Te estoy hablando! Te consumiste mi niñez y a mis padres en la suya. Ellos, tus más grandes instrumentos. Yo, romperé las cadenas. Estoy asustado, temo el vuelo. ¡Perdóname hija!

Espero que no llegue el día en que ella, cegada por tu nauseabundo encanto, rompa esos lentes con lunas negras y desmedidas que confundían mentiras con verdades. No quiero que sufra por tus falsedades pintadas de progreso, que con marcas comerciales moviste el mundo. Maldita sea, ¿para eso estudié? ¿para entregarte mi vida?  ¿acaso no tienes tantas, ya? ¿me devolverás el tiempo?…

Sí, mejor calla, perversa. Todos los días me levanté deseando lo que deseabas, siguiendo lo que tus instrumentos me exigían bajo conminación. Desconozco mis verdaderos deseos. ¡Han matado mi espíritu! ¿Dónde está lo que me pertenece? Hablo de mis verdaderos deseos. Me resulta insoportable creer que soy lo que hago con lo que ya hicieron de mí. Nacemos encarcelados, indiferentes ante el universo. Crecemos, pero con sueños que tallan nuestro ego. ¿Qué de mi libertad? ¿La de mi hija? Ahora si respóndeme por favor, aunque sea con un simple vuelo de ave. Hay tanto que ver desde aquí, pero nada que yo pueda entender.

Tres días después del nacimiento de mi hija, me encontré con las calles Spe y Desperatio, del barrio Vita. Llamó mi atención aquellos peculiares nombres. Se convirtió en mi lugar favorito. Mira, te cuento porqué. Es que era tan agradable caminar por aquí, sentía cómo si las calles fuesen un pasadizo hacia una cueva secreta, no lograba llegar. Di tantas vueltas por las mismas calles durante tres días, que conseguí identificar sus medidas. Fue curioso, ambas tenían 77,01 metros; una medida realmente indiferente ante ojos dormidos. Caminaba somnoliento, con los ojos un tanto abiertos y el rostro sin gesto. Aquellas calles me hacían sentir como si volviera a nacer.

Fue desde el jueves que llegué al barrio Vita. Deambulé durante tres días como un libertino, siguiendo, fuera de lógica o sentido, un camino sin cruces y nada de descanso. De pronto, excremento de paloma me cayó en el rostro. ¡Vaya, que desventurado que soy! Me limpié con el sweater que me regaló mi esposa. Miré el reloj, marcaba domingo, 6 de la tarde. Tomé consciencia. Estaba al frente de un edificio llamado Exitus, ubicado entre Spe y Desperatio 5-23. Una infraestructura realmente hermosa, majestuosa. Regresé al auto, estaba muy cansado. Pensé en dormir ahí, pero no pude.

Encendí el auto a las 7 de la mañana del lunes, quise regresar a Exitus. El auto en marcha y mi curiosidad a flote, me hizo acelerar sin temor a romper las leyes. Llegué y estacioné el auto donde te dije. Alcé la mirada; la miopía no me dejaba ver el final del edificio. De pronto, al ubicarme en la intersección entre las calles Spe y Desperatio, una luz salió de la entrada principal del edificio. En el fondo, empezaban a surgir colores, estos bailaban en punto de fuga, acercándose y mezclando sus esencias.

Entonces, los colores se volvieron masas sólidas, formando figuras un tanto simétricas. ¡Era yo, de niño, con mis juguetes! -cómo me gustaban los volquetes, soñaba que de grande trabajaría en uno de ellos. En eso, mi yo de niño se tropezó. Asustado, decidí acercarme a la puerta, dije: ¿Cidium, estás bien? Mi yo del pasado me vio y se asustó. Sin dudarlo, corrió, y empezó a subir las gradas del edificio. Lo seguí mientras en cada palabra, el volumen de mi voz iba aumentando conforme mi aliento me permitía. En eso, me percaté que aquel Cidium había aumentado de tamaño. Él había crecido. Se dio la vuelta y en efecto, era mi yo de adolescente. Frunció las cejas y me hizo una seña con el dedo medio, sacó una piedra del bolsillo y se destrozó los dedos de la mano derecha. ¡No! grité, pero una fuerza limitó mi movimiento. En ese momento, recordé que hace un año en el trabajo, por arreglar una máquina moledora de carne de mi industria, perdí parte de mi mano. ¿Por qué se lastimó?

Empezó a correr, yo lo seguí. Mientras subía las gradas de aquel edificio, noto que desde el nivel 50 las paredes empiezan a perder pintura; focos quemados; suelos marcados por gotas de sangre; y un par de cuartos cerrados donde por dentro me gritaban blasfemias y verdades. No podía dejar de correr, me veía obligado a seguirme, aunque en el camino perdiera el aliento. Finalmente, todo se obscureció, perdí de vista al Cidium del pasado. Era el nivel 100, la terraza del edificio. Llegué agonizante. Y tuve el valor de hablarte por primera vez. Sentí tu brisa. La altura presionó mi corazón, cada latido fue como un golpe interno que me obligaba a arrodillarme ante ti. Tomé fuerza en mi respiración y me puse de pie. Llegué a la cornisa del edificio y solamente vi nubes grises.

¡Aquí me tienes, enfrentándote! Viví toda una vida llena de mentiras. Lo vi en mi yo del pasado, mientras subía para supuestamente salvarme. Ahora me doy cuenta, estaba huyendo de mí mismo. Y yo, persiguiéndome, quizá para convertirme en lo que ahora soy, alguien normal. ¡Escapa, no dejes que te atrape por favor!

Aquí me tienes, convertido en lo que todos somos: seres que luchan día a día contra los suyos a espada y pistola; insignificantes elementos que crean sentidos a partir de falsos progresos. ¡Has consumido mi energía!

Espera, ¿a quién carajo le estoy hablando? No hay nadie que me escuche, ni un Dios…

Bueno, da igual, ahora viviré.

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Ilustración: Andrea Jara.