Por: Bernarda Tomaselli
La costumbre de enterrar a los que ya no están con nosotros es muy antigua. Existe evidencia científica que demuestra que los Neandertales hace 41000 años ya enterraban a sus muertos. En el Ecuador, existen tumbas de diversas sociedades ancestrales que dan cuenta de rituales funerarios muy antiguos, entre las que se destaca la de la Dama de Real Alto en la provincia de Santa Elena que tiene 4800 años de antigüedad y está compuesta por los restos de una mujer de 35 años. A su alrededor yacen las osamentas de siete hombres jóvenes; junto a cada uno de ellos se encontró también un cuchillo de roca sedimentada. La evidencia arqueológica descubierta por el Dr. Jorge Marcos Pino en 1971, demuestra que a la Dama de Real Alto se le ofrecían sacrificios humanos probablemente cada setenta o cien años, es por esto que la datación de los siete cuerpos es distinta.
Así como la observación de la tumba de la Dama de Real Alto nos habla de la conformación de una sociedad matriarcal en las costas del Ecuador y una ritualidad marcada por las ofrendas póstumas a las personas relevantes de la comunidad, los bienes materiales y costumbres que forman parte del patrimonio funerario de nuestro país, abren una puerta a la lectura de las sociedades desde su punto más vulnerable.
Javier Gomezjurado, investigador, autor del libro La historia de la muerte en Quito (2017) explica que las prácticas mediante las que nos relacionamos con la muerte, forman parte de nuestro ser colectivo y su repetición da sentido a la estructura social y construye valores comunitarios. Los rituales funerarios permiten entender las dimensiones de lo popular, relacionadas con la identidad de los pueblos. Ni la cultura, ni las tradiciones funerarias son estáticas, sino que están ligadas a cambios permanentes y a las distintas circunstancias en las que enfrentamos nuestra partida de este mundo; muestra de ello es el colorido de la estética funeraria de los entierros y sepulturas de los niños en comparación a las de los adultos. Para la cultura popular, la muerte de los niños representa el regreso de un angelito al paraíso, incluso las manifestaciones culturales afro esmeraldeñas acompañan este ascenso con arrullos y cánticos alegres; la muerte se viste de blanco para recibir al alma pura en el cielo.
Con la llegada de la Iglesia Católica, la ritualidad se adaptó a las costumbres del viejo continente, que se sincretizaron con las tradiciones indígenas. Los lutos de negro riguroso, las marchas fúnebres, las misas cantadas de varios días seguidos, el no permitir que entre la luz a la casa de los deudos donde se velaba al difunto y la contratación de lloronas o plañideras para incentivar el llanto en los asistentes a los velorios, son algunas de las costumbres coloniales que se extendieron hasta muy avanzado el siglo XX.
En la época colonial, la ritualidad funeraria giraba en torno a los templos religiosos, debajo de las iglesias se extendían oscuras catacumbas en las que se sepultaban los restos de los españoles y criollos. De igual forma, existían cementerios destinados para los indígenas, sobre todo en las zonas alejadas de lo que hoy es el casco colonial y campos santos como el del Hospital San Juan de Dios de la Ciudad de Quito, en el que tumbas sin nombre o fosas comunes eran la última morada de los huérfanos, los pobres, los presos, los locos y los demás abandonados por la sociedad.
Con el siglo XIX y las nuevas nociones de higiene, llegan los cementerios al Ecuador, principalmente por el peligro que representaba para la salud pública seguir enterrando a los muertos debajo de los templos. Así se fundan el Cementerio Nacional de Guayaquil, El Tejar y San Diego en Quito. Las criptas oscuras que hormigueaban en el vientre de las iglesias fueron remplazadas por fastuosos mausoleos donde descansan los restos de los miembros más poderosos de la sociedad de la República naciente; altísimas esculturas de mármol, enormes vitrales, cómodas estructuras góticas en las que los clanes yacerán juntos por siempre, son la evidencia del paso por la tierra de los más privilegiados. Vivir con opulencia en la memoria de las generaciones futuras es la última frontera del poder y la arquitectura funeraria es uno de los medios para conseguirlo. Alrededor de los mausoleos y las tumbas yacen en los nichos las multitudes enormes y anónimas, dispuestas como ladrillos en el muro polisémico de la memoria, los Torres, los Quishpe, los García, los Martínez, los Andrade, los Herrera, sostienen, entre todos, la estructura del cementerio.
En los últimos meses hemos sido testigos del desplazamiento del rito funerario a una estadística fría e inexacta, que borró la posibilidad de nombrar por última vez a los que partieron bajo la sombra de la pandemia. Los cuerpos abandonados y las tumbas sin nombres ni adioses, dejaron una estela de dolor profunda y desconocida. Velar y cuidar de nuestros muertos, nos ha definido como humanos desde hace milenios; la interrupción del rito, el rezo, el recuerdo, el adiós, nos arroja a esa frontera de la angustia en la que no existe un relato común, una colectividad, otro rostro con el que identificarnos ante la fragilidad de nuestra existencia, esa frontera en la que no somos humanos y estamos verdaderamente solos.