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Discurso de incorproación del doctor Arturo Vizcaíno Sotomayor al Ateneo Ecuatoriano

Quito, Diciembre, 1980

Señores:

Como la mayor parte de los presentes constituyen el mejor y único auditorio que pacientemente me escucha todos los días, estamos acostumbrados al diálogo cordial sincero e improvisado; y, cuantas, aunque cada vez más tediosas intervenciones mías ante ustedes, sólo son producto del dictado espontáneo o del cerebro o del corazón, o de la emoción o del desagrado. Sin embargo, este es un acto de especial trascendencia personal en que no puedo arriesgarme a los vicios de una simple exposición verbal y en el que estoy obligado a hacer honor a lo académico del momento; por ello he tenido que bosquejar en el papel, para leerles, unas cuantas ideas que ayer surgieron a mi mente, que se hallaba embargada por el justo temor que cualquier ser siempre cuando se encuentra ante personas que son grandilocuentes y vienen a nosotros cargadas de inesperadas deferencias.

Hace muchos días, ese innegable valor de las letras ecuatorianas que se llama Franklin Barriga López y que inspira tantas realizaciones culturales en el IECE, tuvo el acierto de sugerirme la realización de una nueva jornada con la cual el Instituto y sus servidores, a la vez que se sumarian al homenaje universal al Gran Libertador Simón Bolívar, tendrían una brillante oportunidad de estimular su espíritu escuchando la voz autorizada de un preclaro caballero del derecho, la didáctica y la cultura, del Sr. Dr. Guillermo Bossano; entonces, aplaudí e impulsé la idea, seguro de que en esta mañana todos nos deleitaríamos escuchando a un Gran Maestro hablándonos de un Gran Patriota.

Estuve feliz con la iniciativa porque conociendo, como conozco al Dr. Bossano, entendí que el mejor premio al esfuerzo cuotidiano de los servidores del IECE era hacer un paréntesis en la labor diaria para en él escuchar la voz firme, conocedora y convencida del Presidente del Ateneo Ecuatoriano, pues nadie mejor que él podría recrearnos al disertar sobre uno de los hombres más grandes de la humanidad, sobre el Libertador Bolívar, cuya espada nos permite hablar hoy de libertad, igualdad, democracia y constitucionalidad.

Sin embargo, por esa irresponsable actitud que han sabido asumir los ejecutivos cuando confían una empresa a colaboradores realmente eficaces y responsables, debo confesar que me descuidé de los pormenores del acto que se preparaba, y por ello, recién anoche, al revisar el programa de esta sesión, tuve una abrumadora sorpresa, pues descubrí’ que en una parte de la jornada se me incorporaría a mí como miembro del Ateneo Ecuatoriano.

El Ateneo Ecuatoriano es, desde hace varios lustros, la sociedad que agrupa a los más preclaros exponentes nacionales de las letras, las artes, la ciencia y la cultura; es una agrupación pujante que ha hecho honor a su nombre, que rememora la Atenas Griega, para albergar a la más florida élite intelectual de nuestra Patria; es adecuado refugio espiritual para los contados ecuatorianos ilustres que han logrado traspasar sus puertas, abiertas siempre para irradiar y compartir la luz del saber con quienes no la tienen, pero herméticamente cerradas para permitir que se introduzca quien no merece tan grande distinción.

Mas el Ateneo Ecuatoriano, por vez primera, ha roto su tradición al admitirme en su seno e incorporarme, pues con esta gentileza está haciendo una deferencia que solo puede aceptarse que provenga de la enorme generosidad que tienen quienes dirigen y componen este grupo tan extraordinario.

Sin embargo esta generosidad, señores, es lo más injusto e inmerecido que ha pasado en los últimos años, yo admito que un escritor de la talla de Franklin Barriga ingrese al Ateneo, por la puerta grande, pues todos somos testigos de que es poseedor de sobrados

méritos; pero, no concibo cómo pueda dispensarse tan elevado honor a un individuo tan limitado en sus facultades intelectuales, sin ninguna obra tangible y positiva que le sirva de presentación, y tan modesto como quien os habla, no reconozco en mí ninguna virtud, mi único mérito actual, si ello puede considerarse un mérito, es mi esfuerzo diario, procurando ser un funcionario honesto que cumple con responsabilidad el servicio quede-be dispensar a los demás, y que cumple con responsabilidad el servicio que debe dispensar a los demás, y que responde, con lealtad y entereza, a la obligación que le ha confiado el Gobierno Constitucional y Democrático del Presidente Roídos; mas ello, de ninguna manera amerita para aceptarme como miembro del gremio cultural y científico más importante y prestigioso del país.

Insisto en que no es justo que yo llegue y more en ese templo de cultura que es el Ateneo, sobre todo en este tiempo, en el cual, públicamente he tenido que reconocer que soy el ecuatoriano más inculto, aunque tal vez el más enamorado de la cultura; en que me hallo emborrachado de burocracia y por ella he olvidado el ejercicio de ¡a jurisprudencia para el que me preparé duramente durante media vida; en que, día a día, estoy descuidando mis deberes como maestro, olvidando el incomparable placer de enseñar a las juventudes; en que, irresponsablemente, me he sumado a esa creciente masa de quienes amontonan para mañana los libros que deben leerse hoy, escudándose en el inaceptable pretexto de la falta de tiempo; en que me duele haber dejado hasta de borronear las cuartillas en ¡as que, hasta hace poco, sabía plasmar pensamientos fugaces que luego, solo son valiosos para su propio autor que está Mamado a convertirse en el único lector de esos apuntes, en que he olvidado relaciones sociales, familia, bienes materiales y el estudio diario, miopemente, inspirado solo por un afán de tener un único mérito, si es que puede llamarse mérito, el apartarse de todo con el loco anhelo de ser un empleado honesto, leal, ecuánime y responsable, de ser un funcionario que sepa guiar y coordinar adecuadamente a un grupo humano cargado de mística que procura dar un buen servicio a sus conciudadanos que lo necesitan.

El Ateneo Ecuatoriano, generosamente me ha honrado aceptán-dome como su miembro; por mucho tiempo voy a ser el compañero más modesto y tímido, más, procuraré aprender lo mucho que pueden ofrecerme los miembros mayores, más antiguos y sabios; consideraré a esta distinción como el mejor estímulo para volver a incursionar en Jos casi olvidados caminos de la cultura, por los que tan apasionado estuve en mi juventud, a fin de superar mis crecientes deficiencias para quizás con ello ganarme, recién, el derecho para sentirme algo, por cierto más que ahora, merecedor de compartir la mesa de sesiones, el foro o la tribuna con tan preclaros ciudadanos como son los que integran esta prestigiosa sociedad cultural.

Jamás mi ambición llegó a tanto como para soñar que en mí pueda hacerse realidad un anhelo que, probablemente, no se atreven a proclamarlo muchos seres con muchos más méritos; por eso, avergonzado y cabizbajo llego al momento crucial en que toma forma ante la vista de uno, y se hace una verdad objetiva e inminente, un sueño que nunca me atreví a tener.

Recordé que en un momento de tan especial valor para quien ha-bla, es usual preparar un pergeñado discurso, hacer alguna docta ex-posición, leer un meditado estudio sobre algún tema de interés para el auditorio, o exponer tesis novedosas sobre algún aspecto controvertido de las ciencias sociales, de la literatura, la historia o el derecho; pensé que en un instante así, mucho vale saber escoger adecuadamente una materia que concite el interés y justifique alguna talla intelectual de quien se inicia en un lid en la que sólo participan los escogidos; con estas reflexiones, y teniendo en cuenta el motivo principal de la reunión, me imaginé que lo más adecuado sería hablar sobre el hombre al que se rinde homenaje, que yo debería exponeros algo, de lo mucho que siempre se puede decir, sobre Simón Bolívar.

Todos saben que si alguien dedicase su vida a escribir sobre el Libertador de nuestro pueblo, tendría material suficiente para llenar tantos libros que desbordarían la más amplia Biblioteca; muchos temas intocados cada cual más apasionante y maravilloso.

Yo tal vez pudiera tratar largamente de cualquier aspecto del ideario bolivariano, o podría plantear alguna nueva tesis basada en la doctrina del venezolano, aunque ella se halle fundada en muy incipiente conocimiento; yo quizás, debería profundizar en mi pensamiento, para poder disertar sobre alguno de mil interesantes temas bolivarianos que tienen encanto suficiente para agradar a cualquier auditorio, y que dan materia para recibir cualquier severa crítica, para entablar polémicas o para impulsar largas controversias.

Pudiera también intentar una breve síntesis biográfica de Bolívar, aunque resulte vano y elemental mi esfuerzo para sintetizar suficientemente el abundante material existente, sin olvidar mil detalles trascendentes que componen la anecdótica vida de ese ser ilustre, y que son, cabalmente, los que dan colorido y sabor a cualquier narración sobre el agitado tránsito de ese hombre por esta vida.

Podría bosquejar una semblanza del Gigante de América que, al decir de Olmedo, sólo puede ser hijo legítimo de Colombia la Grande y de Marte el invencible.

Quizás debería escoger únicamente una fase de la personalidad múltiple del héroe epónimo; o hablaros sobre cualquiera de las infinitas proyecciones del pensamiento, la doctrina, la filosofía o la obra de Bolívar; o podría repetir algunas de sus profundas concepciones sobre la libertad, la democracia, la política y la justicia; o debiera defender alguna de sus elevadas tesis sobre el derecho internacional o sobre la integración latinoamericana.

A lo mejor, hasta podría contaros sobre la profundidad de las doctrinas que brotan de las Cartas que escribió, de los poemas que le dictó su alma soñadora, o de las constituciones que sabiamente redactó su pluma; o hasta pudiera convertir, a ésta, en la mejor tribuna política con solo hacer mía alguna de sus frases críticas contra los déspotas, demagogos y tiranos.

Podría comentar su visión profética volcada en la Carta de Jamaica, o su voz dulce y poética delirando sobre nuestro

Chimborazo; o tal vez, debería aplaudir su preclara inteligencia, la bondad de su espíritu, la sabiduría de sus consejos, su rectitud y severidad como juez o superior; quizás convendría deciros algo sobre su esmerada educación, sobre la maestría con que supo usar el idioma castizo o sobre la poesía que brotaba de su pecho en los sublimes instantes de la victoria o en los negros momentos de la decepción; tal vez me esforzaría por reencarnar su voz, y quizás con eso, también lograría arrullar en la paz y empujar al sacrificio en la guerra.

Podría comentar sus romances con Manuela Sáenz, aquella bella Manuelita, la loca Manuelita, la fiel Manuelita, la amada Manuelita que le obsequió Quito como el mejor presente que puede darse a un hombre que lo merece todo y que ya lo tiene todo; o mejor creo que debo delatar su otro, tal vez más profundo romance con esa dama inocente, tímida y escurridiza, que se llama Libertad, a la que nunca, ni siquiera él, supo poseer.

Debiera poner de ejemplo, su desprendimiento, su desinterés, su a-crisolada honradez en el manejo de los fondos públicos, su supremo heroísmo, y su férrea voluntad de triunfar; o a lo mejor, debo resaltar la magnanimidad con que supo resistir, impasible, los embates de la ingratitud y de la deslealtad.

Podría envidiar el magnetismo de su persona, capaz de arrastrar tras su corcel, agrandes multitudes de pacíficos campesinos que, al solo influjo de su voz, se convertían en esforzados andinistas prestos a cruzar los más lejanos horizontes o a convertirse en estoicos guerreros, dispuestos a brindar su vida para conquistar una feliz alborada para ¡atierra que les vio nacer.

Quisiera glorificar su paternidad de seis naciones, que son seis hijos de su genio y de su espada, que hoy reúnense en Santa Marta dispuestas a asombrar al mundo, proclamando una unión, basada en la doctrina bolivariana, que está muy próxima a plasmarse venciendo al egoísmo, a la ambición de los políticos, y a mil intereses creados, que nacen dentro y fuera de la comunidad de nuestros pueblos.

Tal vez convenga recordaros, hoy masque nunca, la permanente actualidad del ideal panamericano, de las tendencias que los inspiraron, de los anhelos que le desvelaron, o de los sueños que nunca se cristalizaron, aunque siguen siendo sueños de más de doscientos millones de seres humanos.

Bien pudiera rememorar mil acontecimientos de la vida de Bolívar, que llevaron a una transformación de los linderos de la Geografía de América, de la Historia del mundo, de los mejores conceptos jurídicos, de las más estrictas doctrinas políticas, o de las más difíciles ciencias sociales, podría deciros, cómo una sola vida tuvo la gran virtud de influir en el destino y futuro de tantas y tantísimas vidas.

No debería olvidar el juramento del Monte Sacro, su refugio en Jamaica, el arduo cruce de los Andes, las casi quinientas batallas, el abrazo de Guayaquil, el éxtasis al lograr la soñada independencia, sus proclamas, ni a Angostura, ni a Panamá; no quisiera ignorar los momentos en que llegó a deificarse al hombre, aunque esos instantes hayan sido el doloroso preludio del desengaño trágico, de aquella noche de septiembre o del solitario infortunio del huésped de San Pedro Alejandrino.

También como maestro, que me siento orgulloso de serlo, podría recordar a ese Don Simón Rodríguez, que con arte incomparable supo labrar sobre el orgullo y despreocupación de un linajudo rapaz, a la muy recia personalidad del Libertador de América, anhelante por ser el Arca de la Alianza del Nuevo Mundo.

Mi vanidad de ecuatoriano me obligaría a deciros que Quito, la tierra de los Shyris, le demostró como pocos pueblos, un grato amor filial al Libertador, se puso a sus pies, le instó a que more aquí el resto de sus días, le ofreció por trono el Chimborazo y por súbdito hasta al majestuoso Cóndor de nuestras cordilleras, y debiera mencionar, cómo Quito lloró y llora la muerte de Bolívar, seguro de que este solo aspecto, bien podría servir para una larga disertación en este día.

Podría, finalmente, hacer eco a José Enrique Rodó para decir de Bolívar su grandeza en el pensamiento, su grandeza en la acción, su grandeza en la gloria, su grandeza en el infortunio, su grandeza para clarificar la parte impura que cabe en el alma de los grandes o de su grandeza para sobrellevar en el abandono y en la muerte, la trágica expiación de la grandeza.

Aún pudiera buscar afanosamente la inspiración de las musas, que nunca llegaron a mí, para con la lira de Homero, hacer un poema en que podáis ver luego del esplendor de la Epopeya, la Odisea, en el ocaso de una vida.

Mas, como de todo ello, o más que ello, os va a hablar un verdadero maestro que realmente sabe y puede sentar cátedra sobre éstos u otros aspectos, nuevamente aprovechándome de mi privilegio de anfitrión, me abstengo de seguir haciendo un gran esfuerzo mental por identificar el tema del cual hablaros, y prefiero dejar con esa responsabilidad, al orador de fondo, al expositor principal, al señor Dr. don Guillermo Bossano.

Por cierto, antes, debo cumplir con la única misión por la cual debía hablar en este Acto; debo clausurar la exposición pictórica del doctor Hugo Suárez Troya, que por más de treinta días ha engalanado nuestra casa.

Dentro de este incansable itinerario de pequeños aportes a la difusión de la cultura, que es una de las finalidades de este Instituto, hace más de un mes, en acto que resultó realmente el más solemne de nuestro festejo por el Octavo Aniversario, nuestro Casa se vistió de Gala para recibir y escuchar a verdaderos valores de nuestro hacer literario, al Padre José María Vargas, al Embajador Filoteo Samaniego, a nuestro compañero Franklin Barriga, al magnífico Abogado y poeta, doctor Simón Zavala y a las aplaudidas poetisas Lucía de Bracho y Mariana Cristina García, todos ellos valores de nuestra época que nos dieron una noche de éxtasis cultural y poético inolvidable.

Entonces, con palabra erudita, el señor Rector de la Universidad Central del Ecuador Ingeniero Carlos Oquendo, abrió la exposición pictórica que aún permanece ante nuestros ojos e hizo una brillante presentación del médico-artista doctor Hugo Suárez Troya, resaltando cómo con tanta maestría ha sabido volcar su alma inquieta en una plástica llena de policromía e idealismo, llena de profundidad y pureza, llena de ambición y de modestia, llena de armonía y sentimiento, llena de pasión y de dulzura, llena de patriotismo y amor, llena de destreza y mensajes, llena de todo ese conjunto que se mira y aspira de la veintena de cuadros con que Hugo ha querido deleitar nuestra mirada y satisfacer nuestro espíritu.

La mayoría de participantes en el Seminario Técnico de ÁPICE, que con tanto esfuerzo colectivo organizamos y culminamos exitosa-mente en Galápagos, llegó hasta esta sala para admirar y aplaudir la muestra pictórica; varias delegaciones estudiantiles y profesionales la han visitado; por la iniciativa brillante de un joven inquieto, un colegio secundario íntegro, con profesores, empleados y dirigentes, en cinco jornadas llegó hasta esta Sala para extasiarse con ese arte, para oír hablar de nuestra evolución cultural, y para conocer de cerca y desde a-dentro al IECE; muchos comentarios elogiosos han aparecido en todos los medios de comunicación colectiva; soy testigo de cómo varios conocedores de este arte han competido sanamente por adquirir estas obras a fin de exhibirlas orgullosamente como verdaderos tesoros que son.

Más, mi voz no es autorizada para hablaros de esta muestra pictórica, de su éxito y de su mensaje, ya que me he confesado inculto por naturaleza, y por ello, poco o nada puedo deciros que no podáis apreciarlo objetiva y personalmente cada uno de vosotros. En cambio, quizás sí estoy autorizado para hablaros del artista, porque lo conozco desde la infancia y sé de su apasionada lucha por elevados ideales, de su sinceridad, de lo sano de su alma, de lo puro de su pensamiento, de su incomparable lealtad, y de su esforzado sacrificio por los amigos o por las causas justas. Podría hablar mucho de Hugo Suárez, porque lo conozco como pocos, le aprecio como ninguno y le respeto más que a muchos; mas, todos saben que él es algo más que mi hermano, y hablar de él, sería como alabarme a mí mismo, os pido que me permitáis no deciros todo lo que siento y pienso y que me perdonéis que solo diga al doctor Suárez un profundo y sincero gracias, un sentido gracia por habernos permitido la oportunidad incomparable de deleitarnos y aprender con esta exposición, que orgulloso como anfitrión satisfecho, tengo la honra de clausurar en este momento.

Finalmente, mil y mil gracias al señor doctor Luis Romo Saltos, que con una nueva demostración de la caballerosidad, cortesía y gentileza que caracterizan a los componentes del Ateneo Ecuatoriano, ha hecho incomparables muestras de afecto en su elogiosa presentación a mi persona. Gracias a los invitados que nos acompañan, y muchas, muchas gracias para todos los presentes que, benévolamente, se han dignado escucharme en tan largos desvaríos.

ESTE DISCURSO  FUE PRONUNCIADO POR EL DR. ARTURO VIZCAÍNO SOTOMAYOR EN SU INCORPORACIÓN AL ATENEO ECUATORIANO, DURANTE EL ACTO QUE SE CUMPLIÓ EN QUITO, EN DICIEMBRE DE 1980, EN  EL IECE, EN CONMEMORACIÓN AL SESQUICENTENARIO DE LA MUERTE DEL LIBERTADOR SIMÓN BOLÍVAR. 

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