Don Georgino (Cuento)

Por: Rodolfo Bueno

Los compañeros de Eduardo eran unos avivatos de primera, expeditos en cientos de triquiñuelas para robar a la compañía lo que podían y a los clientes gasolina y aceite. Le exigían ser su compinche. “¡Estás loco! En este puerco mundo todos roban y el mismo patrón te explota”, le dijo en cierta ocasión el Cholo Yagual, un joven retaco y vivaracho de la península. “Cholo, crees robar al patrón, pero en realidad robas a tus compañeros, a esos infelices les cobran lo que se pierde, y algunos clientes son tan o más pobres que nosotros”, le contestó. “¡Quien los manda a cojudos! ¿Por qué no participas en la compra de papeles?”, insistió.

Se refería a que los choferes de las bananeras pagaban la gasolina con facturas; ponían doscientos galones en vez de doscientos cincuenta, y el dinero que sobraba lo repartían con el gasolinero. “Tú sólo hazte el Otto y deja todo en mis manos”, volvió a porfiar el Cholo Yagual. El comportamiento de ellos le hacía a Eduardo sentirse un esquirol. En menos de medio año se hizo imposible mantener su presunción de hombre íntegro y entró en el negocio. Se sentía inmerso en un enorme mar de estiércol donde para sobrevivir hay que aprender a sacar la cabeza para respirar.

Su jefe, Don Georgino, tenía una personalidad muy controvertida, porque a pesar de identificarse con los fascistas sacó a Eduardo de la cárcel en una oportunidad. Durante la administración de Camilo Ponce se construyó en un sitio inapropiado el Puerto Nuevo de Guayaquil, también se creyó que existía un negociado en el proyecto; la oposición organizó una marcha de protesta. De repente, un piquete policial rodeó a los manifestantes. Se le pidió a un oficial que les permitiera disolverse pacíficamente, pero él explicó que sólo cumplía órdenes del señor Gobernador e indicó que éste estaba en el cuartel Modelo.

“Vamos, Eduardo”, le propuso un dirigente. “Buenos días, señor Gobernador”, lo saludaron apenas entraron. “Sí, señores, ¿en qué los puedo servir?” Su compañero inició una encendida perorata: “Es ilegal que una multitud…” El Gobernador le indicó: “Por favor, caballeros, les ruego que tengan la fineza de esperarme un momento en el casino de oficiales, debo atender un problema. Cuando me desocupe, los escucharé con todo gusto”, lo interrumpió el Gobernador sin dejarle terminar su razonamiento. “Capitán, acompañe a los señores, vea que estén cómodos y no les falte nada”, ordenó con potente voz a un oficial de la Policía Nacional.

Durante todo ese tiempo, Eduardo permaneció asombrado por las muestras de respeto que tan encumbrada autoridad del Estado manifestaba a un dirigente comunista. “Muy agradecido, señor Gobernador”, le contestaron en forma cortés y se encaminaron al casino donde esperaban descansar a cuerpo de rey. Entraron con mucha parsimonia y ¡qué sorpresa!, se toparon de manos a boca con otros activistas de la oposición, que les contaron que allanaron sus casas y los arrestaron por orden del Gobernador. En cambio, Eduardo y su camarada, con sus propios pies, se habían metido en la boca del lobo, igual que dos niños inocentes.

Eduardo se dirigió al guardia: “Tenga veinte sucres para las cervezas y permítame hacer una llamada”, le dijo desesperado. “Está bien, hágala rápido”, aceptó el cancerbero de la ley. Sabía que don Georgino le apreciaba, había dado suficientes pruebas de ello. En ocasiones salía a conversar con él de literatura o de cualquier otro tema, y cuando en horas de la noche había poco movimiento, fingía no darse cuenta de que Eduardo se dedicaba a estudiar.

En cierta ocasión lo sorprendió leyendo Kaputt. “¿Quién es Malaparte?”, le preguntó. “Un escritor anarquista”, contestó Eduardo. Don Georgino enseguida se interesó por ser el autor, toscano como sus padres. “¿Me lo prestas?”, lo interrogó con tono autoritario. Al día siguiente se le acercó y le gritó lleno de ira: “¡Eduardo, en una de estas te voy a despedir! “¿Por qué, don Georgino?, le preguntó asustado. “¡Por leer huevadas!”, dijo y se encerró en su despacho.

Por eso se jugó la última carta, pedirle auxilio. “¡Haló, don Georgino, habla Eduardo. No puedo trabajar la tarde de hoy”, dijo casi tartamudeando. “¿Por qué?”, refunfuñó desde el otro lado de la linea don Georgino. “Estoy detenido por órdenes del señor Gobernador. “¿Cómo así?, preguntó. “¡Cuelgue el teléfono, viene un oficial!”, se escuchó la voz del policía. “No lo sé”, dijo Eduardo y colgó el auricular.

A pesar de encontrarse cómodamente detenido, se sentía igual que diablo en misa cantada. Si a los pocos minutos se sentía así, ¿qué hubiera sentido luego del año al que fueron condenados sus camaradas?

A las siete de la noche entró un oficial. “¡Ven acá. Acompáñame!”, gritó con voz autoritaria. “¿De dónde rayos sacaste palancas tan altas?”, le preguntó el Gobernador visiblemente contrariado. Tenía una mirada mefistofélica y en sus labios bosquejaba una ligera sonrisa de hiena. “¡Cómo puede una persona tan bien relacionada ser comunista!”, le increpó con voz alterada, ensalivándole el rostro. Mientras tanto, Eduardo pensaba en un discurso acorde a las circunstancias, pero el Gobernador no le dejó pronunciar nada. “Para mí, el mayor de los delitos es ser comunista, y tú lo debes ser, pues te vi llegar con uno de los hijoeputas que dirige esa cagada. ¡No sé si libero a un criminal o un inocente! ¡Vete antes de que me arrepienta!”

Se alejó sin decir nada, tomó un taxi y se dirigió a la gasolinera; Don Georgino lo recibió con muestras de alegría. Eduardo no entendía un bledo, pero de repente comenzó a descubrir que los seres humanos no están fabricados en un mismo molde y son impredecibles. Don Georgino había movido cielo y tierra para librarle de la cárcel sin importarle que Eduardo sea comunista. No, no lo entendía.

Más adelante se le aclaró el panorama, Camilo Ponce había roto con Velasco Ibarra, cuyo movimiento, el velasquismo, al que pertenecía don Georgino, había pasado a la oposición. Tanta tirria le tomó Ponce a Velasco, a quien le debía la presidencia de la República, que para no posesionarlo renunció momentos antes del fin de sus mandato y encargó la trasmisión de mando a Francisco Illingworth, el Vicepresidente.