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El Quito de la Suca

Por: Dr.  Pedro Reino Garcés

Hstoriador/Cronista Oficial de Ambato

Con sustento en el relato de Juan Acurio

Quito es una mujer vencida, recostada en un laberinto profundo de impotencias en medio de los lomeríos abandonados a la fertilidad de sus descubridores pasados y presentes. Quito es una hembra acosada por los políticos que la tienen acorralada en lechos de placeres montados en los entornos de la Plaza Grande. Por eso está llena, como una cama de historia, como una concubina preñada por desconocidos. A veces aborta sucesos, grita y se desgarra; hasta que alumbra independencias. Siempre engendra luces y sombras renovando su virginidad protagónica. A veces canta victorias, y otras, oculta sus derrotas. Es algo así como una fémina ninfómana que esconde la trampa del deseo.

Quien llega a ‘la Capital’ toma un orgullo raro. Ese que le salta al ego  desde esa evaporación triunfalista de los republicanos. Orgullo de “chulla quiteño” con corbata y sin camisa, apariencia de puños y de cuellos blancos que engalanan la demagogia de sus ropajes y de su calificado verbo de “plantillas”.

Quito de las décadas de los sesenta y de los años setenta era un cholerío andino de inmigrantes provincianos con sabor a pueblo grande en el sentido más hermoso que  tienen nuestros espacios urbanos. Quito era la patria nueva de los expatriados de sus pueblitos humildes, de quienes sufren de recaídas por las fiebres del abandono contagiadas sobre sus piedras del coloniaje.

El Quito  al que fui a estudiar en la facultad de Medicina de la Universidad Central, después de un año de haber terminado el servicio militar obligatorio, era un laberinto de piedras históricas y de barrocas palabras fogosas que se silenciaban con los discursos de los ‘salvadores de la Patria’.

Cuando pasaba por esas calles repletas de balcones sabía que, en todos ellos, todavía vivía Velasco Ibarra y resucitaba la misma demagogia desde cualquier calavera con un dedo acusador que volaba por los aires.

Me iba por la “Calle de las Cruces” pensando en que García Moreno estaba parado ahí, como un ídolo torpe,  con esa obsesión empedernida que hasta se lo veía descascarándose de la mierda de las palomas.

Siempre que oía los disparos de la policía persiguiendo a los guambras de las manifestaciones, me llenaba de rabia por lo que le hicieron a Eloy Alfaro en nombre de la Patria edificada entre balas y  obsesiones.

Y cuando veía las cúpulas de las iglesias coloniales, pensaba en tantos curas sin cabeza, en tantos padres Almeidas  dotados de tremendas herramientas para fecundar el trigo de la fe, principiando en los  monasterios. Pobres Cristos crucificados que oían lo que repetían los frailes: “Hasta la vuelta Señor”, cuando se escapaban por los ventanales de la lujuria a practicar las pedagogías del amor en los conventos llenos de palomitas inmaculadas.

Y hasta me encontraba con los hijos de Cantuña y de Caspicara, corriendo de loma en loma, repletos de bailejos, plomadas, niveles, martillos, brochas, pinceles. Recuerdo cómo iban capturando a su paso los rostros de sus cristos diarios, y de magdalenas de rostros aborígenes. Llegaban a “la obra” y seguían dejando inconclusos  los techos de las casas para que puedan entrar y salir los diablos que necesita una ciudad para mantener sus tradiciones.

Yo era uno de los pocos ambateños “patojos”, provincianos, guaytambos metidos en el gran problema de la superación personal. Yo estaba entre los que habíamos ido a la universidad de  clase media. De ese magno Centro de Estudios que fue la Universidad Central salíamos con dos títulos: el de la profesión y el de revolucionarios.

El autobús que llegaba de provincia nos dejaba en la avenida llamada “Veinte y Cuatro de Mayo”, nombre puesto a una quebrada que los curas de la colonia bautizaron como “Jerusalén”, y que se la veía rellenada de escombros, prostitutas callejeras, vende muebles, vagos, rateros, matorrales, cargadores y malandrines. La habían puesto “24 de Mayo” para recordar la fecha en que los patrones de Quito habían recibido a venezolanos y colombianos para casarlas  a sus hijas con mulatos uniformados y otorgarse la libertad de no contribuir con sus fortunas a los reyes de España. No querían ser más los esclavizados intermediarios de los tributadores a la península; sino que habían descubierto que mejor era  quedarse con el botín entre criollos nobles. Frente a los indios resultaban más nobles que los propios peninsulares.

Toda esta gentuza que pululaba por allí buscaba sus víctimas y sus clientes. Se sabía que muchos provincianos que entraban y salían de la Capital, caían en esas trampas de la melosería, y en las garras de invitaciones tentadoras y peligrosas que ofrecían ciertas “damas de protocolo” que nos esperaban para darnos la bienvenida.

Yo pensaba cívicamente, de acuerdo a mi educación, en la fecha “24 de Mayo”, y surgía en mí esa  asociación sustitutiva: en vez de ser fecha de mi Independencia Nacional, pasó a mí entender como ‘Día de la Prostitución Republicana’.

Muchos  parroquianos o provincianos, como nos llaman a los que llegábamos a residir en la ciudad capital, al comienzo, invadidos de la nostalgia de la patria chica, del terruño donde nacimos; y con la intriga de no saber qué nos esperaba en estas tierras nuevas, y el hecho de buscar donde comer, donde vivir; caíamos engatuzados en las trampas de ladrones y prostitutas que nos “cobraban el piso” por ser chagras ingenuos.

Junto a algunos primos, también estudiantes, y una prima ya profesional que trabajaba y residía en la Capital, la que hacía las veces de tutora y jefe del grupo, arrendábamos una casita en pleno centro de la ciudad, por la “Avenida América”, cerca del Hospital del Seguro Social y del  prestigioso colegio  Nacional “Mejía”, conocido gamonalmente con el mote de “Patrón Mejía”, que estaba a pocas cuadras de la Universidad Central.

Salíamos a diferentes horarios a recibir clases, pero por la noche, casi siempre estábamos reunidos todos. Algunas veces, yo les invitaba a jugar una partidita de póker, que en nuestras circunstancias sólo tenía un objetivo: hacer más fácil y llevadera nuestra estancia lejos de casa. Las apuestas eran muy pequeñas que solo servían para pagar alguna comida.

Otras veces simplemente nos reuníamos para platicar cómo nos había ido en el día, o sobre  nuestros problemas, pesares y alegrías. Entonces las bromas, los recuerdos y hasta las escaramuzas de amor, contadas como picardías, nos alegraba el alma.

El barrio donde vivíamos era lindo y acogedor. El “Barrio América”, en su tranquilidad solo  era interrumpido ocasionalmente por las protestas callejeras de los estudiantes del Colegio Mejía; o cuando el bullicio de la sirena de una ambulancia que pasaba veloz, llevaba algún paciente al Hospital del Seguro.

¡Cómo le recuerdo a “La Suca”!, la que era dueña de la carnicería de la esquina de nuestro barrio. Las esquinas de las calles de Quito eran los lugares más cotizados para todo. No hay nada mejor que tener casa esquinera, ni cosa más importante que tener tienda esquinera. Y “la Suca” era la mejor mujer esquinera por donde se la viera. Es que no se puede solamente contar, sino que habría de comprobarse  mirándola todas sus esquinas, de pies a cabeza, de frente y de espaldas, de norte a sur. Me hacía pensar en la bola de la Mitad del Mundo e imaginarme el paso rozante por su línea equinoccial. ¡Cómo sería ella parada entre dos hemisferios, con una teta en el hemisferio norte y la otra nalga en el hemisferio sur!

Toda ella era blanca, pero de esas blancas color de carne transparente, que de tan blancas son rosadas, como pétalos de rosas rosadas que de tanto mirarlas se nos parecen blancas y encarnadas.

La “Suca”, o sea esa gringa de pueblo, tenía el pelo de vaca colorada, o como plumas de gallina bermeja de campo, a las que le brillan todo con el sol.

En su cuerpo estaban todas las proporciones de la carne que vendía. Toda ella era una tercena digna del mejor barrio de la Capital. Tenía pulpas por todo lado, hasta en sus vitrinas más íntimas. Exhibía unas piernas completas de vaca, de las haciendas de Machachi, que las ofrecía al público, tanto para pesar por libras, como hasta por arrobas. Ofrecía costillas tan amplias que no cabrían ni en las parrillas ni en una cama de una plaza en las que dormíamos los estudiantes. Tenía unos brazos  como piernas de huahua, que los extendía para que la gente palpara antes de solicitarle una librita. Yo veía en la cabeza esos grandes ojos tiernos que se habían quedado abiertos de pasión sobreviviendo vivitos en la carnicería. Con decirles que ya no sé si estoy hablando de ella o de la vaca de la bendita carnicería.

A estas alturas del relato ya no importa si les digo que todo el barrio, enfermos de pasión, deseaban besar los  gruesos labios de la vaca o de la vendedora que atraía a sus clientes, siempre vestida con una minifalda, la que se había puesto de moda por esos años. Y se ponía ¡unas blusas!…que para qué les cuento… con un escote tan abierto que parecía que los senos se le iban a salir volando. Todos decían que son como  ubres de  lechera de hacienda. Cuando se movía con el cuchillo cortante, mirando a los compradores, en todo su cuerpo se producía un terremoto. Parecía que se iba a desmoronar el Panecillo que se le había multiplicado por toda su geografía.

A los clientes que acudían más a mirarla que a comprar un tsoto de carne, les provocaba una rara tembladera del cuerpo y una opresión del pecho. Ella se daba cuenta y nos advertía que habíamos llegado con el mal del nervio, pero que con el del toro podíamos mejorarnos, nos consolaba.

Los que hemos vivido en Quito podemos dar fe de la carnicería en la calle transversal llamada “Buenos Aires”. La “Suca” tenía un nombre de pecado. Se llamaba María Magdalena, y debió ser tan pecadora como la de los tiempos bíblicos. ¡Quién fuera Cristo! para retribuirle lavándole los pies. Seguro que los pecados se desvanecerían mirándola de reojo. Pero sacarla de su carnicería era como si se tratara de retirarla de la Biblia. Era para muchos de sus discípulos una tarea que tiene que ver con las mujeres que se llaman imposibles.

No me pueden creer, pero es la pura verdad lo que le pasó a don Alberto Rodríguez, un viejito cascarrabias vecino nuestro. Me contó que un día, sólo por haber visto las piernas blancas y los senos grandes de “la Suca”, casi saliéndose de su blusa, fue a parar al Hospital del Seguro, atacado por una crisis hipertensiva y una taquicardia severa.

¡Casi me voy al hueco vecinito!, me dijo; y sólo por haber visto las piernas y las tetas de “La Suca”.

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