(Nueva novela de Pedro Reino en preparación)

Foto: Fundación Esquel
Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Cuando pasaba y repasaba por el largo parque de “El Ejido” en Quito, Don Alfonso de los Monteros se sumergía en un mar lleno de árboles que escondían pájaros, caminantes, troncos carcomidos y viejos; mujeres de pueblo que vendían comidas, canchas de juegos de pelota, malandros, putas para los de la Mariscal que era gente “de clase”; artistas plásticos, etc. Siempre se le ocurría tratar de resolver los enigmas del pasado quiteño, ese que se desarrollaba al pie de esas islas abandonadas que son sus lomas, olvidadas por Dios cuando se mudó de mar.
¿Cómo era El Ejido antes de que la ciudad empezara a desbordarse hacia el Norte? ¿Por qué iba quedando el bosque atrapado entre la colonia y la modernidad que se perfilaba hacia las dilatadas llanuras del Iña-Quito donde mataron a un virrey entre inmigrantes españoles arreando indios a la contienda?. Don Alfonso iba palpando que “El Ejido” estaba lleno de espacios verdes, con grandes y viejos árboles de pino, molles, cedros, magnolias y eucaliptos.
Hay que decir sin embargo que es la gente la que va imponiendo definiciones a los espacios, de acuerdo a los tiempos. Para algunos, El Ejido, en el día, es el sitio enigmático, para reunión de turistas e intelectuales que buscaban la Casa de la Cultura en uno de sus costados. Para otros, es el lugar donde están los vagos, los rateros, y malandrines de mejor estatus. Y en los últimos tiempos, El Ejido ha vuelto a ser el campo abierto para que lleguen los indios a juntarse en procura de luchar por dádivas del gobierno en su propia patria perdida.
Don Alfonso iba pensando en escribir una crónica en tiempo pasado y decir:
¡Allí! se reunían para jugar a las cartas, al vóley (deporte muy popular frente a una red con una pelota). Ahí los viejos se juntaban para jugar a las “bolas” y a los “cocos”. Cerca de ellos estaban siempre las “comideras”, mujeres humildes que llegaban de los pueblos vecinos y de los barrios más pobres y alejados de la ciudad, para ofrecer costumbres de pueblo en lo que llamaban “cosas finas”: canastones de mote con chusso fritada envueltos en manteles blancos; salchi papas, papas con cuero y huevo duro llenos de manteca de achiote; catsos (escarabajos blancos) con tostado; chochos con su tajita de limón y con tostado; los famosos ceviches de churos, choclos con queso, jugos y refrescos.
Esas mujeres tenían un raro brillo de ternura en sus miradas, una sonrisa abierta y franca; y una ingenuidad, espontaneidad y dulzura para con sus huahuas que llevaban a sus espaldas. Si lloraban, sin sonrojarse y más bien felices, sacaban sus pechos delante de todos los compradores o ‘caseritos’ para dar de amamantar a sus hijos, mientras expendían a sus clientes.
Algunos de los vagos y malandrines que merodeaban el lugar, eran los maridos de las venteras, como se les conoce a estas vendedoras.
Don Alfonso, entre sus aficiones de genealogista y bibliófilo que no quería revelarlo, escribía sus apuntes tan solo por pura afición. Por eso había puesto en sus apuntes:
Pero El Ejido era una cosa muy seria y diferente desde los fondos de la historia y el filo del anochecer. Los bosques en la noche de las ciudades atraen a otras aves. Atraen a los fantasmas que son los mismos del bajo mundo que se visten con los trajes de todas las incertidumbres. Desde la Avenida “10 de Agosto”, los faroles del alumbrado público no podían alcanzar con su luz a ese mar de árboles que envolvían tinieblas entre oleajes enrarecidos. Salían todas las tarántulas, los murciélagos, los búhos y hasta los tiburones y lagartos de tierra, desde sus profundidades. Allí se acicalaban los chucuris de la política, que son como los chupacabras en miniatura que succionan la sangre de sus cuyes. Muchos cuchillos desnudaban sus dientes hambrientos, procurando mordiscos a quienes pretendían ser más listos que el apuro de caminar en la oscuridad. “Diez de Agosto”, primer grito de libertad de América. Los malandros lo evidenciaban y lo practicaban.
Don Alfonso acostumbraba cruzar por ahí antes que la capa de tiniebla le sorprendiera en esos retiros, porque era su paso obligado para llegar más pronto a su casa. Una lejana lección de historia volaba a su memoria como ave que llegaba tarde a su nido. Los árboles entre luces y sombras eran los fantasmas de indios y españoles resucitados de la primera guerra civil de la conquista. Don Alfonso se cuestionaba a sí mismo, por lo que había leído, que no fue tan guerra civil entre españoles, porque fueron movidos a pelear entre indios, los de Popayán defendiendo al Virrey y hasta los cañaris del lado de los pizarristas. ¿Qué pasará si algún día escribo que fue una guerra intercultural de las ambiciones?
En esas tinieblas del olvido debió haberse cruzado entre tantos malandros, las que eran las sombras resucitadas de los acompañantes a Gonzalo Pizarro, declarándose independientes del Rey de España.
Pensaba que algún tronco viejo y a medio quemar, debía ser el recuerdo del virrey del Perú, Blasco Núñez de Vela, que como “realista” fue decapitado en ese mismo campo de batalla un 18 de enero de 1546. ¿Qué atrevido teatrero de la calle será el nuevo Gonzalo Pizarro, simulando estar convencido que él podía establecer su imperio favoreciendo a los encomenderos, para lo cual hizo pelear teatralmente a los propios indios en su defensa? ¿Fue otro tipo de guerra civil entre nativos?
Entre el susto y la memoria, apresurando el paso cuando cruzaba sus senderos polvorientos o fangosos de El Ejido, se imaginaba que al regresar a ver, se le aparecería flotando en el aire la cabeza del Virrey, toda sangrante y mutilados sus puntiagudos bigotes. Tenía la idea que podía correr sangrante a sus espaldas, procurando alguna medicina, o rogándole que no usaran su cráneo para curación de locos. Entonces se ponía a rezar saltadamente fragmentos de oraciones que sirven para apaciguar los miedos: Padre Nuestro…perdónales porque no saben a quién lo hacen…Dios te salve oh Patria, mil veces oh Patria, llena eres de gracia como el Josemaría…
En eso se acordaba que no rezar completo acarrea los malos espíritus dominados por el diablo; y asimismo sentía que a sus espaldas venía indignado un fraile franciscano tras la cabeza decapitada del Virrey, pretendiendo darle protección. Y sentía tumultos que querían cortarle sus bigotes o apoderarse del cráneo para curar los males de tanta locura que cundía entre los conquistadores.
Estando en esos sustos, cuando se le ocurrió regresar a ver, había pasado muy de cerca a una prostituta que sin más ropa que un abrigo de piel, que parecía capa de franciscano, hacía negocio con un príncipe de sangre real, al que ella le palpaba los silicios que le ahorcaban en los recovecos de su pubis .
Para cambiar sus pensamientos salía del parque meditando en que no han hecho un monumento a otra recordación: Fue en Quito donde se cortó la cabeza del primer virrey del Perú. ¿Sería un hechizo implorado por los indios brujos?