La penúltima batalla de Mariano Montes

Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia

Esta mañana está más pesada de lo normal, como si la gravedad descargara sus plomadas hasta dejar una fastidiosa náusea que hace una no muy amable combinación con la Fluoxetina, después del desayuno. Llevo 52 días acá y —créeme, Marianito—, pese a todo, el ritmo con que discurren las cosas me es soportable; pero el dichoso caldo de huevo en el desayuno…  ¿a quién se le ocurre semejante barbaridad? Para evitar regaños, intercambio mi plato con el compañero de cuarto. Dicen que es un bipolar peligroso ¡Baj, las etiquetas! Jugamos naipes y se deja ganar; luego, se encierra: a lo mejor, se asusta cuando le cuento la forma en que vi morir a mis padres. Siempre la gente se sorprende cuando digo mis cosas con tanta naturalidad, pero no saben lo que vivo cuando me pesca el insomnio, que se introduce en mis huesos hasta dejarme con el aliento destrozado como las murallas de Jericó.

Mira que, los primeros días, sentí un deseo enorme de desaparecer. Me acordé de cuando derrumbábamos imperios; siempre éramos Aníbal y Odoacro. Era malo amar tanto la guerra, pero nunca tuviste más elección. No tuvimos la culpa de nacer en un país tan desgraciado y viperino. En realidad, uno no tiene la culpa siquiera de nacer… sí la de morir, pero la muerte no nos merece. Fueron 8 balazos los que tronaron, mientras comías el caldo de huevo y solo te atinaron uno, con el que nunca bastó para que te mataran del todo; pese a esto, jamás me he perdonado que no estés conmigo. Les importó un carajo que solo tuvieras 10 años, y me dejaron con la culpa.

Discuto con la enfermera de los martes, una señora bonachona que contonea sus voraces caderas que le quedan muy bien con la sonrisa que siempre se le dibuja. Me dice que, algún día, derrocaré un imperio y saldré mentalmente sano, como una persona normal… ¿qué es una persona “normal”? ¿La que se niega a sentir la esencia de las cosas, sin saber que simplemente está ignorando las cruces que se hacen más pesadas con el infierno de la culpa? ¡Naj! Desconfío de las personas “sanas”; los locos, en cambio, somos leales a lo que creemos, a lo que sospechamos, a lo que amamos. Sin nosotros no habría verdades, ni arte, ¿qué sería de los pueblitos sin sus locos?… Los locos son ellos, seguro.

Siempre nos tienen miedo: no podemos ser amados, porque piensan que uno se va a suicidar en cualquier momento, como si fuera tan fácil. Además, no saben que uno muere todos los santos días, cuando de los recuerdos se desenreda algún discurso que ayude a sobrellevar el peso inexorable de las reencarnaciones.

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Hoy es la cita con el doctor: es jueves, todos los días son jueves; incluso los martes. Mejor, me encierro, para no escuchar el dichoso nombre.

—¡Ramiro Llanos! —pregona la enfermera.

—¡El señor Ramiro Llanos! —insiste.

***

—Me llamo Mariano Montes, ¡Mariano Montes es mi gran malparido nombre!