Por: Rodolfo Bueno
Hay amores que jamás se olvidan, generalmente son los más inocentes, aquellos que inducen a leer a Neruda, cuando el que ama de verdad, ama aunque no se lo ame y la inspiración le impele a escribir versos cursis, pero tan íntimos como el palpitar del corazón. Perduran en la sima profunda de nuestra psiquis y afloran en raras ocasiones.
La muchacha de la que Eduardo se enamoró debió ser la más linda que ha nacido en el planeta, tenía quince años y se llamaba Lupita. La vio por primera vez en la temporada de cometas. Él había fabricado una grande y hermosa, que revoloteaba tan alto en el cielo que apenas se la podía distinguir. Ella tenía una raquítica y deforme que, en lugar de elevarse, se arrastraba por el suelo igual que un reptil con una pata rota. Con cortesía farisea le brindó la suya; esto la hirió en su amor propio. Lo miró con desprecio y lo mandó a freír micos en sartén de palo. Su actitud le hizo sentir como un pejesapo que se asfixia fuera del agua y le abrazó un calor que le quemaba hasta el guargüero a pesar de que sudaba hielo seco por los poros. En medio de su turbación juró para sí que se casaría con ella.
Lupita tenía un hermano al que llamaban Loquillo, por ser más buscapleito que el personaje de las tiras cómicas. En su interés por llegar a ella, se hizo su amigo. Eduardo era mayor de edad y desde hacía muchos años practicaba el sexo de manera casi continua. Esto lo convertía ante los ojos de Loquillo en un experto al que escuchaba anonadado su libre discurrir sobre tan espinoso tema y lo consideraba un sabio poseedor de vastos conocimientos en una materia que él, joven sin experiencia sexual, estaba ávido de explorar. Sin saber cómo explicarle el placer que se siente cuando se practica tan excitante acto, le enseñó a masturbarse. Como eso resultó insuficiente, lo llevó a los prostíbulos de la calle Colón. A Loquillo lo acompañaba un gigantesco entusiasmo y un desmesurado temor. También lo llevó al río, donde Loquillo aprendió a capturar camarones con una latilla de caña guadúa como aparejo para pescar, un pedazo de papel como mango, una aguja doblada como anzuelo, una hebra de hilo de coser como línea sin anilla y patitas de cangrejillo como carnada.
Bajo su influencia, Loquillo poco a poco comenzó a sofrenar su carácter explosivo, gracias a lo cual, Eduardo logró que Lupita respondiera a su saludo. Pero nunca pudo soportar la ternura de sus grandes negros ojos y cuando ella lo miraba o le daba la mano se sentía más seco y chupado que la momia de Ramsés, sus huesos se hacían añicos y se desplomaban causando un gran tremor, que él temía ella percibiese.
Empezó a frecuentarla en las vísperas de Año Viejo, cuando todo el mundo, según la tradición ecuatoriana, hace un monigote que representa al año que se va, rellenándolo con viruta y torpedos explosivos; le viste con ropa zurcida y repleta de parches, le coloca una careta y le ubica en un rincón de la calle para quemarlo a las doce de la noche. En este momento hay tantas fogatas y es tal el estampido de cohetes, que atruenan el ambiente, que da la impresión de que todas las ciudades del país están envueltas en un gigantesco incendio provocado por un inconmensurable bombardeo aéreo. Esta festividad representa la superación de todos los avatares del año que fenece.
Eduardo le ofreció a Lupita llevar la vestimenta para el monigote. Le robó a su primo Guambrillo una camisa flamante, una corbata de seda, un par de zapatos de charol y unos pantalones de casimir inglés. “Da pena quemar cosas tan finas. ¿No tienes algo más viejo?”, le preguntó la madre de Lupita sorprendida por la magnificencia de la donación. “No se preocupe, son tonterías”, fanfarroneó Eduardo. “Tengo ropa usada de mi esposo; mejor regresa estas cosas a tu casa”, insistió la señora. Eduardo no podía hacerlo, Guambrillo lo hubiera molido a golpes.
La tarde del fin de año, cuando Guambrillo quiso ataviarse con lo más futre de su vestuario, no lo halló por ningún lado. “¡Abuelitaaa, este energúmeno ha escondido mi ropa y por pura maldad no me la entrega” gritó enrojecido de furia. “¡No es cierto! ¡Que busque en mis cajones si quiere!”, se defendía Eduardo como un consumado hipócrita. Guambrillo buscaba y rebuscaba, pero ya era tarde, su ropa logró que el Año Viejo de Lupita luciera como un maniquí de la Quinta Avenida.