Por: Sonia Manzano Vela
La novelística nacional, desde los inicios del siglo pasado, ha reclamado por la obra que aborde un tema de capital significación para la historia de nuestro país: el del ferrocarril Guayaquil-Quito, magna hazaña de ingeniería que se constituyó en la columna vertebral del Ecuador al vincular dos regiones, la costa y la sierra, a través de una línea férrea que tradicionalmente ha sido considerada como «la más difícil del mundo».
TREN A CHUCHUBAMBA, novela de Pedro Reino (como así, con tal membrete debería ser llamado su autor) la que con todo merecimiento obtuvo el Premio Nacional de Literatura Miguel Riofrío, 2014, certamen convocado por la C.C.E. Benjamín Carrión, Núcleo de Loja, llena con plausible calidad el vacío mencionado, al desarrollar una historia que no solo se desplaza desde las estaciones de Duran hasta la de Chimbacalle, atravesando por poblaciones «que viven como fantasmas entre la abertura de la cordillera de los Andes», sino también por un trayecto que carece de final, que no es otro que el de la memoria de nuestro país, la que en la obra que comento evoca con estilo magicista, no exento de una cierta dosis de romanticismo decimonónico, los hechos más significativos que se suscitaron en el Ecuador desde el arribo al poder del Liberalismo, a finales del siglo XIX (Alfaro), no sin antes haber librado una encarnizada batalla con el conservadorismo, a la que después le sucedió, paradójicamente, la que tuvo que librar con una facción de liberales opositores al régimen del «Viejo Luchador», pugna fratricida que derivó en el cruel martirologio al que fue sometido el General Eloy Alfaro, antes de que sus restos terminaran calcinados en una atroz «hoguera bárbara».
TREN A CHUCHUBAMBA, entonces, es la memoria que conserva el país del período anotado, pero también es una suma de historias particulares, cada una de las cuales ocupa un vagón diferente, en un convoy en el que viaja, desdibujada por el tiempo, «gente que todo lo transformaba en palabras y palabras».
La realidad se mezcla con la ficción, la historia con el mito, el reino de los muertos con el de los vivos en esta novela «ferroviaria», dentro de la cual convergen relatos autónomos, tratados con tanto detenimiento y prolijidad de detalles, que bien ciertos capítulos de esta obra podrían ser considerados como virtuales embriones de novelas que piden a su autor ser llevados a su pleno desarrollo.
La atmósfera característica de las estaciones de la vía férrea: pitidos de trenes, vaharadas de vapor, barullos de pasajeros que llegan o que parten, ha sido verbalizada, con notable fidelidad, por Pedro Reino, por lo que, quien se interna en la lectura de TREN A CHUCHUBAMBA, irremediablemente pasa a constituirse en un pasajero más de esos que están plenamente convencidos de que «el paisaje se mueve cuando se viaja tras una ventana».
El escenario central de este abigarrado haz de destinos geográficos por el que nos lleva la pluma del autor, es la población de Chuchubamba, mordida por la niebla andina y asentada «sobre un mar de arena volcánica», locación en la cual se genera un considerable porcentaje de relatos que en sí sobrellevan una ostensible carga poética, la que se hace visible a través de recursos propios de la lírica, tales como símiles, metáforas e imágenes reconociblemente estéticas.
Pero, a más de ser una obra poética, en TREN A CHUCHUBAMBA encontramos la confluencia de dos tipos de realismo: el fotográfico, con un trasfondo político contestatario, y el realismo magicista o maravilloso, con visos entre ruínanos y garciamarquianos, siendo este tipo el que caracteriza a los mejores capítulos concebidos por el narrador, entre los cuales sobresalen, con luz deslumbrante y propia los titulados «La señorita del abanico», «Los recuerdos», «Las tetas de la señorita Cloti», este último una reveladora y deleitosa muestra del talento narrativo que posee Pedro Reino.
La voz discursiva que recorre las páginas de la sugestiva obra que comentamos, no pertenece exclusivamente a la del narrador, ya que con frecuencia se prioriza sobre ésta, la voz del ensayista, con fuertes acentos montalvinos, la que se hace perceptible a través de sendas reflexiones filosóficas cuya intencionalidad de fondo es la de formular enseñanzas de tipo ético, todas ellas dirigidas al establecimiento y fortalecimiento del sentido de dignidad humana.
Y junto a los roles de narrador y ensayista que cumple el sujeto discursivo, se anota uno más: el de escudriñador de «fuentes documentalistas», a las que acude reiterativamente el autor en busca de datos estadísticos, archivos varios, frondosos árboles genealógicos y más material de este mismo carácter, con el cual da credibilidad a ciertas aseveraciones que precisan de un tono «legalista» para dotarlas de verosimilitud. No obstante, el monto considerable de este material, provoca el que ciertas páginas de TREN A CHUCHUBAMBA, se tornen innecesariamente cansinas.
La ideología liberal a la que está adscrita el hablante narrativo, es fácilmente identificable a través de varios espacios textuales en los que, con prudencia estremecedora, con rabia que gruñe a todo aquello que huele a doctrina conservadora, sienta en el banquillo de los acusados a tiranos y tiranías, a delincuentes de cuello blanco y, en especial, a los autores intelectuales y a los brazos ejecutores de crímenes de lesa patria, como los cometidos en las personas de Eloy Alfaro y Pedro J. Montero, acusaciones que a veces son expresadas por las bocas de las mismas víctimas, como cuando «el Viejo Luchador», desde una estatua de bronce que lo representa, increpa a Leónidas Plaza con estas duras palabras: «¿Estás contento con lo que hiciste primero en Guayaquil con mi general Pedro Montero? ¿Qué placenta podrida tuvo tu pobre madre que te envolvió la vida de pestilencias, paisano mío, indigno manabita?», expresiones que, según Pedro Reino, fueron las que le causaron el infarto que llevó a la muerte a Plaza. La virulencia verbal se entremezcla con un poder sarcástico de la mejor ley en el capítulo «El señor del maletero de cuero», deliberadamente destinado a desprestigiar a la clase política del país, al poner al descubierto los defectos de narcisismo, petulancia y egolatría que caracterizan a algunos representantes de las esferas gobiernistas, quienes se constituyen en los clientes potenciales del «hombre del maletín», por ser susceptibles de comprar honores, reconocimientos e inclusive hasta estatuas sobre pedido, mercancía que vende a alto precio el sujeto en mención.
TREN A CHUCHUBAMBA no es una novela linealmente cronológica, ya que está estructurada sobre alternancia de planos temporales, por ello, va dando saltos del hoy al ayer y del ayer al futuro, con sus respectivos viceversas, giros repentinos del tiempo determinados por la dinámica cambiante de la memoria.
El paso de una topografía a otra, sin previo aviso, también es otro rasgo marcado del estilo de Pedro Reino. Así, los viajeros del tren de esta historia, ven desfilar ante sus ojos paisajes diversos: acuarelas andinas de rica policromía, óleos costeños de verde exuberancia y demás aguafuertes de nuestra geografía, todo lo cual habla del maestro pulso pictográfico que posee Pedro Reino.
Dentro del espeso tejido textual de TREN A CHUCHUBAMBA, al lector no suficientemente inteligenciado en los conocimientos básicos de la Historia Ecuatoriana, es posible que no le resulte fácil detectar el leve hilo conductor que provee de una relativa organicidad a esta obra, el que va paralelo al itinerario vital que cumple un personaje clave llamado Pedro; quien a los catorce años es mandado «a la costa» por su tío, el juez Matías, personaje de fuerte incidencia en la vida del joven, quien retorna a su natal Chuchubamba cuando está cerca de arribar a la treintena, dedicándose a la tarea de dialogar con fantasmas y con seres reales, porque “cuando don Pedro hablaba, siempre regresaba en el tiempo, parecía que volvía a sentarse en el asiento del vagón en el que había regresado a su tierra».
Obra preñada de imágenes sensoriales llamadas a impactar en la sensibilidad lectora del púbico ecuatoriano, TREN A CHUCHUBAMBA es una novela para ser oída, para ser paladeada, e incluso para ser olfateada, ya que bajo ella se cobijan los olores de las naranjillas con los humores rancios del mundo espectral: «Los perfumes son una disculpa de la muerte (…) los perfumes tapan lo que se pudre».
Novela para ser leída con todos los sentidos, ya que solo así es posible filtrarse entre la multitud que espera en «la estación de los escribidores», el arribo de un tren que flota, vuela y circula por la ilimitada extensión de la memoria, «como una culebra macheteada en repetidas convulsiones».
Enero 2015
EcuadorUniversitario.Com