Por: Wilson Zapata Bustamante / Maestro Nacional
En una partida de ajedrez, concretamente en el campo de batalla (el tablero), las piezas tienen un valor por sus posibilidades de movimiento. La dama se mueve vertical, horizontal y diagonalmente, por tanto vale más que todas las piezas. La dama equivale aproximadamente a dos torres o a tres piezas menores: dos alfiles y un caballo o dos caballos y un alfil.
Podemos afirmar que el alfil y el caballo tienen un valor aproximadamente igual. Si bien es cierto que el alfil es una pieza de largo alcance puede moverse solo por los cuadros de un color, sean blancos o negros; el caballo puede moverse por todos los cuadros pero con un movimiento de corto alcance.
Como referencia matemática se tienen en consideración los siguientes valores absolutos de las piezas.
Tomando el peón como unidad, Stauton dio estos valores:
Peón……………………………. 1,00
Caballo………………………… 3,05
Alfil……………………………. 3,50
Torre………………………….. 5,48
Dama…………………………. 9,94
Horward Stauton fue un fuerte jugador británico, que organizó el primer Torneo Internacional de Ajedrez (Londres, 1851), que fue jugado “de acuerdo con las reglas del principal de los clubes de ajedrez de Europa” (que se supone sea el Club Saint George de Londres), según cita el organizador de aquel evento, en el Libro del Torneo, Londres, 1852).
Por su parte, Lasker, ex Campeón del Mundo, de origen alemán, presentó esta otra interesante valoración:
Peón………………………….. 1,00
Caballo………………………. 3,42
Alfil………………………….. 3,68
Torre…………………………. 4,95
Dama………………………… 8,38
Por último, Tartakower, de conformidad con Pretti, generaliza así los valores:
Peón…………………………. 1,00
Caballo……………………… 3,00
Alfil…………………………. 3,00
Torre………………………… 5,00
Dama-………………………. 10,00
El rey no puede tener valoración, ya que su pérdida, o sea, cuando recibe el jaque mate, o abandona el juego, pierde la partida.
En el final, no obstante, es una importantísima pieza. Y puede dársele un valor intermedio, entre el valor de una torre y un alfil, por ejemplo.
“Trebejos” es, seguramente, la denominación más clásica de las fichas de ajedrez, y su importancia proviene, no solo de su abolengo literario, sino de la que le prestan los objetos que simboliza en el lenguaje. Que el nombre y la cosa hacen de luz y de reflejo alternativamente, y siempre hay entre ellos uno que se beneficia de la brillantes del otro, debiendo notarse en este orden de ideas que los trebejos llegan a adquirir en ajedrez una personalidad autónoma que no encuentra pareja en ningún instrumento material de trabajo o de juego.
En ajedrez cada trebejo tiene su misión en el conjunto y desarrolla todo un proceso de actividad para realizarla. Al principio solo son unas figurillas de madera o de marfil; pero poco a poco, en el transcurso de la partida, las vamos cargando con pensamientos y emociones, y, al cabo, desaparece de tal modo su contorno plástico, que al mirarlas únicamente percibimos su contenido espiritual. Así, aquel alfil, bien situado, es una alegría, y aquel caballo bloqueado una preocupación, y tal peón adelantado una promesa, y tal otro, que nos han comido en sexta, una ilusión perdida, y las torres, prontas a intervenir de refresco en la contienda, son una esperanza, y la dama, que después de una labor brillante, se encuentra en posición comprometida, un sobresalto, y por eso mismo sigue siendo, ahora más que nunca, la dama de nuestros pensamientos. Paso a paso, pero en breve espacio de tiempo, las figurillas se han convertido en personajes dramáticos, depositarios de ideas y sentimientos, y si la obra de arte se incorpora a la historia, otros trebejos análogos, en renovación indefinida, volverán a recoger la preciosa carga para hacer vibrar con ella otros cerebros y latir otros corazones. Como lo decía el genial José Raúl Capablanca: es esencialmente el placer de la lucha por encima del sabor de la victoria lo que se debe perseguir en el encuentro ajedrecístico.
El ajedrez, como se juega hoy, es de carácter medieval. Es un juego guerrero y cortesano, como lo muestran los nombres y la acción de las piezas. Fue el juego de los reyes y es hoy el rey de los juegos.
Cuando han querido ponderar el ajedrez no se le ha ocurrido a sus admiradores cosa mejor que llamarlo juego-ciencia, basándose en la facilidad con que puede sistematizarse su conocimiento y enseñanza, encuadrándolos en un conjunto de leyes generales y, además, en la exactitud y lógica de sus combinaciones, que muestran singular afinidad con las del cálculo matemático. Pero la ciencia, por más que vuele a veces en las regiones de lo ideal, tiene necesariamente que concluir aterrizando en una finalidad utilitaria, y es por esta condición precisamente por la que conquista el aprecio social. En cambio, hay que reconocer que del ajedrez no puede extraerse utilidad material alguna, y por eso, sin desdeñar tan ilustre parentesco, no son, a mi juicio, tales analogías con las ciencias exactas las que pueden principalmente servirnos a sus adeptos para justificar y propagar su cultivo, sino que esa justificación hay que buscarla en la cualidad específica del ajedrez de ser, ante todo, un ejercicio puramente espiritual, sin otra finalidad –y ya es bastante- que mover el espíritu, fortaleciéndolo y vivificándolo. De seta esencial espiritualidad del ajedrez se derivan sus magníficas cualidades, y a ella debe atribuirse la concordancia que resalta a través del tiempo entre sus modalidades y tendencias y las que han impulsado la actividad humana en otros órdenes de aplicación.
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