Carolina Lizardi. 1847

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

Carolina Lizardi es una cinta larga, larga, larga como su tierra que se hizo país de Sudamérica. Es un molusco de mar que recoge la humedad de su propia huella ahí en su playa, y lleva de un extremo a otro una estrella empapada de poesía. Sufre por todo y por todos. No cree mucho en los hijos de los héroes porque sabe que a todos ellos, sus nodrizas, les daban a lactar en la alta noche, las traiciones; y por la mañana les daban infusiones de laureles con alguna pisca de pólvora para los gases.

Carolina Lizardi está sentada a orillas de su mar, oyendo la furia de los besos que da el océano a las rocas sin historia.

¿Cómo será el amor de los hijos de los héroes? ¿Será como cuando se revienta una granada? ¿Será que el amor hereda alguna potencia de los cañones disparados? ¿Para qué servirán las charreteras y los botones brillantes cuando Eros despierta para sus guerras insostenibles? Carolina Lizardi disuelve sus ojos en la espuma para esconderse en el vientre de sus peces ondulantes y chilenos.

Carolina Lizardi, esa vez, salió decidida también como los peces, y quiso nadar en las arenas que iba acumulando junto a su pecho el quiteño Juan Antonio María Flores y Jijón que le regalaba una sonrisa de 15 campanadas sentidas en sus años:

Carondelet es un tiburón que saca sus dientes para triturar y tragarse presidentes, le cuenta. Yo nací ahí, en ese palacio que es un barco empujado por el mar de la colonia, destinado a sostenerse escondido en los arrecifes del Pichincha. Allá llegan solo los peces gordos, y también los que suben a engordarse. Es un palacio que siempre se pinta de blanco con lisonjas. Ahí aprendí las primeras letras que mi madre me enseñó con los sables de mi padre. Él, antes de ser el primer presidente, fue una gaviota venezolana que volaba tras del Libertador Simón Bolívar. Descuida si oyes que otros te dicen que fue un buitre.

Carolina Lizardi tiembla con el poema que Antonio Flores le entrega con sutil admiración. Adivina en sus letras una mirada francesa del joven escritor que conoció a las musas en París desde la escuela. Los ojos de los dos se llenan de olas y de sal. Los pelícanos abren sus alas en sus cejas y vuelan sosteniendo el aire para que el mar no cambie la marea. Una gaviota lee desde el cielo las últimas palabras del poema “Adiós a la Naturaleza” que Carolina deja gotear de los suspiros que chorrean de sus huesos: ‘… y expiró, / El ancha copa de veneno en mano/ Sin pena, sin placer, ni orgullo vano ’. Antonio Flores es apenas un trágico papel que se derrumba en este su último terceto.

Carolina Lizardi se levanta, llena una copa, repite “Adiós a la Naturaleza” y se bebe todito su veneno, mientras el poema de Antonio Flores se queda con el suicidio estupefacto, como un epitafio en pánico, incrustado entre los dedos de la historia.

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