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Hace 187 años nació Juan Motalvo

Por: Wilson Zapata Bustamante

El 13 de abril de 1832 entraba al escenario de la vida el niño Juan Montalvo Fiallos, quien, andando el tiempo, llegaría a ser un astro de primer orden en la gran constelación de literatos del Nuevo y Viejo Mundos. Y es por esta fama que en aquel día brilló más el sol, florecieron los vergeles y los huertos y todas las cumbres andinas inclinaron reverentes sus cabezas impolutas.

Hay en la descollante personalidad de Montalvo tal conjunto de méritos y virtudes, de colores y luces, que hacen de él un hombre multifásico, vario, sin segundo en el mundo de las letras. Escritor recio, puro, elegante, fecundo, de estilo peculiarísimo y brillante; panfletario de primera talla, filósofo profundo, moralista de los más elevados, poeta de robusto numen, político infatigable, luchador invencible, carácter de subido temple, hombre sabio, austero, virtuoso, todo lo que es este gran ecuatoriano.

Escribe con la facilidad con que corre el agua de los ríos en inclinado terreno; un torrente de vocablos halla salida por su pluma, todos ellos sonoros y relampagueantes. Las ideas se agolpan en su cerebro y apenas se alcanza a expresarlas. En cada frase expone un conocimiento; por cada palabra vierte el fuego de sus pasiones, la luz de su ingenio, el aroma de sus virtudes. No se da tregua ni reposo. Ahora está meditando, elucubrando ideas; más tarde, leyendo, descubriendo verdades, empapándose de todo, después, escribiendo, trasladando al papel sus pensamientos geniales, su saber, sus anhelos y emociones; sus odios y esperanzas; en fin, todo cuanto halla cabida en su corazón y en su cerebro.

Juan Montalvo es el tipo del hombre de acción, el luchador incansable que todo lo desprecia y pone al servicio del propósito que lo anima, de la causa que defiende. Sus escritos son arrebatados y difundidos con la rapidez del rayo, despertando todos ellos la más grande admiración, ora por la nobleza de las ideas que contienen, ya por la donosura y elegancia del lenguaje y del estilo empleados, como por el desenfado con que se presenta su autor. Y hay para ello su razón: Montalvo posee el don de la sabiduría y la virtud del decir. Respira ilustración por todos sus escritos y habla con tal corrección y pureza como no lo hiciera nadie hasta entonces. Es el artífice del idioma, el burilador de la frase impecable y armoniosa, del giro elegante y de la metáfora bella y atrevida. Como buen clásico, no se aleja de las reglas literarias, se ciñe a ellas y proclama su respeto. Sabe y maneja admirablemente todos los vocablos, y donde no los halla, los inventa, porque conoce a fondo la etimología de casi todas las palabras, así como las fuentes de su origen.
Pero a más del escritor inimitable y del artista soberbio, se encuentra también en Montalvo al panfletario sublime, al luchador que hace del insulto su mejor arma de combate, demoliéndolo e incendiándolo todo. De él se vale para confundir y ridiculizar a sus adversarios, pero en tal forma, con tal ingenio y maestría que, consiguiendo su objeto, no se ensucia ni mancha. Águila caudal, pasa sobre el cieno sin rozar siquiera las alas. García Moreno, Borrero, Urbina, Veintemilla, todo retrógrado, déspota e inmoral sufre el castigo, el azote cruel de su pluma. Muchos muertos y heridos quedan en el campo de batalla; pero, por sobre todo, inconmovible y triunfal, serena como una esfinge, se alza arrogante la figura del glorioso campeón de la libertad y la democracia.

Como filósofo, afirma Rodó que Montalvo no lo fue en toda la extensión de la palabra; pues que apenas puede considerársele como un “pesador fragmentario”, como un “esgrimidor de ideas”. Más, sea de esto lo que fuere, lo cierto es que Montalvo hizo filosofía, pensó hondo, “esgrimió ideas” sublimes, resolvió problemas e interpretó las cosas y los fenómenos con un raro poder de reflexión. No hay página de sus SIETE TRATADOS, especialmente, que no contenga un pesamiento al par que sutil, profundo y elevado.

Pero donde la filosofía de Montalvo adquiere caracteres más resaltantes, mejores formas de vida, es cuando sirve a la Moral. Allí si que brilla en todo su esplendor. Moral, ser profundamente moral, ver practicada la moral por todos, he aquí uno de los más caros ideales, una de las más santas aspiraciones de Montalvo. Para él no hay nada fuera de la moral. El que no es honrado, puro en sus costumbres, respetuoso de los derechos y de la propiedad ajenos, es un ser abominable, digno de ejemplar castigo. De allí su odio mortal, su saña impía contra los gobernantes inescrupulosos, de obscuros manejos, y los enturbiadores de las fuentes de moral pública y privada. Por amor a la Ética, más que por falta de creencias religiosas, combatió a la clericía de ese entonces, insubordinada, escandalosa y poco cumplidora de sus deberes. Porque ama la moral, piensa, medita, la ensalza de mil modos, entona himnos en su honor y la difunde en toda ocasión. Pero Montalvo no es solamente el moralista teórico, sino, lo que es mejor todavía, el moralista práctico. En las más aflictivas situaciones, rechaza ofertas y dádivas mezquinas, desprecia ministerios y cargos diplomáticos; combate a sus propios protectores y amigos cuando ve que han obrado mal, todo por amor a la Ética. A él, la sola idea de entrar al servicio de gobiernos impuros, desde cualquier punto de vista, le causa asco y espanto.

¡Como quisiéramos tener en el Ecuador, hoy en día, un ciudadano de tan subidos quilates morales y de tal entereza de carácter! Más ¿dónde encontrarlo? Nuestros escritores y políticos de hoy lo único que buscan es el acomodo. Emprenden en rudas campañas; pero les ofrecen un cargo cualquiera, y el silencio no se hace esperar. Esta es nuestra dolorosa realidad, aunque nos duela el decirlo.

Montalvo no supo hacer versos magníficos; pero, a pesar de eso, fue un poeta exquisito. En su prosa expresa tiernos y delicados sentimientos, vivas emociones; pinta cuadros, retrata paisajes y hace descripciones maravillosas. Supo amar la naturaleza, vivió con ella en íntimo contacto e impregnó su alma de la dulce poesía de la tierra y de sus cosas. ¿Qué más méritos para ser poeta y no “vulgar”?

Pocas veces habrá espíritus que defiendan con más ardor la libertad que Juan Montalvo. Moral, Verdad, Libertad, Fraternidad y Justicia son las cinco divinidades a las cuales, a cada paso, rinde culto y veneración. “ Sin libertad – dice no hay felicidad; la libertad es el bien supremo; es un regalo de los dioses”. “Hay que vivir siempre – agrega en otra ocasión- al amparo de la Libertada y la Justicia”. He aquí en estas cortas expresiones, sintetizada toda una doctrina, la doctrina que él defendió y propagó por todos los medios que estuvieron a su alcance: la liberal. Por la implantación de estos principios, que él siguiera desde niño, lucho toda la vida; sufrió persecuciones y destierros; soportó hambres y penas muy amargas; pero jamás se doblegó ni humilló ante nadie, ni nada fue capaz de hacer variar su criterio de hombre de avanzada. Libertad de imprenta, de acción y de cultos; respeto a los derechos individuales; garantías para el pueblo; castigo para los pícaros e inmorales; destierro del fanatismo, de la intolerancia religiosa, de la tiranía y el abuso; son los puntos básicos de su programa de lucha, programa que no pudo ver puesto en práctica porque la muerte le sobrevino antes de que el Viejo Luchador, amigo y correligionario, llegara a captar el poder. Pero sea como quiera, la influencia de su labor en la implantación de estos sublimes ideales, es inmensa.

Montalvo era un patriota convencido. Amaba a su patria con toda la ternura de su corazón. Por ella se desvelaba y luchaba. Su único anhelo era verla grande, próspera y feliz. En cierta ocasión, amargado por el estado en que ésta se encontraba, expresó: “sólo siento no tener buena, noble y grande patria, para ser bueno, noble y gran patriota”.

Mas, aparte del escritor y el panfletario, del filósofo y moralista, del poeta, del liberal y el patriota, hay en el genial hijo de Ambato, el luchador invencible, el soldado heroico que ante nada ni ante nadie cede Lanza en ristre, arremete contra sus enemigos, y todo lo demuele y pulveriza. No hay quien apare sus golpes ni quien capee sus estocadas. Es el héroe pujante que no tiene rival. Y ¿cuál la causa de sus luchas? Ah la más santa y la más noble de todas, como acabamos de ver. Nada lo busca para sí; todo en él es desinterés, pureza y patriotismo. ¡Qué hombre y qué carácter!; aquí sí ¡qué carácter! No rinde más pleitesía que al mérito comprobado, ni entra con nadie en negociaciones. ¡Todo lo rechaza con un gesto de olímpico desprecio! Cuando está en la más apurada de las situaciones, manda a vender su reloj; recibe el dinero, lo cuenta, y devuelve inmediatamente lo que le han enviado demás;¡tal es de digno!

Ahora, considerando la obra de Montalvo dentro del aspecto educativo, ésta tiene un valor imponderable. En cada página de sus libros brillan infinitas enseñanzas, todas ellas hermosas y elevadas. Cada frase suya es un rayo de luz que ilumina las conciencias; cada pensamiento, una fuerza que impulsa a la acción; cada palabra, una norma de justicia y de moral. Pero lo mejor de su obra educativa está, quizá, dentro de su vida misma, en el ejemplo que dio de sus virtudes. En esto sí que se asemeja a Sócrates. No solamente habla, obra también. Pone en práctica lo que dice por medio de la pluma.

He aquí, a muy grandes rasgos, las características más resaltantes de la personalidad y de la obra del famoso Príncipe de las Letras Hispnoamericanas, don Juan Montalvo, genio portentoso que, si bien tuvo como hombre algunos pequeños defectos, ellos quedan opacados por el brillo de su grandeza y sus virtudes.

Nos dejó como legado que «no hay muerte más gloriosa que la del campo de batalla, cuando se combate por la honra de la patria».

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