Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato
Mira mi Negro: Ahora que ya estamos de regreso a casa, ahora que leo en tus ojos sinceros el dolor de mis ausencias; tú que olfateas mis deseos debes conocer cosas que para nosotros son incertidumbres; tú que me has aullado esas como melodías prolongadas que no alcanzan a ser palabras sino solo vocales profundas que la desesperación suelta en el filo de la noche; ahora que vienes a lamerme mis noticias de viajero como si quisieras curar mis lastimaduras con tu lengua generosa; ahora que me he sentado en el patio a mirar mis enigmas en tus ojos que adivinan la muerte; quiero que sepas que me ha impresionado la tumba del Señor de Sipán porque, entre otras tantas cosas, un perro de raza de “viringos” era su guía de ultratumba.
Ese que fue hombre de Sipán, murió atragantado de una soberbia importancia que le sobraba. Me dijeron que siempre necesitó de un perro para que le guiara en su viaje a la otra vida, a donde van siempre los señores, los papas, los reyes y la gente que es dueña de los dioses y de los paraísos. Yo vi unos huesos acurrucados junto a los pies de su amo, su Señor que acaba de resucitar para estar muerto en muchas partes, en muchos libros, en esculturas de vasijas, en conversaciones de arqueólogos y de “entendidos”. Era su Señor un grupo de huesos llenos de joyas de oro y esmeraldas sobrevivientes, con collares de maní de oro y plata que estaban sembrados en su cuello donde, según dijeron, se juntaba la noche con el día. Lo vi en una tumba del desierto que llaman “Huaca Rajada”; aunque también estaba en un palacio moderno que ahora es su museo, donde lo miran gente que en cambio junta la importancia con la envidia.
El perro viringo estaba ahí, oliendo futuras muertes, adivinando los caminos de las sombras que están hechos encima y debajo de la tierra; tal como tú hueles las sospechas en la sangre. Me dijeron que el viringo era un perro sin pelo, de los que solo hay en el Perú. Vino a alagarme uno de esos, en la Huaca del Arco Iris antes de ir a Chanchán, que es una bella ciudad de barro. ¿Sabes? Recorriendo esas tierras, yo estuve por donde en ese tiempo, esa parte de la tierra se llamaba Moche, donde no vivían incas sino mochicas o moches que sabían hacer pirámides para morir con oro.
Mi Negro, Yo sé que tú también tienes parte en esa historia, porque lo que te estoy contando les interesa mucho a los perros; así como todos nosotros tenemos que ver con historias de los hombres, los cuales no siempre son amigos de los canes. Los moches de Chiclayo, de Lambayeque, de Chicama, de Jequetepeque, de Virú que es palabra moche que aprendieron rápido los conquistadores españoles cuando se quedaron por Piura y por la Huaca del Sol y de la Luna, donde fueron a fundar lo que llamaron ciudad de Trujillo; los moches de Chao y de Huarmey hacían pirámides de adobes para entrar con sus señores, vestidos con oro de ultratumba. Ahí les pusieron a sus perros para que les cuidaran para siempre sus tesoros. En tu caso, yo sé que habrías marcado territorio en cada esquina, donde los moches tenían centinelas, que era su único territorio.