Por: Dr. Pedro Reino Garcés/ Historiador/Cronista Oficial de Ambato
El Capitán le preguntó si era mujer casada, pero a ella parecía que le daba igual, porque le quedó mirando la barba que le desbordaba de la quijadera de ese casco angosto que llevaba puesto por la precaución a las flechas que llegaban volando desde las orillas de los ríos que veníamos dejando a nuestras espaldas. Yo no atino a escribir esta crónica para que me crean en el futuro, porque el Capitán, por más que andaba preguntando palabras útiles a los salvajes, para tratar de aprenderlas, (sobre comida, canela, pueblos, riquezas); a mí me parecía un tanto extraño que delante de mí, que soy un fraile dominicano, el primero en mirar estos increíbles bosques donde no sé si hay más gotas de lluvia que hojas de árboles, y más zancudos y hormigas que pecadores en el infierno, se le haya ocurrido averiguar por el estado de la princesa que decían se llamaba Coñori.
Claro que el Capitán no había contraído nupcias ni había dejado mujer que la esperara ni en Trujillo ni en Sevilla. Es posible que haya estado pensando en un enlace con alguna reina de estos imperios; pero lo que pasa es que se sabía que estas mujeres no se casan, porque ya nada ocultan a los hombres, para que ellos las conquistasen por sus enigmas. Los hombres se han acostumbrado a mirarlas desnudas desde niñas. Conocen de sus cambios tal como han visto convertirse los gusanos peludos en mariposas de sorprendentes colores y tamaños.
Para reforzar la inquietud de mi capitán, yo le volví a preguntar si era mujer casada, para poder escribir la crónica que la estoy llamando “Relación del nuevo descubrimiento del famoso río Grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana”, pero ella, como si nada oyese, entró a una faltriquera y regresó más segura de sí misma con una enorme culebra colocada sobre su cuello que, contorneándose, le lamía el cuerpo con su astuta cabeza, relampagueando su lengua pecaminosa. El capitán alistó su espada mientras yo me protegía tras de mi crucifijo. Entonces el Capitán Orellana, retrocediendo un tanto buscó mi cara para decirme que notaba que la inquietud en la princesa Coñori tenía que ver con nuestras caras, que solo tenían un ojo, pues a los dos, los indios nos habían reventado de un flechazo lanzado con esas largas cañas pucunas que son como anzuelos, y que más dolor cuesta sacarlas que no hay forma de hacerlo sin desastillar los huesos. Y peor si las lanzan con algodones envenenados.
Mi capitán se tapaba su ojo vaciado con un cobertor de pirata. Le costó su ojo de su cara, para que le dieran el puesto de Regidor de la Villa Nueva de Puerto Viejo, de donde además era su Capitán General y Teniente, desde 1537; y que presentía que lo habrían destituido por abandono al estar buscando el país de la canela. A mí en cambio, tengo que decirlo, me está costando también mi ojo de mi cara, este descubrimiento de un río mar. Y que a pesar de esta dolorosa incomodidad que sufrí al principio de mi travesía, con el otro ojo daré luces al mundo con mi crónica de lo que estamos viviendo.
Ante la falta de respuesta de la princesa Coñori, Orellana hizo venir al indio lengua para que preguntara a la amazona si las mujeres parían, porque estaba informado que entre ellas no había varón que las gobernara. Creo que hasta habría querido averiguar si acaso le interesaba hacer con él alguna alianza. (Perdonen, pero es que frente a lo que ha de quedar registrado como dicho por mi Capitán, solo tengo que poner lo que yo observo, pero les será fácil poner inteligencia verdadera de lo que puede haber tras las letras que dejo registradas). El lengua le dijo que era peligroso, porque las mujeres de la Coñori, y ella misma, después de usar a los hombres para preñarse, los sacrificaban y hasta podían comerlos asados haciendo una gran fiesta de fecundidad.