
Por: Manuel Felipe Álvarez-Galeano, PhD
Colombia
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Walt Whitman
En medio del XLI Congreso Mundial de Poetas, que se desarrolló en la ciudad de Manta (tan hermosa como la imaginé, pese a su gelidez) el pasado octubre, el último día del evento, hubo un hormigueo de esos reveladores que estallan en la cotidianidad, colmado de poetas regalando sus libros, con un afán que no sabía si era para que la maleta no tuviera sobrecosto en el aeropuerto o porque, en realidad, se tenía la esperanza de ser leído. Siempre es una suerte, en realidad. Sin embargo, uno de los libros que más me llamó la atención fue uno que estaba traducido al italiano y, al ver que se trataba de Damia Mendoza, supuse que no se trataría de un regalo aventurado, considerando que ella reside en la misma sultana de Manabí, por lo que el criterio del sobrecupo en la maleta no aplicaba para ella.
Hojas de mi noche larga, con la traducción al italiano de Giulia Spagnesi, Foglie della mi alunga notte, es el título que, a juzgar el fondo amarillo y el paisaje costero en tema bermejo de la portada, se me provocó a una obra de García Márquez; la otra curiosidad es que, si el tema es la noche, por qué aplicar colores tan vivos al diseño; intuí que el contenido habría de revelarme algún indicio. Efectivamente, así fue: lo primero que estimé es que, claramente, su obra demuestra que la noche no tiene por qué obedecer a lo sórdido y a los símbolos de la oscuridad con que habitualmente se le postula.
La verdad, no sé si ella recuerde, en medio del trajín, el momento en que me obsequió el libro; luego, en alguna otra flamante coincidencia, se lo preguntaré, entonces ella dirá que, por supuesto, se acuerda… y yo no le voy a creer. Igual, lo importante es que, de alguna manera, tengo en mis manos su iridiscente libro con una nota autógrafa que prometía un abrazo que, desde ahora, acojo con el guiño inquebrantable de la fraternidad. Aparte de la nota introductoria de Julia Trujillo, a quien espero hacerle un par de cándidas preguntas, me cruzo con la grata sorpresa del comentario del amigo chileno Eduardo Aramburú, con quien coincidí, en 2014, en la alta Juliaca, en medio del soroche y un par de rones.
Me causa inquietud si el hecho de que no tenga tabla de contenido tiene una intención especial; sin embargo, me gusta creer que su secuencialidad se defiende por sí sola; la nota del poeta austral que reza: “En Damia Mendoza, fluye la poesía como la vertiente transparente que cruza los espejos” me dio luces sobre esa necesidad que uno, en ingentes e insidiosas veces, espera del acto poético, reflejarse en la obra en varios rostros que revelen una versión renacida o deshecha de uno mismo para intentar algún atisbo de reinvención y es la imagen del vidrio la que mejor cumple tal tarea; por lo que la poeta postula: “siento ido/ aquello que brama/ apuros y bretes/ ahogos conocidos/ aliento/ hojas de mi noche larga/ tras la ventana”.
Estas líneas, de entrada, parecen que demarcan la necesidad de algunos conectores o sintagmas que orienten compositivamente la oración; no obstante, el hecho de que afirme tales versos se debe a una necesidad de elevar ráfagas o suspiros desesperados en medio del ahogamiento en que, constantemente, uno se debate entre la noche (para qué, entonces, los vericuetos gramaticales); por eso, me gusta leer sus versos acompañados de un vals porteño de esos que mi padre me enseñó a escuchar, mientras clavaba suelas y atropellaba las horas con las que Dios todavía le bendice.
La brevedad de esta obra de Damia, además de incitadora, resulta brusca y neurótica, como un afán de deconstruir las palabras que se pierden en la ociosidad del instante, plantean un aquí y un después que juega con el tiempo y el lugar, como si se tratara de una baraja con que se apuesta un remedo de muerte y a la que acude la palabra como urgente salvación: “Puro grito./ Rebeldía de la tierra/ me sé”. Claro está que no toda salvación es emergente, pues esta se prolonga en el acto de crear y sabernos humanos. Por eso, mi amiga poeta es una extraña mezcla entre sudor aristotélico y temblor tropical (léase a la inversa, si se quiere). Definitivamente, nadie como ella, con estas líneas, me motivaron tanto a volver a Whitman.