Por: Dr. Pedro Reino Garcés- Historiador-Cronista Oficial de Ambato
Sobre versión original del Dr. Juan Acurio S.
Muchos sabían que estaba caminando por los filos hirientes de los machetes montubios. Fue el destino el que me llevó a la Costa en pos de cumplir mi año de médico rural. En Manabí a todos los machetes se les sacan filo en las piedras de las revanchas. La sangre reseca que va quedando de una mordedura de esas navajas no se lava en agua de ríos, ni en estanques; ni se deja que las lluvias invernales las laven con la inocencia del perdón del cielo. Para eso están los machetes desvainados dispuestos a lavarse en sangre fresca conforme lo hace el sol que después de sus reyertas diarias busca esconder sus evidencias en la penumbra de la noche tras los matorrales, o entre las ceibas de brazos con manos implorantes; o tras los espinales atestados de negros gallinazos; o entre los tumultos de palmeras de hojas desvencijadas, hasta que encuentra el mar que todo lo diluye en donde se suicida a último momento para renacer a sus renovadas contiendas.
A Manabí, los machetes de verdad llegan hechos por los diablos insomnes con aceros infernales; por los demonios del odio que se despiertan en las fraguas de los ajustes de cuentas. No es odio blanco sino ensuciada revancha, justicia por mano propia, lo que se respira en ciertos rincones de sus montes, bajo los tamarindos ácidos, las ceibas embarazadas, las casas de cañas destripadas, o bajo el aceite de las mazorcas de higuerillas resbalosas.
Los cholo-montubios, esos hombres de ojos difíciles, aseguran que tienen así esas miradas, porque las han quitado a sus víboras en contiendas de agazapados amorfinos por sus hembras: La mejor es para el más listo y el más bravo.
Gente de camisa remangada con nudo a su ancestral ombligo de cobre; calzón corto y pata al suelo, viaja por la memoria de sus paisajes contemplando los desangres del sol tras los estanques de sus matorrales; o mirándolo caer en precipitada fuga, con su ojo sangrante, en las arenas de sus mares largos, donde sus cómplices destienden las sábanas en los mares de la lujuria. Las casas de caña y las mulas que se amarran en los traspatios bajo las matas de mangos y de tamarindos, muchas veces cargan el alma de sus conocidos para botarlas atrás del olvido que se esfuma en sus horizontes. Mulas y caballos por las cintas empolvadas de caminos sin regreso, esconden el bochorno de domingos perversos y de religiosos ajustes de cuentas, muchas veces sacrificadamente cumplidos a la luz del día en horas en las que se ve mejor el rostro de la ira.
Era un sábado en la noche cuando estuve de turno en emergencia. De pronto llegó un patrullero en el que traían a un paciente que venía resguardado por dos policías y ayudado por otro hombre. Sangraba por cara, brazos y piernas. Tendría entre treinta a cuarenta años: corpulento y mal encarado como la fotografía de un tronco de ceiba derribada con odio.
Una mujer desnuda incrustada en su pecho sangraba desde un tatuaje erótico al filo de su corazón. Le acostaron en la camilla. Su busto desnudo convulsionaba ebrio como un mundo repleto de podredumbre. Se podría decir que no solo estaba sin zapatos, sino que se le sentía haber huido descalzo con todo su cuerpo.
Hice salir del patrullero al paciente junto con el hombre que lo ayudaba a sostenerse. Bajaron también los dos policías, quienes se quedaron para protegerme de cualquier situación que pudiera darse. Tenía cortes de arma blanca por todas partes. Conté más de treinta. Algunos de ellos eran superficiales, y otros profundos. Los más delicados eran los de la cara.
Logré reconstruirle el pabellón auricular de uno de sus oídos, el que estaba por desprendérsele. No recuerdo cuántas horas pasé suturando a aquél paciente que me pareció un ángel de la venganza, de esos que trajeron a Manabí los primeros conquistadores que asesinaron a sus nativos. Una vez terminado mí trabajo, fue ingresado al servicio de cirugía hombres.
Reservadamente pedí a los policías que me informaran si tenían datos del paciente, y las circunstancias que rodearan el caso, para anotar en la hoja de ingreso.
Me dijeron que se trataba de un delincuente peligroso que hace ocho días había salido de la cárcel con libertad condicional.
Informaron que había estado bebiendo desde hace dos días, en “La Colina”, un sitio al que se sube con el esfuerzo de la mala fama. Sabía que en su cumbrecilla es donde estaban los “Boliches”, como se llamaban a los prostíbulos de aquella zona, si se pueden llamar así a las enramadas que entrecubren la consumación de los instintos animales excitados por el trópico.
El paciente había entablado una pelea a muerte con otros malandrines que se encontraban libando en una mesa cercana a la suya, entre gallinas con pollos y gallos de pelea de crestas sangrantes. La riña se había iniciado porque uno de ellos no había querido pagar lo acordado por los servicios sexuales recibidos de la prostituta del Boliche.
El herido y malandro que reclamaba por el pago resultó que había sido el marido de la prostituta a la que pretendían estafarla en sus propias narices. Herido en su dignidad, había reaccionado violentamente y recibido la peor parte.