
Escritor y periodista (Islas Canarias)
Se levantó tarde. Se afeitó. Se puso una corbata de seda, verde y roja, y salió a pasear por la ciudad. Recorrió calles familiares, desconocidas de tanto hábito, y descubrió molduras y vanos nunca vistos, dinteles no esperados. Aquella ciudad, que venía de más lejos que él, pero que había cambiado con él y seguiría después de él, se le apareció extraña y cotidiana al mismo tiempo.
Desde los quioscos los periódicos le ofrecían su diaria ración de guerras y hecatombes, crímenes tremendos e inanes declaraciones de prohombres. Dio limosna a un pobre, sabiendo que no le iba a solucionar nada con ello. Entró en una tienda de rebajas y se compró un jersey rojo.
Un aire frío inusual en mayo acechaba emboscado por las bocacalles y el hombre se sentó en una terraza abierta al mar, con la espuma de una caña muy rubia y el sabor pelágico de los berberechos y de las anchoas. La gente entraba y salía de las tiendas. Sonaba música por los altavoces, la ciudad se preparaba para una fiesta ajena.
Pensó en las trampas del tiempo y pasaron por su mente otros días y otras calles, incluso las mismas quizá, en que no le eran extrañas las gentes ni las fiestas. Y oyó otra vez la llamada de una mujer desde una ventana, años atrás, en una vieja ciudad de Oriente y cómo un hombre joven se volvía al oírla, iluminado su rostro moreno por una sonrisa. Él también empezó a sonreír sin darse cuenta, mas su sonrisa se truncó al nacer. Vio con amarga claridad, aunque siempre lo había intuido, que el pozo de la memoria, como un mendigo avaro, acepta todas las monedas que le queramos dar, pero no concede a cambio ninguno de los deseos que le formulamos. A su lado otras personas bebían su presente. Gentes que nunca volvería a ver, muchachas de estación con sus niquis ajustados, flores de un día que ya no era el suyo.
Más tarde, estuvo en una reunión de viejos camaradas. Abrazos, sonrisas espontáneas y ya ajadas, manos tanteando encuentros, ojos que le devolvían el cansancio de su propia mirada. Saltaba el vino en las copas y las chuletas en la brasa. Caracoleaba la palabra, brillante y fácil por la confianza mutua, el recuerdo de los días jóvenes, la vida y las ilusiones compartidas, y el amor. Como un príncipe arbitrario y desdichado sintió que había perdido el tiempo y que ahora el tiempo le perdía a él.
Por la noche, desde el acantilado de la ventana, contempló a lo lejos las luces del puerto. Vaciló entre la pistola bruñida de la cómoda, el tubo de somnífero siempre a mano o la tracción oscura del abismo.
Al día siguiente se levantó temprano para ir al trabajo.