¿Hacia dónde queremos que vaya la educación superior?

Capítulo I

En esta ocasión presentamos los criterios del ingeniero Vinicio Baquero Ordóñez, primer Presidente del Consejo Nacional de Educación Superior –CONESUP- (2000-2005). A él pertenece el título de esta sección.

En cumplimiento de lo dispuesto en la Ley Orgánica de Educación Superior, en su artículo 13, que señalaba como atribución y deber del Consejo Nacional de Educación Superior, informar sobre el estado de la educación superior en el país, y acogiendo el principio de rendición de cuentas, el ingeniero Vinicio Baquero presentó durante toda su gestión, los informes correspondientes.

En su informe de labores 2003-2004,  Vinicio Baquero dice: “El análisis de los principales problemas de la educación superior en el país nos ha llevado a la formulación de algunas líneas de solución, pero éstas, a su vez, deben estar informadas por una visión sobre hacia dónde queremos que vaya la educación superior ecuatoriana en el contexto de la complejidad del mundo actual.

En esta perspectiva, la educación superior asume un nuevo reto: el aprender a aprender. No se educa para la vida, se educa durante toda la vida.

Hemos iniciado el siglo XXI, el siglo de la “ad-hoc-cracia”, el siglo de la “realidad virtual”, el siglo de la “economía de servicios”, el siglo de la “sociedad del conocimiento”, y ojalá, el siglo de la paz y la justicia.

Pretendemos alcanzar, aunque suene utópico, un sistema de educación superior académicamente competitivo, que se caracterice por su ética, autonomía, pertinencia y calidad, que se fundamente en el conocimiento y el pluralismo, y que se comprometa con el desarrollo, los valores ancestrales y el respeto a la naturaleza.

Por lo señalado, nuestra tarea diaria consiste en generar y difundir el conocimiento para alcanzar el desarrollo humano y construir una sociedad justa, equitativa y solidaria, en colaboración con la comunidad internacional, los organismos estatales, la sociedad y los sectores productivos, mediante la investigación científica básica, la investigación aplicada a la innovación tecnológica, la formación integral ciudadana, profesional y académica, de estudiantes, docentes e investigadores, así como la participación en los proyectos de desarrollo y la generación de propuestas de solución a los problemas nacionales.

Desde esta perspectiva, el desafío de la competitividad es inexcusable en un mundo internacionalizado. Sin competitividad estamos condenados al atraso y al subdesarrollo. Competitividad implica conocimiento, tecnología, manejo de información, destrezas; significa elevar la calidad de nuestros sistemas educativos, ponerlos al nivel de sus similares internacionales, flexibilizar los sistemas de reconocimiento, homologación de estudios y circulación de profesionales.

Pero hay que distinguir, como lo hace la CEPAL, entre “competitividad espuria”, basada en la reducción de los salarios y de los servicios sociales, y la “competitividad auténtica”, que implica la capacidad de un país de promover su participación en los mercados internacionales y, a la vez, elevar el nivel de vida de su población, mediante el progreso científico y tecnológico y la inserción a la producción de los recursos explotables y renovables.

A este respecto, bien vale la pena reproducir aquí la advertencia que el educador brasileño Cristóbal Buarque hiciera en el Foro de Cartagena de Indias “Visión Iberoamericana 2000”: “… necesitamos competitividad económica pero, sobre todo, necesitamos dignidad social. Nada asegura que la primera lleva a la segunda”.

Por su parte, Enrique Iglesias, Presidente del Banco Interamericano de Desarrollo –BID- afirma: “No se conoce país en la experiencia histórica que haya logrado ser competitivo internacionalmente con un 40% de su población en condiciones de baja productividad y de pobreza”.

Sin dejar de considerar la permanente búsqueda por la equidad y la justicia social, podemos con certeza afirmar que no seremos competitivos sin una universidad de calidad mundial. Conformarse es de mediocres. No se puede coartar la creatividad ni la capacidad emprendedora del ser humano. No podemos sentirnos satisfechos formando exclusivamente profesionales que busquen empleo, debemos, sobre todo, formar profesionales que generen empleo. Se torna entonces imprescindible que la educación superior adopte como uno de sus postulados el concepto de aprender a emprender.

La innovación y la competitividad, vinculadas a la solidaridad, la justicia y la equidad, son parte esencial del aprender a aprender y del aprender a emprender, nuevos paradigmas de la educación superior.

Hay que aprender a competir, pero también a compartir. Sin abandonar la solidaridad debemos ser competentes, competitivos. Más interesados en compartir que en competir, pero preparados para competir.

Al respecto, en una reunión en el Banco Central del Ecuador, el Profesor Stiglitz, Premio Nobel de Economía, al analizar la situación incierta del Ecuador frente al proceso de dolarización, recomendaba, como un pilar de nuestro desarrollo futuro, la innovación. Sí, en nuestro país los costos de producción han alcanzado valores internacionales, solo podremos ser competitivos a través de la calidad y del valor agregado tecnológico de nuestros productos.

Nuestro compromiso y el reto de todos es “una economía basada en el conocimiento y motorizada por la innovación”, lo que supone la pertinencia de la educación superior, para lo cual, además de un amplio conocimiento humanístico, ecológico y de nuestras culturas, es necesario apostar por la innovación tecnológica en un esfuerzo mancomunado con el Estado, los sectores productivos y los sectores sociales.

Esto cobra mayor importancia si tomamos en consideración la existencia, en marcha, de un proceso privatizador de la educación, denunciado por Noam Chomsky, conforme fuera señalado anteriormente, en el que no debemos insertara nuestra universidad particular, cuyo fin es eminentemente social y no de lucro.

Por tanto, podemos afirmar que, si no hay un acuerdo y un trabajo conjunto entre universidades, gobiernos, sectores productivos privados y sectores sociales, los conocimientos y las innovaciones no responderán a las necesidades de nuestros países, sino a los intereses crematísticos de unos pocos.

Todo lo señalado no es posible, en un contexto nacional en el cual, junto con la pobreza, la corrupción es su mayor problema. Por tanto, el desafío ético está y estará siempre vigente en la formación profesional. Debemos formar hombres y mujeres con plenitud de ciudadanía y de valores. Se necesitan profesionales cada vez mejor preparados, mejor instruidos, pero sobre todo, mejor educados.

La educación, como reproductora de la cultura, debe considerar que las costumbres sociales han estado tradicionalmente regidas por unas normas de comportamiento a las que se les ha denominado “moral social”, caracterizada por la influencia de doctrinas religiosas, que ha marcado el “deber ser” de las personas. Sin embargo, a partir de la revolución de la información y de la globalización, en nuestra sociedad actual compiten, junto con la moral tradicional, otros referentes o patrones de comportamiento, que generalmente se difunden a través de la multiplicidad de medios comunicacionales hoy existentes, pero principalmente por medio de la televisión, radio, revistas, “cd´s” de música y de “karaokes”, “dvd´s”, videojuegos e Internet. Estos patrones de comportamiento responden a realidades socioculturales diferentes a la nuestra, a los valores imperantes en dichas sociedades y a los intereses comerciales de las grandes empresas transnacionales que manejan la producción de esta multiplicidad de medios.

Estos nuevos referentes de comportamiento social, con una alta carga de antivalores, violencia, pornografía, sexismo y racismo, se han convertido en los nuevos maestros de los niños, jóvenes y adultos, brindándoles más tiempo que el que disponen padres y profesores. Su atractivo e impacto es enorme, e influencia en gran medida nuestro comportamiento inconsciente, utilizando todas las potencialidades de la moderna tecnología. Y esto sucede justamente en el marco de una realidad social caracterizada por la pobreza, mala distribución de la riqueza, corrupción, migración debida a difíciles condiciones económicas, y desintegración de la familia. Las consecuencias previstas de este curso de acontecimientos son catastróficas. Frente a esta realidad, el simple señalamiento de lo que está mal y de lo que está bien, lo correcto y lo incorrecto, fundado en el criterio de autoridad de padres o maestros, o porque las religiones, tradiciones o las buenas costumbres lo señalan, resultan ineficaces o al menos insuficientes.

Sin embargo, la humanidad siempre ha contado con una herramienta, la Ética, muchas veces distorsionada en su aplicación y rara vez utilizada eficaz y correctamente. La Ética, como parte de la Filosofía, no impone normas de comportamiento, sino que las estudia y las define. Esta es una gran ventaja y fortaleza: requiere necesariamente del ejercicio de la racionalidad y de la libertad para construir las personales escalas de valores. Libertad y racionalidad son fuerzas arrolladoras que mueven a las personas y que históricamente han transformado a la sociedad. Ellas son nuestra mejor defensa frente a la poderosa, avasalladora y sutil influencia de la nueva “moral social”, globalizada, que nos impone antivalores.

Por tanto, el comportamiento que debe caracterizar a un profesional no solo debe referirse al ámbito específico del ejercicio de su profesión. Profesional es quien profesa o ejerce una profesión, un arte u oficio, por lo que se considera como tal a quien ha desarrollado habilidades directamente relacionadas con el ejercicio de una actividad laboral concreta, que le permite contar con un medio de vida. Desde esta perspectiva, un tipo de profesional es el profesional cuyas habilidades y destrezas han sido desarrolladas en las instituciones de educación superior, donde, en razón de sus méritos, le han conferido un título que le habilita para el ejercicio de una profesión, que constituya su medio de vida. También se dice que es un profesional quien ejerce su profesión u oficio con gran capacidad y una dedicación relevante, es decir aquella persona caracterizada por hacer bien las cosas.

Pero también debemos señalar que, en muchos de nuestros países, un profesional formado en los centros de educación superior es un privilegiado, pues constituye una minoría de nuestra sociedad, que ha accedido a niveles superiores de estudios, en gran medida financiados por los impuestos de todos, lo que lo coloca en situación de ventaja frente al resto de la población. Tampoco debemos olvidar que son profesionales formados por nuestros centros de educación superior la gran mayoría de quienes han ejercido y ejercen el poder público, que han tenido, tienen y tenemos el control de las instituciones determinantes de la vida nacional.

Ser profesionales implica no solo que se es, sino lo que se debe ser; no solo en el terreno del conocimiento, sino en la esfera humana.

Profesional es el que hace bien las cosas y las hace ”para bien”.

Profesional es el que sabe la ciencia y la aplica con “conciencia”.

Profesional es el que prefiere el honroso título de “señor” o de ”señora”, al que consta en un pergamino, a lo mejor mal habido.

No solo se trata de que un médico cumpla el juramento hipocrático y que no anteponga el lucro a la salud de sus pacientes, que un abogado no utilice la mentira ni la coima para defender a sus clientes, o que un periodista prefiera la verdad al sensacionalismo o al “rating”. Se trata de que en todos los ámbitos de la vida, especialmente la vida pública, un profesional haga bien las cosas, utilice su ciencia con conciencia, se comporte como un señor o como una señora, y obtenga, ya no el reconocimiento académico, sino el reconocimiento público a sus méritos, es decir a todas sus actuaciones, con el equivalente social a la máxima titulación académica, la que confiere el privilegio de enseñar: “que su vida, su comportamiento, su ejercicio público, constituyan una enseñanza”.

Para esto, el estudio de la Ética en general, y de la Ética Profesional en particular, debe ir más allá de los lugares comunes, de la terminología difícil o del análisis de las preocupaciones axiológicas de pensadores de tiempos pasados. No debemos olvidar que la Ética es parte de la Filosofía, y que la mejor manera de estudiar la Filosofía es filosofando, es decir, en términos sencillos y prácticos, “pensando sobre la vida” y no simplemente viviéndola, sin reflexionar.

Pero pensar sobre la vida y los problemas éticos actuales, supone previamente, el aprendizaje de la lectura de imágenes, con criterio semiológico. Pensar sobre los problemas que en el aquí y en el ahora preocupan a los jóvenes y a nuestros países, no con contenidos totalmente preestablecidos e impuestos, sino con contenidos flexibles y cambiantes, en un buen porcentaje definidos por los propios interesados, induce, necesariamente al análisis de la nueva “moralidad globalizada” que los invade. Deberíamos pensar con un enfoque anticorrupción, lo que implica la utilización de metodologías ampliamente participativas, que permitan el pleno ejercicio de la razón y la libertad, para analizar y concluir sobre la problemática de interés y preocupación de todo ciudadano, en un marco de respeto y tolerancia.

Sin embargo, no basta reflexionar, ya que de nada sirve la teoría si ésta no nos lleva a la acción. El estudio de la Ética teórica es insuficiente. Debe pasarse necesariamente a la Ética práctica. La teoría solo mostrará su efectividad en la praxis, y a su vez la calidad de ésta determinará la trascendencia. Sin embargo éste no es un cometido solo de docentes o facilitadores de la reflexión ético-filosófica; es algo que nos involucra a todos, pues no podemos pretender la formación de un nuevo tipo de profesional sin que nosotros intentemos y logremos lo mismo. El gran reto es que todo nosotros asumamos una responsabilidad docente de la única forma en que ésta es efectiva, es decir que enseñemos con el ejemplo, y para ello requerimos lograr avances significativos de lo correcto frente a lo conveniente y de la correspondencia de nuestras acciones con nuestras palabras. Este es el primer paso.

Por lo expuesto, consideramos que la educación superior es lo que son quienes hemos sido formados por ella y nosotros somos lo que pensamos y decimos, pero, sobre todo, lo que hacemos.

La Universidad debe retomar el camino, debe encabezar el camino, debe ser vanguardia hacia la superación de la mediocridad en lo académico, en lo político, en la administración de la justicia, en la calidad de la gestión, en todo quehacer humano, que deberá estar signado por la voluntad de la excelencia.

En los difíciles momentos que vivimos, la Universidad debe constituirse en la conciencia de nuestra sociedad. Para ello, solo una formación superior en la excelencia y el pluralismo ideológico permitirá construir nuestros países con la equidad y el desarrollo con que soñamos y que merecen nuestros hijos y las generaciones venideras.

PALABRAS FINALES

Para enfrentar estos cometidos, en palabras de Carlos Matus, “El problema es lograr masa crítica de pioneros. Es decir de gente con conocimiento y audacia. Pero toda institución tiene seguidores. Gente que solo cuando alguien ya exploró camina por allí. Y también tiene una dosis de anestesiados, de esos que se sientan en el camino y de ahí no avanzan hasta esperar que alguien los arrastre”.

Cabe asumir entonces, como reto de nuestra educación superior, aquello que Armando Hart caracterizaba como esencia de la tradición universitaria, cuando dijo que esta “consistía en la aspiración de los estudiantes y los mejores profesores de bajar de la colina, ascender al pueblo y tomar el cielo por asalto”.

Quito, mayo de 2004.

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