Las condiciones para que los países pobres salgan de su estancamiento estriban en la elevación del nivel educativo y cultural, a contrapelo de la tendencia desculturizadora que conlleva el falso cosmopolitismo. Aquí reside el problema de la globalización. Y, sin embargo, los esfuerzos de las sociedades de la abundancia en este terreno educativo y cultural son casi nulos.
La gran oportunidad de la globalización es el intercambio y difusión de conocimientos en una sociedad donde el saber –y ya no las mercancías o territorios- es la clave de la riqueza. El conocimiento no es propiedad de nadie, es difusivo de suyo, no se agota nunca, pues se acrecienta al compartirlo. Su intercambio presenta caracteres antitéticos a los del mercado. La economía ya no es sólo el mercado, sino que ella misma está penetrada de punta a cabo por la cultura. La vertiente más humana de la globalización es el ágora o el areópago: un espacio libre y abierto para un saber que se hace accesible a todos los ciudadanos.
En estas condiciones, el desarrollo llegará conforme los recursos se asignen a sus aplicaciones más productivas.
Las tecnologías de la información, en parte artífices de la integración económica, hacen posible acelerar el desarrollo al permitir una transición hacia mayores niveles tecnológicos sin pasar por estadios intermedios aún lejanos para los países en vías de desarrollo. Una posibilidad que refrenda la experiencia del último medio siglo: nada de lo anterior ocurre hoy sin un aprovechamiento de las oportunidades asociadas a la globalización.
Con equidad, eficiencia y justicia distributiva, el mundo estaría en nuestras manos.
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