Equidad, principio rector de la respuesta a la recuperación de la educación

Por: Francesc Pedró

Director, Instituto Internacional para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC-UNESCO)

El peligro primordial es que las desigualdades en el aprendizaje se amplíen, aumente la marginación y los estudiantes más desfavorecidos se vean imposibilitados de proseguir sus estudios; por eso, las respuestas estatales deben asegurar la continuidad formativa y garantizar la equidad.

 

El cierre masivo de las instituciones de educación superior (IES) a causa de la pandemia ha dejado en América Latina y el Caribe a casi 24 millones de estudiantes y a 1,4 millones de docentes –más del 98 % de esta población en la región– sin poder encontrarse en sus aulas, y ya es evidente que después de casi cuatro meses la pandemia está teniendo graves efectos sobre el sector de la educación, y concretamente sobre la educación superior.

Para contrarrestarlos, tanto los Gobiernos como las propias instituciones han puesto en práctica un gran abanico de medidas que cubren, con distinta intensidad, desde la conectividad a la asistencia financiera hasta el apoyo pedagógico y socioemocional.

Parece que ahora ha llegado el momento de preguntarse cómo planificar el día después de la pandemia, y cómo hacerlo con realismo político, huyendo de maximalismos y al mismo tiempo con una gran flexibilidad ante una multiplicidad de escenarios que se irán abriendo en función de la evolución del frente sanitario.

Así como la emergencia cogió desprevenido a todo el sector, falto de planes de contingencia ante una crisis de semejante magnitud, ahora no hay excusa para no planificar la reapertura de manera adecuada, aunque no se conozca a ciencia cierta cuándo se podrán reabrir los campus.

Con el objetivo de facilitar esta reflexión, desde el Instituto Internacional para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (iesalc) de la Unesco, sugerimos partir de tres grandes principios:

1. La prioridad debe ser asegurar el derecho a la educación superior de todas las personas en un marco de igualdad de oportunidades y de no-discriminación, y por consiguiente todas las decisiones políticas que afecten directa o indirectamente al sector deberían estar presididas por este derecho. La responsabilidad de asegurar que este se garantice recae en los Estados, los cuales deben generar marcos regulatorios, de financiamiento y de incentivos adecuados, además de impulsar y apoyar programas e iniciativas inclusivas, pertinentes, suficientes y de calidad. En particular, es responsabilidad del Estado generar un entorno político que, respetando la autonomía de las instituciones, sea propicio a una salida de la crisis que garantice la seguridad sanitaria al tiempo que optimiza las condiciones para que las instituciones avancen en calidad y equidad.

2. No dejar a ningún estudiante atrás, en línea con el propósito principal de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. La crisis impacta en distinto grado a los diferentes perfiles de estudiantes, pero es innegable que profundiza las desigualdades existentes y tiende a transformar las brechas en fracturas irreparables. Es prioritario atender las necesidades no solo pedagógicas y económicas, sino también las socioemocionales de aquellos estudiantes que, por sus características personales o socioeconómicas, puedan haber tenido, o tengan, mayores dificultades para continuar su formación en modalidades no tradicionales.

3. Extraer todas las lecciones del experimento involuntario pero universal que está siendo la educación a distancia de emergencia. Una porción muy importante del profesorado universitario ha pasado de la noche a la mañana, de satanizar o menospreciar todo lo relacionado con la tecnología educativa, a depender de ella para garantizar la continuidad pedagógica.

Como instituciones dedicadas también a la investigación, las universidades que ven en esta crisis una oportunidad, están recopilando evidencias acerca de lo que está funcionando y lo que no, y por qué, para así volcarse, cuando la emergencia haya pasado, a optimizar los procesos de enseñanza y aprendizaje para mejorar los logros de los estudiantes, tanto en calidad como, ahora más que nunca, en equidad.

HACIA UN MODELO HÍBRIDO DE ENSEÑANZA

Aunque la incertidumbre todavía planea en el horizonte, parece claro que la reapertura no significará la vuelta a la normalidad docente e investigativa tal y como se vivía hasta febrero pasado, ni tampoco será abrupta como lo fue la clausura. Partiendo del ejemplo de lo que ya está sucediendo en Asia y en Europa, parece plausible imaginar que la reapertura se hará con estrictas medidas sanitarias que se traducirán en grupos de estudiantes más reducidos en las aulas y menos clases presenciales por grupo.

En definitiva, lo más probable es que las formas de enseñanza y aprendizaje que han empezado como fórmulas de emergencia para garantizar la continuidad pedagógica evolucionen y se consoliden ya desde la reapertura como parte del modelo híbrido con el que habrá que convivir de momento, y que tal vez se convierta en la nueva normalidad pedagógica.

Desde el Instituto también hemos insistido –a través de nuestros informes y publicaciones sobre el impacto del covid-19– en la educación superior, en la necesidad de dedicar muchos esfuerzos a la recuperación de aquellos estudiantes que, previsiblemente, se habrán quedado por el camino por razones económicas, en primer lugar; infortunadamente también habrá estudiantes que no volverán por causa de su desafección con respecto a unas propuestas pedagógicas durante la situación de emergencia que, a pesar de ser la única solución disponible, pueden haber frustrado su interés por continuar los estudios.

PRESENCIALIDAD, VERDADERA EXPERIENCIA UNIVERSITARIA

Es importante que las universidades diseñen cuanto antes dispositivos para diagnosticar las pérdidas con las que se saldará esta crisis, y al mismo tiempo las estrategias reparadoras para garantizar que la vuelta a las aulas ofrezca oportunidades de recuperación de las pérdidas de aprendizaje que pueden haber sido dramáticas precisamente en los estudiantes ya más vulnerables en condiciones normales.

Por encima de todo, una buena universidad no solo brinda oportunidades de aprendizaje a sus estudiantes, sino que, más en general, ofrece una experiencia vital que terminará marcando sus vidas y la forma como encararán su contribución al desarrollo social, cultural, científico y económico de sus países. Esta experiencia es, ciertamente, vehiculada por los procesos de enseñanza y aprendizaje, pero tiene otras dimensiones igualmente importantes más allá de las estrictamente académicas: las sociales, culturales y políticas.

En el Instituto estamos convencidos de que, aunque la mayor parte de los debates actuales se centren sobre hasta qué punto la pandemia traerá consigo una mayor hibridación de los procesos de enseñanza y aprendizaje en las universidades, esto no debería desviar la atención acerca de cuál es la misión última de una universidad: brindar un aprendizaje vital único a cada estudiante que le transformará como persona y ciudadano.

Ojalá nuestras metodologías pedagógicas mejoren gracias a los aportes de la tecnología, y con ello los resultados de aprendizaje. Pero el objetivo debe ser recuperar la verdadera experiencia universitaria que gira alrededor de la presencialidad y de la convivencia en un espacio colectivo compartido; una que, ciertamente, puede verse maximizada gracias a la tecnología, pero que nunca deberíamos querer reducir por principio. No podemos robarles a las jóvenes generaciones el derecho de tener esta oportunidad en su integridad. Eso sí, trabajemos desde ahora para ofrecérsela, cuando las condiciones sanitarias lo permitan, significativamente mejorada. La misión última de una universidad es brindar un aprendizaje vital único a cada estudiante, que lo transformará como persona y ciudadano.