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Ganar y perder

La democracia exige, como algo nacido de su propia sustancia, la posibilidad de cambio en la dirección del Estado. Esa perspectiva de ganar o perder mantiene a las fuerzas políticas dentro de las reglas del juego y motiva sus acciones proselitistas. No es fácil que los pueblos se habitúen a esos cambios. Requiere disciplina, un alto grado de civilización y la práctica constante de unos principios que imponen moderación en la victoria y no permiten descorazonarse en la derrota.

Entre nosotros fue necesario pagar un elevado costo social, para que la opinión pública ecuatoriana se acostumbrara a los moldes de una democracia representativa. Encasillados desde la Independencia en un sistema presidencial, padecimos muchas vicisitudes, y unas cuantas asonadas militares y levantamientos políticos, antes de aceptar como válidas, y universalmente reconocidas, unas instituciones comunes para todos los ciudadanos. Los partidos políticos admitieron, al fin, que el fallo de las urnas no tiene apelación a las armas, peor a las  leguleyadas  para derrotar presidentes, y la rotación pacífica de los gobiernos se convirtió en regla general.

El país dejó de sufrir los azares de unas normas sujetas a cambios súbitos, pendientes de la suerte de unos “alzamientos revolucionarios”. Este es uno de los mayores patrimonios nacionales. Como el aire limpio o el agua pura, su inmenso valor solo aparece cuando falta.

Pero las democráticas, como todas las virtudes, necesitan del ejercicio permanente para robustecerse.

Pero  hay peligros. La libertad nunca está exenta de amenazas. Unas vienen de fuera.

Los vicios internos son más peligrosos. Todo puede desmoronarse, por dentro, si se olvidan las reglas básicas que enseñan a ganar y perder. Si unos piensan que deben triunfar todas las veces, y descartan para siempre la posibilidad de salir vencidos, estamos al borde  de un sistema  totalitario, cubierto por velos democráticos que a nadie  engañan. Si otros creen que jamás obtendrán la victoria, el pueblo no encuentra desfogue para su inconformidad, y los deseos de cambio no hallan desahogo en una colectividad distinta a la dominante. La existencia de varias salidas resulta esencial para el juego libre de las mayorías. Si lo olvidamos, la democracia se volverá  una palabra mentirosa, y la Constitución un libro empolvado en el anaquel de las cosas inútiles.

No es necesario embarcarse en un análisis muy profundo para poder afirmar que estamos ante una crisis de la democracia representativa.

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