Por: Carol Murillo Ruiz
El ritual
La muerte de Juan Gabriel ha causado un largo y conmovedor ritual de recuerdos musicales y biográficos –del cantautor- que en Latinoamérica es imposible pasar desapercibido. La influencia de México en la cultura popular de nuestros países no ha tenido parangón a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, y el idioma, principal vehículo transmisor de ideas y pasiones, se configuró como el pilar pedagógico que ayudó a fundar códigos y complicidades con la referencialidad de un origen cultural sin dudas compartido.
El cine y la música (y las telenovelas) de México hicieron que durante décadas la educación sentimental nos llegara sin gota de anestesia y con altísimas dosis de sufrimientos y rencores. Películas, conciertos, programas cómicos (el clásico Chavo del 8) y un chorro de cantantes hicieron del gusto general una muestra casi real de la cultura de masas que invadiría al continente americano a partir de los años ’50.
Y precisamente en 1950 nace Juan Gabriel en México. Año icónico para separar las aguas de la vida cultural de una región y el influjo de un artista que cruzó todos los (posibles) registros de lo popular para inocular en el espíritu de una época un modo de traducir los bordes en un cancionero centrífugo por excelencia e inacabable por inspiración genuina.
Una cuestión de clase
Durante un mes he ido pensando cómo interpretar el gusto por Juan Gabriel después de oír cómo alguien se asqueaba de su talento; en realidad, de su nunca grotesca versatilidad. Y llegó la cereza del pastel para probar el néctar del bien y del mal: un alto funcionario mexicano perdió su cargo por hablar mal de Juan Gabriel a 3 días de su muerte.
Quedó clarísimo para todos: que nos guste Juan Gabriel es una cuestión de clase; que no nos guste es una cuestión de clase; y que nos sea indiferente es una cuestión de clase negada por el oasis social anhelado sotto voce. Una cuestión de clase porque ese funcionario explicó al detalle qué no le gustaba del artista, y, por exclusión, obviamente, dejó saber qué sí le fascinaba a él, tan refinado.
Esa cuestión de clase, tapiñada por las teorías de la movilidad social de ciertos grupos, se vio, sobre todo, cuando el cantante pudo ofrecer un concierto en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México en 1990. Y se deja ver, ahora, cuando el ídolo ha muerto y los prejuicios irrumpen para ¿por fin? fantasear un balance de su sicalíptica estética cultural.
Siempre ha sido difícil para cierta estirpe intelectual definir lo popular de acuerdo a los rangos categoriales de lo clásico, tradicional o moderno. Aquello que sale del molde peca de ramplón o impropio y su predominio habrá de ser leído como un signo de la hegemonía cultural del poder. Juan Gabriel, entonces, no podría pertenecer a un universo cultural soberano –del propio artista- aunque fuera solo como un triste epítome del dolor o del furor de unas masas empobrecidas por las condiciones materiales y espirituales del entorno. No podría, porque una acotación exhaustiva (¿por la textura de sus canciones?) de lo popular, súmmum del artista, solo existiría como distensión del raquitismo cognitivo de la plebe.
Nobleza sexual
Así, cada canción suya fue diseccionada desde las convenciones más ligeras de la gramática hasta las rimas menos felices de algún hit musical. Pasando por ese erizo seudo exquisito de verlo encarnando algo que muchos llevan dentro y encubren, y, en él, es exterior, visible y exhibible. Y noble. Ese juego de máscaras y monerías de un temple –o personalidad-, que condensó y aniquiló el cuño del prejuicio, sin prejuicios, es quizá el arbitrio cultural más revelador de Juan Gabriel, pues no precisó del activismo sexual (heterosexual, homosexual, intersexual, transexual) para colocar en el mapa la indefinición histórica de la libertad y la potestad del cuerpo. La música inventada por él añadió una alegoría más al abanico multicolor de lo mexicano en tierra propia y ajena.
Pero no fue solo lo extravagante o singular lo que hizo de él un fetiche o un ídolo; fue una suerte de inocencia social –cultivada al máximo en cada una de sus canciones- lo que le sirvió tanto para “triunfar” en la norma capitalista cuanto para fraguar su búnker emocional: escribía y componía lo que sentía alrededor, pero no leía. Era como si conociendo el mundo, en las letras de otros, se contaminaría de una pena que no había sentido y prefería abrigar el dolor o el amor en vivo y en directo, y, desde esa butaca de sollozos y goces, comprendería y aprehendería con rigor lo que era la vida de todos: lucha y amor.
Ciertamente, la industrialización de ciertas actividades artísticas, pueden llevar a creer que todo en Juan Gabriel fue una maquinaria publicitaria y vacío. Pero el mismo artista, con una vida forrada de claroscuros dignos del desacato sexual –desde antes juzgado por los censores de las zonas pudendas-, se encargó de erigir una verdad personal que superaba los cánones de la reputación moral hipotéticamente consensuada. Y eso en una sociedad tan machista como la mexicana –o la ecuatoriana- deviene en cátedra, es decir, la castidad es el único pecado que existe.
Fisura sentimental
Sí, gustar de Juan Gabriel es una cuestión de clase. Y lo popular del artista, como educación sentimental colectiva, se tomó las fisuras de unas clases permeables a aquello que les quiebra jerarquías y concede placeres; que les coteja frustraciones y revela impotencias; que les disimula idioteces y supone felicidad.
Cuando se escuchan las entrevistas hechas a Juan Gabriel, se advierte que desde el principio se preparó para una lapidación relamida de fisgoneo y morbo. Tenía respuestas agudas que daban cuenta de un ánimo abierto y no de un ser siempre a la defensiva. Conocía la catadura de la condición humana del círculo que lo adulaba y/o lo quería de veras. Sin tantas aprensiones había penetrado y hurgado el tuétano de los huesos ridículos en que se convertía muchas veces el alma humana. Una mayoría lo había aceptado a pesar del escándalo y la lascivia mediática y, con el fardo, supervivió porque tenía la fibra de la simplicidad, el candor de los emociones que se le fueron lacrando de niño, cuando el desamparo social lo había hecho viejo, y, de viejo, cuando la concupiscencia –de los otros- lo había convertido en un chavo correteando eternamente con el pararrayos de la música. Se protegía a sí mismo, como un desclasado, como un don nadie; insertado por casualidad en las bambalinas de los ídolos, Juan Gabriel se fue embutiendo en el ideal romántico de las masas, sin cortes generacionales fijos y con señas que iban y venían de un repertorio de infortunios en el que el amor es cúspide y socavón. Un desclasado que sisó las rendijas de las clases hipócritamente impasibles.
Fuera de la TV
No faltarán quienes vean en la emoción de las masas, curtidas en las naderías de la televisión del siglo XX, la pulcrísima coartada del amor, del llanto o de la violencia. Acostumbrados a pensar que el rebaño humano se asfixió luego de la ocupación de las imágenes móviles, se proscribe el ánimo social (colectivo) de los afectos y los desaires; y no puede ser cierto que un tipo como Juan Gabriel, urdiendo canciones y arreglos musicales, haya desentrañado y dulcificado, por más de cuatro décadas, la savia popular de la educación sentimental mexicana y latinoamericana: ¿será verdad ese reporte que dice que cada cinco minutos en una radio de cualquier país de la región suena una canción de Juan Gabriel?
El artista ha muerto y cunde el pánico de la incredulidad. Alguien como él, muerto, desintegra el paraíso sensitivo de la multitud.
Al otro día, semana tras semana, los CD’s vuelven a venderse como pan caliente. Y las radios repiten sus temas para no dejar que lo entierren. Y una niña bien de una radio quiteña se ríe de sí misma porque confesó que no le gusta Juan Gabriel… pero se sabe de memoria muchas de sus canciones. Y la TV por cable resucita lejos de la lumbre virtual y transmite la novela de su vida: Hasta que te conocí.
Y así se nos fue Juan Gabriel. Y nos dejó bien educaditos. Bien creídos de que la vida efectivamente ocurre fuera de la televisión. En Juárez. O en cualquier parte.
Quito, octubre de 2016.
Nota del Diretor:
Este artículo que nos remitiera Carol Murillo Ruiz este viernes 7 de cotubre de 2016 ha sido publicado originalmente en la Revista BABIECA Número 9: http://www.xn--campaadelectura-2qb.com/revistaBabieca/ediciones/babieca09/index.html