Por: Rodolfo Bueno
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Hace un siglo comenzó un conflicto cuyas consecuencias repercuten hasta hoy. Terminó lo que Stefan Zweig llamó la «edad dorada de la seguridad», cuando aparentemente la sociedad se hallaba para siempre bien instituida, pues cada familia con base en sus ingresos podía calcular su presupuesto de antemano, conocía cuánto debía gastar en alimentación y vivienda, sabía lo que poseía y sus propiedades estaban garantizadas por la existencia de un sistema regiamente establecido; cada empleado esperaba el día del ascenso o el de la jubilación y sabía qué pensión tendría; del presupuesto familiar había cómo ahorrar y el interés de ese ahorro se empleaba en imprevistos; los hijos heredaban las propiedades de sus padres y las viudas tenían rentas fijas del montepío de sus difuntos esposos; la llegada de un nuevo vástago era recibida con la apertura de una alcancía en la que se ahorraba para su futuro.
Era un mundo ideal.
Nada vaticinaba que algo malo pudiera ocurrir, pues no se creía en guerras, revoluciones o disturbios, como tampoco se creía en la teoría del flogisto; toda imposición por la fuerza o radicalismo era mal vista, pues se vivía en la edad de la razón. Claro que la seguridad no estaba al alcance de todos, pero se suponía que en la medida en que las grandes masas tuvieran participación en la producción, la misma iba a cubrir todos los estratos de la sociedad. La aparición del sindicalismo permitió al obrero conquistar un salario digno y estable, que mejoraba de día en día.
Los síntomas del progreso eran evidentes, había teléfonos, automóviles, luz eléctrica, agua potable; las comunicaciones se hacían más extensas; la higiene se volvía común y se había cumplido el sueño de volar de Ícaro. Las cosas mejoraban en un mundo que a duras penas tenía mil millones de habitantes.
Ni siquiera el disparo hecho por Gavrilo Princip el 28 de junio de 1914 en Sarajevo y que segó la vida del archiduque Francisco Fernando fue visto como algo que pudiera traer consecuencias desastrosas. Pero este acto iba servir de pretexto para que el Imperio Austro Húngaro le declarara la guerra a Serbia y fenezca aquel idílico mundo descrito por Zweig, pues tanta belleza era de oropel puro, una leve capa de pintura dorada bajo cuyo esplendor existían fuerzas destructoras que esperaban la oportunidad para lanzar a los cuatro jinetes del Apocalipsis sobre las enjutas estructuras sociales de las monarquías absolutistas de Europa.
La Gran Guerra, a la que todos iban a marchar entusiasmados, iba a terminar con casi todo régimen existente. Eso ocurrió un siglo atrás.