Por: Carol Murillo Ruiz
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Todo recomenzaría en algún poema ardiente sacado del diario secreto de Marilyn… “El sexo es parte de la naturaleza y yo me llevo de maravillas con ella”.
Enloquecida y náufraga de amores ella es la revelación de un siglo atestado de muerte y armas. Y él, el escritor, un vigía que vislumbra ese naufragio para disolver, en la isla de tabaco, las espumas del mar/boca de Marilyn…
Raúl Vallejo ha escrito una novela redonda y pulcra donde una historia de amor tiene como telón de fondo una parte de la historia de América y el Caribe. Una historia húmeda y tibia en los meandros de La Habana. Pero, sobre todo, un relato que contiene la sombra y la luz de toda buena literatura: la obsesión y el mito. Porque solo nombrar a Marilyn Monroe, en la cultura occidental del siglo XX, nos remite a la agitación de la literatura contemporánea: la obsesión y el mito visual. Y también a ese resplandor majestuoso de todo acontecer humano: el símbolo. En este caso, siglo XX al fin, el símbolo sexual.
Sabemos que Marilyn Monroe sedujo por su vida y por su tiempo; y, a la vez, fue el producto mejor elaborado de la industria cultural norteamericana que ya empezaba a plagar el mundo, y que tan bien fuera analizada por Max Horkheimer y Theodor Adorno en su canónigo libro “Dialéctica de la ilustración”. Un producto cultural muy especial y muy sofisticado para el imaginario masculino de Occidente en una época en que las mujeres, para su emancipación y para su histeria, empezaron a ocupar un lugar fuera de la casa y fuera de la guerra. Marilyn se volvió el arquetipo de una economía cultural signada por la belleza y el placer, y muchos sucumbieron ni tanto a ese constructo, potente y fastuoso, cuanto a su vida corporal/cerebral divulgada para pulir y rematar el drama de una mujer distinta. A partir de su regodeo artístico en el cine, el influjo de su desamparo espiritual fue ganando terreno allí donde –quizás- solo podía existir el deseo. Pero el deseo, también lo sabemos, es el pasaje de los afanes nunca permitidos y de inteligencias y astucias muy bien desajustadas.
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Aquel deseo y desamparo de fatalidad esencial, cultivados en una mujer, hacen posible que nuestro autor escriba Marilyn en el Caribe como retrato de otras historias que se entretejen por fuera de la industria cultural, o, a pesar de su intrusión en los resquicios más habituales de la vida moderna. ¿Por qué? Porque mientras Marilyn, en la vida real y ¿en la ficción? alterna con la pomposidad execrable del poder, allí mismo resplandece la gran historia del continente y la gran historia de la subjetividad humana tocada por el amor y el estupor.
El hilo del relato es el tráfico de un supuesto diario secreto de Marilyn que cae en manos del jardinero John G. Greene. Semejante documento vale oro y paraíso, y su preservación -a partir de ese instante- será la alucinación monocromática de Greene. Son los años de la guerra fría, y La Habana es el mejor lugar para escapar y entregar el diario único, y esconder, por lo menos, la copia sagrada que él mismo dibujó, con su puño, letra y levadura, del pan de dulce original. Entonces, asume su exilio erótico, una especie de desconsolada fábula personal salpicada de recuerdos que nunca sucedieron y de esperanzas que parecen jamás van a llegar.
El gran telón de la historia continental americana y caribeña nos acerca a los debates políticos de un período largo y clamoroso; pero también a los pequeños y determinantes acontecimientos de la fragilidad humana, es decir, a situaciones de despojo emocional en el recuadro de utopías propias e impropias; utopías que aspiran ser superadas por la valoración de lo cotidiano y existencial en una ciudad, La Habana, presa de adhesiones y deslices ideológicos. La novela discurre sin roces y los lugares comunes de un drama repetido por diarios serios y revistas rosa, es trasuntada felizmente por ese formidable lienzo del poder y sus falacias en clave de Marilyn que Raúl ha pintado para redimirla sin reproches.
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El relato es un síntoma también de las inquietudes, que no obsesiones, del político que lee (el autor) desde la evocación y la crítica, el pálpito de Cuba en el siglo XX. Quien lee la novela puede oler a La Habana, sentir la textura de sus casas, rozar la piel de sus gentes, percibir el olor de su comida, cabalgar en los ijares de sus liturgias profanas, o mirar la vecindad con sus avatares domésticos y, al mismo tiempo, con la espada de la historia rebanando los costados más tristes de su día a día… Raúl Vallejo ha atravesado la ciudad y decantado sus voces y sus ahogos y, en ese proceso, ha detectado las tinieblas del bloqueo y los furtivos talentos de los individuos –remedos de espías- tocados por el delirio del amor. Combinar estas posibilidades narrativas, cargadas de la verosimilitud que ha de tener la construcción de personajes y el montaje de un escenario novelístico soberano, solo ha sido posible por el excepcional oficio de escritor que exhibe Raúl en esta personalísima leyenda de la diosa rubia y triste, y los fugaces amantes que rehabilitan sus vidas después de masticar la ruina. Sin contar con las explícitas referencias a autores y filmes que se volvieron clásicos en el siglo de Marilyn.
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Así, Odalys es la otra Marilyn. La mulata que cobra vida fuera de los afiches de la actriz que posa para el futuro que no verá. Odalys es la mujer que el jardinero ansía para exorcizar sus pasados distintos e iguales. Dos seres vaciados de curiosidad amatoria hasta que se animan a limpiar sus ánimas a través de la santería oricha de Usnavy. Odalys, John y Usnavy. Pocos personajes para colmar la historia; pero varias páginas de un diario para olisquear la lucidez del símbolo sexual: “Arthur solía hablar acerca de la condición afrodisíaca que el poder ejerce sobre las mujeres. Él decía que a las mujeres les fascina ser la presa favorita de los cazadores poderosos. Así debe ser porque he sentido que no hay nada tan excitante como tener al hombre más poderoso del mundo arrodillado, hundida su cabeza entre mis piernas apuntando a la luna”.
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Cabe destacar también que el registro de su lenguaje, en esta novela, alcanza para cada pliegue del orbe occidental. No solo por la frescura y la elaboración de ambientes y personajes suficientemente conocidos por los hijos del siglo XX, sino porque la historia, cosmopolita desde la psíquica fijación de Marilyn, es una historia que puede ser leída y disfrutada en todas partes. El sello del siglo XX se distingue en los nombres del poder, en el aniversario cincuenta de una muerte icónica, en la explosión del cinematógrafo como refuerzo técnico de la cultura, en la confabulación del comunismo cubano, en el sexo y las drogas que relativizan el fondo del abismo, en fin, en el registro de un lenguaje tan bien trabajado a nivel global que no hay huellas del localismo que a veces parece tan de nosotros y tan de nadie que, mal trazado, solo se podría leer en la parroquia.
Marilyn en el Caribe puede ser vista incluso como uno de los testimonios de las contradicciones del siglo XX y los dos sistemas políticos que fecundaron sueños, traumas y coartadas morales en los hombres y mujeres que los habitaron y los abandonaron tan pronto como pudieron. Pero también como el alegato íntimo de unas historias mínimas sobrepuestas al dolor, mientras la vida hace migas con las almas en pena.
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Una vez más, Raúl Vallejo, que es impecable para pasmarnos con registros de lenguajes no unívocos -en sus diversos textos-, por ejemplo, la novela El alma en los labios, en el que afloran varios recursos narrativos a través de lenguajes viejos lenguajes (gracias a la atmósfera intelectual y trágica del poeta Medardo Ángel Silva, cuestión que merecería otro espacio y otro trance), es la muestra fehaciente del oficio de un fino cultor de la palabra para quien narrar es vivir la dúctil metamorfosis de la arcilla.
Presiento que Marilyn en el Caribe será, para el autor y para nosotros, una vía para sentirnos, como nunca, hijos del siglo XX, o sea, hijos de la orgía cultural de aquella musa y diosa y hembra de una industria que repite su embeleso cada vez que la vemos por ahí o la leemos en el diario secreto que (solo) Vallejo pudo transcribir sin asomo de hipócrita pudor.