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La momia de la iglesia de Sicalpa

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

No ha de ser ni la primera ni la última vez que tenga que encontrarme con una momia. Conozco algunas disecadas, otras que han estado en proceso de desintegración; y hasta algunas frescas que deambulan buscando obsesivamente nichos para medrar y descansar en la inmortalidad, convencidas de haber contribuido con sus paranoias divulgadas como trascendentes.

Ahora estoy intrigado con una momia silenciosa que se cruzó en mi camino hace más de veinte años. Al mirar entre otras, ¿Será esta la del Doctor Don Manuel Vallejo y Villandrando? Recuerdo que al mirarle su cara, mis ojos resbalaron como peñascos sobre los restos de esos pómulos que tenían tierra mezclada con olvido. Cayó mi mirada de un salto que dio desde mis ojos a los repliegues de un tiempo perdido. Tuve un dolor parecido al que siente la luz cuando se choca con la testarudez. No sé si alguien sepa, pero a veces la gente como yo, la que sale a recoger las heridas de la historia, como se recogen granos de las mazorcas maduras de dolores, a veces encuentra gritos perdidos con los que uno se pone a restablecer su pasado, para que el espíritu quede en paz. No se pueden recoger las heridas con las manos, sino con unas esponjas absorbentes que crecen en la memoria, pero en la buena memoria que tienen los que saben de las mallquis. Esto quiere decir que trataré de ver con ojos aborígenes el tiempo recorrido en la contemplación de su pasado.

Estoy casi seguro de haberme encontrado con la momia del Doctor Manuel Vallejo y Villandrando cuando bajé a las catacumbas de la iglesia de Sicalpa la Vieja. Estaba a la diestra, debajo del altar mayor a donde bajamos por unas gradas de piedra, ocultas bajo una tapa grande de tablas con gonces chirriantes que se habían colocado desde 1602. Todavía sus gruesos fémures parecían reclamar a los gusanos la carne blanca y jugosa de sus muslos redondeados que sostenían, como pilastras de mármol, la escultura de su noble cuerpo bañado por los ungüentos aceitosos de la iglesia. Había fragmentos de ropa alrededor de su sacro descarnado. Más bien diré que tenía partes de unos vendajes con unas fajas donde los días y las noches de esa perpetua oscuridad habían pasado como cuentas de un largo rosario rezado a saltos por decenios. Los trapos sobrantes molidos por las letanías de mariposas y polillas, devorados durante siglos, eran gritos secretos de esos inevitables bichos, que se habían ido comiendo su escondida castidad, y se negaban a tener alas por el miedo de convertirse en tonsurados ángeles de las tinieblas.

¿Qué más se puede decir al leer en el testamento?: “Iten declaro que por la piedad de Dios todopoderoso que me ha tenido de sus manos, ni antes de haber obtenido orden sagrada ni después de sacerdote he contraído amistad ilícita de que pueda haberme resultado hijo alguno natural o sacrílego que pueda pretender derecho alguno contra mis bienes. Declárolo así para que conste en todos tiempos. Por la experiencia que tengo, después de muerto un hombre, por temeroso que haya sido de Dios y amante de su buen nombre y fama, suelen maquinarse falsos testimonios, intentando y procurando tener parte en las herencias, para que, como esto ha sucedido con otros, lo intentase alguno después de mi fallecimiento, mis albaceas y herederos pongan todo esfuerzo posible en defender mi honor conforme a derecho, sacrificando para este efecto, y gastando si necesario fuere, todo mi caudal. Declárolo así para que conste.”

Al mirar de nuevo lo que quedaba de su momia, trataba de encontrar las cenizas de su honor desintegrado; pero ya no quedaba nada de su carne, ni las evidencias del instrumento que delatara su virginidad. El cuerpo debe tener partes nobles que preserven pos morten el honor. Cosas que a él le preocuparon en su vida, divagaba en preguntas que repulsaban los ladrillos del nicho. Entonces iba comprendiendo que el silencio es tan poderoso como la muerte. Pero algo me decía que yo podía volver a dar mi testimonio porque había ido a dar con su testamento.

“Quiero que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia y santuario de Nuestra Señora de Sicalpa, donde tengo mi boyada y sepoltura…” es como si yo mismo hubiese vuelto a oír de labios de la momia, a la que, como les voy contando, hace algunos años bajé a ver en las catacumbas de la reconstruida iglesia de Sicalpa la Vieja. Vi varias momias que estaban expuestas como si en una panadería instalada en un cementerio hubiesen sido olvidadas en sus artesas destapadas. Ahí estaban como masas leudantes de la muerte. Estaban recostadas a los costados de los fríos murallones de piedra volcánica, debajo del templo, tratando de conciliar un extravagante sueño después de que pasara nuestra visita. Como les cuento, entramos por unas graditas que estaban ocultas debajo del altar mayor, a donde bajamos con el silencio taponado en nuestros labios, tras la lucecita de una vela que retrocedía su lumbre en dirección de la boca del sótano.

Ahí adentro, todos empezamos a sentir un miedo diferente, muy parecido a una sensación por la resurrección de cadáveres perversos. Era una sensación de un peso oscuro que podía doblegar hasta a los más valientes. Peor si nos apagaban alguna luz de vela con la que el guía o sacristán nos conducía alumbrando los cráneos desmuelados y los pechos vaciados de alguna palpitación sobrante, esparcida en el aire de esos sótanos. Algunas momias, a las que las vi titilantes en ese entonces, estaban envueltas en medio de lo que serían unas gasas y unas fajas, cual se si se tratara de niños alargados desproporcionadamente, y crecidos con el espanto, estirados en las oscuridades de ultratumba. Tenían las bocas entreabiertas llenas de telarañas a donde se decía que no entraban ni las ratas; y por donde se habría escapado el alma para nunca más volver.

Recuerdo claramente que cuando salí de la iglesia de Sicalpa la Vieja, me encontré con un indio que arreaba un grupo de bueyes hacia los potreros que crecían a espaldas de ese templo de piedras, recordado actualmente como la archibasílica, que lo habían levantado sobre la colina, con la idea segura de que su torre y la presencia de la iglesia tuviera la necesaria solemnidad. Creo que han pasado un par de décadas desde aquella visita. Pero recordando las cosas de nuestra memoria aborigen, dejo la hipótesis que, de seguro la iglesia debió haberse levantado sobre una “huaca” de las tantas que tenían los nativos para sus adoraciones.

Resulta que ahora he ido a dar con el testamento de la momia que me quedó mirando con sus ojos vaciados. Tengo la idea exacta de que son sus palabras las que releo con pasión: “Quiero que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia y santuario de Nuestra Señora de Sicalpa, donde tengo mi boyada y sepoltura…” ¿Por qué tenían que encontrarme los bueyes al costado de la iglesia, justo después de yo haber salido de su sepultura? Rumiaban el pasto crecido entre las piedras derrumbadas y sobrantes del cataclismo que había botado al suelo los ídolos de la fe superpuesta.

Leyendo el testamento y mirando su nerviosa firma al final del mismo, tengo la rara sensación de la pena que deben sentir por la muerte, quienes creen que la tarea vital no está cumplida. Debe ser duro pensar que hay quienes se quedan en este mundo, sin saber ni descubrir siquiera sus verdaderos cometidos vitales. El Doctor Manuel Vallejo y Villandrando murió desconfiando hasta de los demás curas incompetentes; y hasta sospechaba que se robarían las alhajas y las joyas con que el moribundo había engalanado a sus vírgenes. Dice que fue “Vicario Juez Eclesiástico del Convento de Monjas Conceptas… Hijo legítimo del General y Gobernador de las Armas Don Miguel Vallejo Peñafiel y de doña Josefa Villandrando, vecinos que fueron de esta villa de Riobamba.” Su madre debió haber dejado un raro “vacío” para que su padre se haya vuelto a buscar a una compañera para el resto de su vida. Esta fue doña Mauricia Cisneros.

Seguro que una de estas “reliquias” que me mostraron en Sicalpa debe haber sido la larga momia del Doctor Manuel Vallejo y Villandrando; muerto, quien sabe a más tardar, un año después de haber hecho este testamento, por 1778. Sabemos que desde los inicios de los años 1600, esta iglesia fue repletándose de momias de curas y hacendados que bajaban a quedarse en los sótanos del templo, con la cara hacia arriba, tan solo expuestos en una plataforma de madera dentro de unos nichos laterales, donde se los podía ver de pies a cabeza, con la cara destapada, bajo esas concavidades de piedra fría de casi un metro de ancho. Pero esto es un decir, porque entre restos de vendas solo pude ver huesos de humo imposibilitados de transformarse en hollín. Eran testimonios de varias momias yacentes en los sótanos de la iglesia de Sicalpa, remurientes por la humedad.

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