La quinta noticia

Por: Carol Murillo Ruiz

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Desde hace mucho tiempo cunde en los espacios de las reflexiones más serias la idea de que los medios –los mass media, siglo XX- desde la irrupción de las tecnologías informáticas, dejaron de ser el “cuarto poder” de la postguerra y hoy son –vía internet, siglo XXI- un poder superior a los poderes fácticos conocidos. Umberto Eco, en su reciente novela, Número Cero, pinta un fresco de atractiva verosimilitud de cómo el montaje inicial de un diario (clásico) pero no impreso, aún en la última década del siglo pasado, es una forma de conocer los intestinos del sistema político italiano, puestos en la mesa de autopsia de un relato breve aderezado por algunos hechos de excepcional peso histórico.
Domani es “el borrador de un diario” creado para experimentar algunas de las premisas del periodismo tradicional y sus variantes modernas aplicadas en un contexto de intereses y confabulaciones propios de sociedades y estados que apuestan por la democracia (occidental) como sistema político.

En la redacción de Domani trabajan una media docena de periodistas –una sola mujer- que al plantear las cuestiones capitales del ejercicio de su profesión se tropiezan con los límites de los grupos de poder en las distintas fachas de la vida política, económica, cultural, criminal y religiosa de su país. Eco no desperdicia la coartada del cinismo intelectual de varios reporteros para argüir por qué un medio puede pretender ingresar a los circuitos de influencia de su sociedad, y desde allí rehacer los discursos que dan legitimidad a lo que conviene socialmente para entender o vivir la libertad. Quien hace de director del diario, Simei, no duda en decir que quien financia secretamente el proyecto es el Commendatore Vimercate, y que éste “quiere entrar en los altos círculos de las finanzas, de los bancos e incluso de los grandes periódicos. El instrumento es la promesa de un diario nuevo dispuesto a decir la verdad sobre todo. Doce números cero (…) tirados en poquísimas copias reservadas que el Commendatore examinará y luego hará que las vea quien sabe él. Una vez que el Commendatore demuestre que puede poner en apuros a los altos círculos financieros y políticos, es probable que los elegidos le rueguen que desista de semejante idea: él renuncia a Domani y obtiene el pase para las altas esferas”.

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Pero claro, no es tan fácil como lo cree Simei cuando se lo expone a Colonna, el sentimental personaje que cuenta la historia. En el camino de los primeros cero números las discusiones y tareas encomendadas a los redactores permiten vislumbrar los intríngulis del abordaje público de actores y sucesos que se enredan, por extrañas coincidencias, en los temas elegidos al azar o en las noticias que salen en otros diarios en ese mismo momento. La gran tela de la opinión pública, tratada por Eco con ilustrativo esmero a lo largo del relato, está bordada por las intrigas de la disputa por la hegemonía política, por las pequeñas y grandes mafias de todo orden: eclesial, financiero, militar, etc., que se solazan de su poder precisamente en las páginas de los diarios o en los programas de televisión, y que no se exhiben ahí no solo por la agudeza periodística sino por la función de selectividad que tiene el celo mediático a través de una bien calculada agenda informativa. Construir e instituir esa agenda, más que un arbitrio periodístico, es una diligencia particularmente política revestida, muchas veces, de buenas intenciones. Así, Simei dirá: “No son las noticias las que hacen el periódico sino el periódico el que hace las noticias. Y saber juntar cuatro noticias distintas significa proponerle al lector una quinta noticia”. Además de, cuando hay excesiva pulcritud en un actor político o judicial, se pueden insinuar sus debilidades domésticas, o, lo que es lo mismo, arrojar una sombra de sospecha que insufle escepticismo en los lectores para deslegitimar las actuaciones de dicha figura.

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Pero quizás, el telón de fondo de Número Cero se encuentra en el delirio investigativo del personaje Braggadocio, tan italiano él, que despliega una funambulesca teoría acerca de la muerte del duce Mussolini y los entresijos que pudieron ocultarse y que sustentarían una prolongadísima conspiración neofascista en Italia que subsiste, con otros nombres y rostros, en los fueros patibularios –contemporáneos- de la política y la democracia post duce.

Este complot novelesco, además, bosqueja un mapa -por separado pero con conexiones espantosamente directas-, de grupos y bandos en un período de la historia en que cada operación en Italia tenía que ver con las redes secretas de la intrusión política, financiera, militar y/o religiosa de los poderes que pronto dominarían la segunda mitad del siglo XX en Europa y en el mundo. El territorio natal-real y paralelo de Umberto Eco sería, en el registro de la interpretación, el lugar donde la maldad se apropia del destino colectivo. Y, en concomitancia, la Historia, rememorada por políticos, historiadores o periodistas sería una versión decantada, con siniestra malicia, por eso que siempre está tras bastidores y que no se detecta, sobre todo, en el mundillo de las noticias; noticias que labran una opinión pública susceptible de continuadas e invisibles maquinaciones. Como dirá Braggadocio: “El caso es que los periódicos no están hechos para difundir sino para encubrir noticias”.

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Umberto Eco, en este relato corto, menos ambicioso formalmente que otros trabajos novelísticos suyos, ha hurgado en las tinieblas del totalitarismo mediático (el ensayo Domani sucede en 1992) antes de la explosión del internet, y, por tanto, alimenta, en grado sumo, la nueva crítica contra esa cuasi verdad revelada de los medios antiguos y actuales: su desprendimiento de los poderes clásicos para erigirse en uno distinto y superior, capaz no solo de manosear y vulnerar la historia, sino de protagonizarla como un modo de producción de ideología autónomo, pero ensartado a una axiología que, sin recato, calca la connivencia de virtud y crimen como norma social de las democracias mediáticas de ayer y de hoy.

Número Cero es incluso una alegoría de cómo el modelo italiano deviene en una referencia atemporal. No en vano su gran estado alberga -en su ciudad más emblemática, Roma- al estado del Vaticano, cebo suficiente para que los medios, sin erizarse, observen todavía los “valores” de occidente en la figura del obispo de toda la capital italiana, es decir, la permanencia de una especie de sui géneris teocracia ¿dentro? de una democracia (o telecracia) naturalizada por políticos, historiadores y periodistas, tal como sucede en esta última trama de Umberto Eco.

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