Los fantasmas de la casa azul

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Cronista Vitalicio de Ambato

No hay duda que en la Casa Azul es en donde viven el mayor número de fantasmas de la época de la Independencia. Solo hay que preguntar a los óleos de la Marquesa. Dicen que hay un fantasma que vive en el óleo grande en donde está Sucre cabalgando sobre esa luz maldita de su caballo blanco después de la batalla de Ayacucho. Se sabe que hay otro, metido en las maderas pulidas de silencio. Son fantasmas que viven solos, resecándose entre los muebles viejos, sintiendo en sus adentros el paso de sus muertos. Dicen que al bajar a las caballerizas, se oyen relinchos de las monturas briosas, de los galápagos y los ganchos pudorosos en los que cabalgaban las mujeres. Hay que oír contar a quienes dicen que al tocar los estribos, se siente que vuelven a revivir los jadeos de los caballos que perseguían con sus olores las trayectorias de los rifles y de las traiciones.

Hay que entender que los espejos de la Casa Azul, envueltos en labios de pan de oro, reflejan intactas las aristocracias copiadas a las damas francesas e italianas. Ahí es posible todavía, a pesar de los siglos, abrirse paso por los mismos caminos a los abismos de la nada, a través de los mismos senderos por donde van y vienen las sombras de las proclamas de Bolívar, de las sumisiones de Sucre, de las infidelidades desquiciadas de Manuela, y de los fantasmas de la servidumbre que aprendieron las lecciones del adulo y de la complacencia, de las risas y las lágrimas, de la esclavitud y de los sueños de libertad.

Ahí, en la Casa Azul, los espíritus no son solamente de los que han ido dejando sus antepasados, sino que hay fantasmas que viven vidas futuras, como si hubiesen sido vividas ya por el destino, antes de que las cosas sucedan en la memoria de la gente encargada de hablar de las constataciones de sus descendientes. Toda la manzana era una sola casa como una patria grande, hasta que llegó Sucre para comprar la parte norte de la mansión y fundar en ella una república a su modo.

A veces la Marquesita de Solanda todavía entra alegre y juvenil, como cuando en sus ojos brillaba el preludio de los desastres con que se vigilan las contradicciones de la vida. Era la inocente Marianita, nacida en las cunas del poder de la aristocracia quiteña, hija de un padre poderoso que en la fiesta por la Batalla del Pichincha ya había decidido destinar a su hija de 19 años, a que fuera en el futuro la esposa del Mariscal, del auténtico libertador de los odiosos gachupines. Por algo soy el padre de Mariana, había dicho frente a una copa. Me llamo Felipe Carcelén y Sánchez de Orellana, sexto Marqués de Solanda y Quinto Marqués de Villarrocha, Primer Alcalde Ordinario de la recién libertada, muy noble y muy leal, ciudad de San francisco de Quito.

Por la puerta por donde entraba todo el mundo con el sol de las mañanas, ahora solo recorren los fantasmas tropezándose con ebrios, malandros, prostitutas, mendigos y perros callejeros. Cuando ven que entre la luz podrida de las madrugadas, una mujer engalanada con sus lutos, sale por la caballeriza, dicen que gime tan hondo como las montañas de Berruecos, y que llora profundidades insondables, y clava en el aire unos puñales a todos los nombres que tiene en su cabeza. Dicen que es porque está tratando de vengarse de todas las sombras confabuladas en la sedición relacionada con la muerte del Mariscal Sucre, su asesinado primer marido.

Cuando en cambio sale con sus ojos resecos y perdidos, cubierta con la mantilla negra de bordes blancos, es que se ha puesto a vagar por las iglesias de Quito recordando a su segundo marido, el coronel colombiano Isidoro Barriga y López de Castro, que debe andar ebrio sin saber cómo dilapidar su fortuna, e insistiéndole a su esposa que pida aportes a Bolivia, argumentando que allá le deben guardar gratitud a Sucre, por fundador de esa república; y además, porque ella fue la primerísima dama de esa nación. Algunos dicen que a veces oyen que repite lo que había dicho en el matrimonio con el militar Isidoro: “Con Sucre me casaron, con Barriga me casé”. Y dicen que se había quedado como perdida pensando en ese 20 de abril de 1828, fecha que, con el poder firmado por el puño y letra de Sucre que estaba en Bolivia, había tenido que jurar ante el altar, su amor a Sucre, pero acompañada de su apoderado el Coronel Vicente Aguirre y del obispo de Cuenca, el Doctor, Carlos Miranda, quien le había otorgado las dispensas necesarias para la consumación del matrimonio, con lo cual daba por terminado su ‘adulterio moral’.

Cuando el mismo fantasma sale como mujer embarazada y decidida, se debe a que es un espanto dispuesto a enfrentarse a quien se atreviera a criticarle, comentando que eso no lo debía hacer como Marquesa. En América, más que en ninguna parte, los marqueses y los condes solo serán fantasmas hasta la vuelta de la esquina, dicen que repetía a los curiosos que pasaban por debajo de su abultado vientre: Pude asaltar al amor y voy a contraer terceras nupcias con el abogado lojano José Baltasar Carrión Torres; y si quieren, les daré otras respuestas. A sus 46 años su vientre se esconde por las noches en la pasión de su amante que ha caminado diez años por delante de su vida. Están de su parte todas las obras de caridad que le salen al encuentro después de que otro fantasma se le escapa de sus ojos: Mercedes Soledad Carrión Carcelén y Guevara. Entonces suenan las campanas de Quito y los fantasmas buscan libros y resquicios de las piedras para esconderse y volver a renacer en la humedad de las neblinas.

Dicen que la Casa Azul tiene un fantasma joven, el hijo que Mariana tuvo de Barriga, al que le pusieron nombre de rey: Felipe, el Odioso Felipe y Barriga Carcelén. Se sabe todavía, que cuando ya era crecido fantasma, se emborrachaba sin medida, para poder gritar en media calle, que había heredado las glorias de su padre Isidoro y hasta las glorias que Sucre había dejado previamente en las capitulaciones hechas con el vientre de su propia madre. Ya había hecho algunos intentos de robar la espada que le había regalado el Congreso de Colombia al Mariscal Antonio José y que guardaba la viuda. Su madre y las negras de servicio se lo habían impedido, hasta que cuando estaba más ebrio que todos los fantasmas, embelesado por complacer los amores con Josefina Flores Jijón, la hija del siniestro Juan José Flores, que se convirtió en su señor suegro, definitivamente decidió que la Espada de Sucre, para lo único que podía servir, era para venderla por aguardiente, elixir que incentivaba la verdadera libertad.

Los que saben de fantasmas quiteños se preguntan ¿cómo serán los encuentros a solas entre Flores con Sucre y con Barriga? ¿Cómo serán las acusaciones ultratumbezcas de los asesinatos? ¿Acaso Flores no tuvo pánico militar y sentimental por la presencia de Sucre que había decidido vivir en Quito con su prole? ¿Acaso no fue por esto mismo que una vez que tuvo república creada para sus intereses que se entusiasmó con su rica mujer Antonia Jijón para que le pariera todos los hijos posibles para que heredaran todos los beneficios de su poder, llegando a la cifra de once? Pero entonces se les desvanecen estas ideas cuando oyen de verdad en los patios de la Casa Azul, que caen desde lo alto de las barandas, al patio, los dos años de la niña lanzada por los brazos de Isidoro Barriga que, estando ebrio, desde los corredores del segundo piso de la mansión, dejó resbalar en el vacío la estrella del amor surgida entre las guerras. Teresita Sucre Carcelén, la ahijada de Juan José Flores, boquea la libertad entre las piedras del piso como un angelito de pólvora que sale volando del Pichincha hasta Berruecos. En su mentida forma de morir busca la primera tumba de su padre para luego caer en esas profundidades que resguardan Pasto, hasta donde cayó el torrente de sangre de toda la Gran Colombia para regresar por el Patía a desembocar en otros mares de gloria. Ella se resbala despacito por esos ríos de odio y esos precipicios de profundas traiciones para esconderse para siempre de todas las barbaries que seguirán doliendo con los siglos.

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