Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Historiador y Cronista Oficial de Ambato
“A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, a fin de que nuestras reclamaciones se presenten con el estruendo de conquistadores, no con el vil clamor de los mendicantes”. Estas son tus palabras, las que he buscado en la fosa común de Piura a donde fueron a parar refundidas con tus huesos libertarios, por el año 1829, cuando decidiste tragarte la propia luz de tus ojos que habían visto parpadear injusticias por 47 años, dándote un disparo con el arma con que venías amenazándole a tu propia muerte que se burlaba de tus delirios de libertad. Un día me encargaste que las volviera a repetir cada vez que nuestro pueblo repensara en tener patria libre y nunca traicionada. No me importa que hayas caído en cualquier tumba, que hayas bajada a la fosa común de Piura lejos de tu tierra donde aprendiste la dignidad de las derrotas en los campos de Huachi. Perdona, dijiste que los idealistas no tienen derrotas sino contratiempos. Me lo cuenta Carlos Tobar en sus páginas arrinconadas al olvido.
Dijiste que peleabas por la libertad. Vengo a hacerte recuento de tus propias palabras: “Cuántas ocasiones al ser testigo de cómo colocamos en los puestos elevados a hombres que no poseen sino el mérito de lo desconocido, cuando no las propiedades de sus defectos: a esos cínicos de la política, que ni siquiera ocultan la avidez ansiosa de apoderarse de la Patria para saciar un hambre canina del despotismo; al ver cómo no exigimos de quien ha de gobernarnos ni los buenos antecedentes, ni los conocimientos indispensables para la ardua tarea de regir a un pueblo, pues, inconsecuencia incomprensible, averiguamos la conducta de un criado como garantía para recibirlo a nuestro servicio y nada inquirimos para entregar los destinos de la nación a patriotas problemáticos; exigimos largos años de estudio al abogadillo que ha de defender un pleito miserable y al medicastro que ha de curarnos un romadizo, y nada requerimos de quienes deben entender en la honra nacional y en los sagrados intereses de los gobernados y curar los males morales que pueden sobrevenirnos.
Cuántas al mirar a aquellos gobernantes egoístas, criminales que sacrifican los bienes, el honor de la patria, por un poco de fútil humo de lisonja, producido en el incensario de una vil adulación. Cuántas al contemplar al cobarde móvil de temor a la hez de la sociedad, que dirige la conducta de quienes deberían seguir siempre el camino de la rectitud, desposeídos de otros impulsos que no sean los de la razón y de la justicia. Cuántas veces, al ver a los tahúres de la apolítica hinchados sobre el tapete desgarrado de la patria, temblorosos, anhelantes, lívidos, crispados los músculos, espumajosos los labios, el alma sacudida violentamente por una iracunda esperanza o por un terror preñado de venganzas, al verles, digo, inquirir los dados falsos que saltan del cubilete de las urnas y que van a darles o quitarles un predominio o una renta o un empleo, que los hombres dignos no quisieran aceptar a trueque del rencor, del insulto, del odio, de la calumnia, de la envidia que, cual montoncillo de monedas, cada uno de la turba de los jugadores pone junto a sí en la mesa de la infamia. Cuántas al presenciar cómo la desapoderada ambición empapa en sangre los campos, los caminos, las ciudades… ¿Y todo para qué? – para caer en poder de los hombres ineptos, de intrigantes perversos, de troneras irreflexivos, de ambiciosos sin conciencia. Para recorrer incesantemente el vía crusis del abatimiento, del retroceso, de la miseria, del descrédito, del desprecio acaso de las demás naciones del globo. Para con nuestras barbaries estar invitando a éstas que nos conquisten. Para ir de la opresión al libertinaje, del despotismo a la demagogia, de la degradación del imbécil al azote del tirano, convertida la república en propiedad del odiador del trabajo, en tema del monomaniático de grandezas, en feudo ligio del descaro, en botín de los salteadores de los solios, en patrimonio de los insolentes, en legado de pícaros, en mercadería de ladrones, en palestra libre de agitadores, de trastornadores sin ley, sin Dios, sin alma… los incapaces para gobernar su casa se empeñan en gobernar los pueblos, los que no pueden conservar su hacienda se esfuerzan en apoderarse de la pública… ”