Somos lo que creemos

Por: LOLO ECHEVERRÍA

Estamos acostumbrados a pensar que los electores se equivocan en la elección de sus representantes por ignorancia pues no conocen ni examinan sus ideas, sus proyectos y sus capacidades para determinar si serán capaces de cumplir las promesas que hacen. Pensamos así de los electores porque damos por válida la teoría del bien informado. Esta teoría nos induce a pensar que los violentos debates políticos son solo malentendidos por falta de información.

Esta teoría no es correcta; al menos es lo que dicen los politólogos y sociólogos que han estudiado el tema y han hecho pruebas para determinar si la calidad de la información facilita el entendimiento y los acuerdos políticos. Experimentos realizados por Dan Kahan, de la universidad norteamericana de Yale, indican que el examen de los hechos y las cifras resultan convincentes, especialmente a quienes tienen habilidad para las matemáticas, pero, sorprendentemente, no ayudan para nada cuando esos mismos hechos y los mismos datos ponen en cuestión nuestras opiniones o nuestra relaciones con las personas en las que confiamos y a las que amamos.

Las creencias son más fuertes que los razonamientos. Ante cualquier información que amenace sus opiniones o creencias, los electores responderán utilizando toda su artillería intelectual, no para descubrir la verdad sino para defender sus creencias. Los partidos políticos, cuando funcionan, son creadores de opinión y facilitadores de identidad. Cada partido es una organización que tiene ideología, que transmite opiniones a sus afiliados y a sus adherentes, cuenta con pensadores que sustentan esas opiniones, financiamiento para divulgarlas y estrategas para generar identidad. Así sobreviven los partidos y las organizaciones.

Nuestros partidos agonizan porque carecen de ideología, no tienen disciplina, no generan identidad. Ni los mismos dirigentes saben qué quieren ni qué son. Los candidatos se divorcian de los dirigentes, los elegidos se declaran independientes, las resoluciones de las asambleas son un engaño; el partido es un conjunto de privilegios que se vende al mejor postor. Asíes comprensible que los ciudadanos carezcan de identidad política, que no tengan ningún sentido de lealtad, que su participación se limite a votar por obligación. El voto no implica responsabilidad ni compromiso alguno. Al elector nada le asusta, nada le emociona, no espera nada, porque no cree en nada. Estas son las condiciones en la que nos ha sorprendido el caos político-electoral.

En otras circunstancias, los pleitos y niñerías de los tribunales habrían provocado, al menos, escándalo; habría podido servir para hacer apuestas al ganador. Ocupados los electores en angustias vitales como las de alimentarse, trabajar y sobrevivir, no se interesa en leguleyadas de amanuences, aunque pongan en peligro la elección presidencial. Los políticos deberían hacerse una limpia.