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Teresa de Montero. 1912

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Cronista Vitalicio de Ambato

Ella llora una pregunta que nadie le contesta desde hace cien años. Ella, al final de su vida, fue una garza solitaria que no podía volar a los laberintos de los Andes. En Quito, una garza sería ridiculizada, perseguida, apedreada, disparada y exterminada de inmediato. En Quito siempre habrá cuervos y gallinazos; además, porque ahí está la Casa del Gobierno Nacional con sus salas de banquetes y de desperdicios que regodea tanto afortunado. En todos los tiempos los ministerios y los congresos tendrán olores nauseabundos, y funcionarios en putrefacción. El olor del poder siempre atrae a la barbarie.

“Señor Encargado del Poder Ejecutivo, Quito. Señor: Deber sagrado de esposa, me obliga a dirigirme a Ud. Para solicitar la entrega de la cabeza y el corazón de mí esposo señor General Pedro J. Montero, que existen como trofeos en poder del Ejército del Señor General Leonidas Plaza Gutiérrez; pues fue cobarde y alevosamente asesinado anoche. (firma) Teresa de Montero”.

Carlos Freile Zaldumbide, adueñado del Poder Ejecutivo, no sabía, en un principio, qué hacer con la cabeza y el corazón del mejor aliado del Eloy Alfaro. “Eso”, lo habían pedido los conservadores para que les fuera enviado desde Guayaquil, donde quedaron los criminales planificando el resto de la más vergonzosa barbarie de la historia política del Ecuador. Carlos Freile Zaldumbide es desde entonces, por unanimidad, un gallinazo que tiene mucho orgullo en sentirse un Fénix de la Rapiña. Despacito, debe comerse poco a poco los labios hinchados, y la nariz sanguinolenta que expiró por los disparos que le dieron el teniente Alipio Sotomayor y el comandante César Guerrero, en presencia del General Leonidas Plaza y del Ministro Juan Francisco Navarro. La noche que se merendó los ojos no pudo dormir porque soñaba con transformaciones políticas. Después que se comió las orejas con restos de cuero cabelludo, oía todos los triunfos de las batallas liberales. También se sabe que se tragó algunos dientes de Montero para ver si se le transmitía la fama de quien fuera “El Tigre de Bulubulu”. Finalmente se comió el corazón paralizado del liberalismo. Con el vientre repleto, mientras le duró el ejercicio del poder, se cagaba todos los días en el solio presidencial, con mucha complacencia propia y la de sus fanáticos. Estaba tan ocupado que nunca pudo responder el telegrama de Teresa de Montero.

Teresa mide entre sollozos y lágrimas el tamaño del sadismo y de la barbarie. Parece una pesadilla pero es la cruel realidad. Su marido que estaba siendo juzgado en el segundo piso de la gobernación de Guayaquil, de pronto es lanzado agonizante como un bulto de desechos por el balcón: “ahí lo acribillaron a balazos y empezaron la terrible tarea de despedazar su cuerpo. Lo desnudaron, cortaron su cabeza, poniéndola en una bayoneta y empezaron a pasearla por las calles, mientras otros organizaban un juego con los órganos genitales, lanzándose de unos a otros. El cadáver despedazado y sangrante de Pedro Montero, fue arrastrado a la Plaza de San Francisco (en Guayaquil), donde se había reunido gran cantidad de gente, procediendo de inmediato a incinerar sus despojos”.

Teresa mira pasar bandadas de garzas sobrevolando el río Guayas. Todas vuelan heridas y agonizantes. Sus blancos plumajes van ensangrentados a deshacerse en el crepúsculo. Cuando sus ojos van por el horizonte, mira al sol, morir asesinado. Teresa se palpa el pecho y siente que tampoco le ha quedado su corazón. El dolor es ahora un vacío que lucha con la memoria. Llora impotencia por sus diez dedos crispados. Llora más lágrimas que el río que refleja en sus ondas su negra cabellera. Llora más crepúsculos ensangrentados que el propio mar que le consuela. Llora más soledades que la luna que nunca duerme cuando contempla las maldades. Llora de pie como una palmera que se sube al cielo a expandir sus verdes alas de esperanza. Desde arriba se da cuenta que un día se ha de terminar todo ese infierno en el que ha caído la Patria.

Octubre 16 de 2015

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