
Por: Luis Curay Correa, Msc.
Vicerrector UETS Cuenca (Ecuador)
El frío viento irrumpe a dentelladas en el cuarto oscuro que da al traspatio de la vieja casona. La puerta abierta permite aquel gélido encuentro. Unas blancas manos la abren, con armonioso encanto acomodan la intrincada cabellera del pequeño dormilón, quien se arropa con las cobijas maltrechas que intentan aislarlo del frío. Solo palabras amorosas salen de la maternal figura buscando animar al pequeño para enviarlo a la escuela.
El despertar es lento y perezoso. Los ojos entreabiertos pugnan por no abandonar el mundo de los sueños en los que el niño de ocho años está sumergido…Son, aquellos recuerdos, los que acompañan la vida del autor, que siendo ya un hombre maduro, aún siente en su piel las caricias recibidas para saludar el advenimiento de cada día. Sigamos auscultando la memoria:
Una taza llena de café caliente y un pan mestizo, embadurnado con deliciosa nata, lo esperan en la mesa de la casucha que oficia como cocina. Vaporosos olores llenan el ambiente. El pequeñuelo mira con gran admiración a la diligente madre que luego de servirle el desayuno, apresura el fiambre para colocarlo en la vacía caja de zapatos que luego, con voraz intención, será asaltada en la hora del recreo.
El uniforme listo sobre el planchador del dormitorio principal, lo zapatos, aunque agujereados en la suela, brillan esplendorosamente. Al vestirse y calzarse con estos atuendos nuestro amiguito siente enfundarse en un desconocido futuro. Inmediatamente la cabellera es mojada y un peine veloz hace el tortuoso trabajo.
-Ya eres todo un hombrecito mijo, mira cuánto has crecido – halando un rojo cachete, la de dulce voz, acomoda el mechón que siempre resbala por la frente del infante.
-Sí, es que ya tengo ocho – le devuelve la gentileza el pequeñuelo con una sonrisa.
Es sumamente tierno el momento de la despedida. La mano derecha hace la señal de la cruz sobre el escolar, a la vez que un beso, y un montón de recomendaciones le son regalados. Un morral destartalado descansa en la tierna espalda, mientras las manos, agitándose de un lado a otro, lo despiden.
-Ahora sí a correr- se dice.
La empinada calle es ganada a grandes trancos. No hay quien lo detenga. De pronto, un inesperado chiflido, lo invita a frenar a raya. Es su amigo de banca en la escuela, el Orellana, como lo llama. Saludan, y esta vez, ya son dos los que apresuran la marcha.
Los empujones son parte del juego, uno de ellos, de desafortunada consecuencia, lleva contra la banqueta, el cuerpo del dormilón. Orellana, asustado, repite que no era por hacer, que lo perdone, que no pensó que iba a ser así de fuerte.
-Fue sin querer, amigo, se me fue la mano, perdona.
-Casi me revientas la cabeza, los escasos sesos que tengo se revolvieron por completo, sin embargo, el dolor no me preocupa, mira el pantalón, se rompió. Con lo que a mi mamita le gusta que cuide la ropa, ¡seguro me va a castigar!
Se levanta ayudado por su compinche sacudiéndose como puede, observa la cara de preocupación del agresor inconsecuente y no tiene más remedio que soltar una sonora carcajada. Los dos ríen sin parar, tanto, que en algún momento llaman la atención de los otros escolares que coinciden con ellos por el camino. Entre ambos regresan al morral los libros de texto, la cartilla de apuntes, los colores, el juego geométrico y los soldaditos de batalla que componían el ejército con el que juegan en el receso. Casi olvidan la cajita de zapatos que reposa semiabierta unos metros más adelante.
-Vaya que son resistentes los Bunky y su caja, ¡ni un rasguño!
-Sí, pero fíjate en el guineo que traías, quedó todo aplastado, ¡para una buena hambre, no hay mal pan!
El sol corona las majestuosas cúpulas de la Catedral, el azulejo refleja primorosamente la luz, llenando el ambiente de colorido y cuencanidad. Por las calles Benigno Malo, Luis Cordero y Antonio Borrero, desde la Rafael María Arízaga, se puede observar aquella gigante de ladrillo; jamás es un ejercicio vano el admirarla, su figura copa todo el espacio visible y arranca a propios y extraños más de un suspiro.
Como un sonido agonizante escucha su nombre gritado desde lejos. Atenúa la carrera para observar al que lo llama, debe dar vuelta y hurgar entre los transeúntes. Reconoce un poncho vetusto y descolorido que identifica de inmediato; es la misma prenda que lo cobija en innumerables veladas llenas de cuentos fantásticos y maravillosos. Es su madre, que, con la voz entrecortada por el esfuerzo, lo llama insistentemente:
-Mijo, espera, te olvidas el lápiz, mira tú, ¿con qué vas a escribir? Corre, que llegas tarde.
El niño solo la mira, recibe otro beso y retoma la veloz carrera. Unos cuantos metros son necesarios para sacudirlo. Frena, gira con velocidad y descubre una imagen que lo acompañará siempre: Esther, su madre, tiritando de frío, lo despide con las manos y luego le envía, por el aire, el beso más amoroso que alguien puede recibir.
Como dice quien escribe: son recuerdos de niño. Hoy, ya un hombre, se regocija con la autora de sus días que aún lo despide con la señal de la cruz y la cálida sonrisa, la misma que, con el tiempo, se ha vuelto mucho más hermosa. Y sus besos, sus tiernos besos, lo siguen sonrojando como en aquellos días.