Voy a escribirle “Ignacio” en su barriga

Pedro Reino - Wikipedia, la enciclopedia libre

Foto: Wikipedia

 

Por: Dr. Pedro Reino Garcés- Cromista Oficial de Ambato

Corra, corra padre. Se va a morir la pobre doña Marcela. Parece que el huahua le viene atravesado. Ya no puede parir la señora Marcela. Corra padre para que le auxilie con su santa bendición.

Todo el vecindario  de Latacunga se había alarmado con la noticia de que la señora Marcela estaba sin poder alumbrar a su hijo que se le había atravesado en la puertita de salida.

Mucha gente le había visto ya que la señora Marcela estaba tendida en su cama, revolcándose y gimiendo con ese hijo que no podía salir de sus entrañas. Toda Latacunga corría a la casa de la pobre señora Marcela, quien desde el día anterior pitaba como una vaca esperando que le salga el hijo de semejante barriga.

Los párpados caídos de las tejas de barro guardaban lágrimas de melancolía de la lluvia pasada. Hasta la puerta del zaguán se había estrechado con la aglomeración de la gente de menos confianzas que se había agolpado esperando las noticias de las vecinas, quienes les daban información sobre los pujos y las contorsiones. Sobre el portón de bisagras chirriantes caían las palabras de todo el vecindario, como moscas sobre esos olores que despedían tantas almas melosas.

Pobrecita la señora Marcela. Ni que fuera primera vez. Ni que estuviera débil. ¿Será castigo divino? ¿Con cuál de los padres se confesaría?  Dios nos guarde porque parecen dos. Ya era hora…

El escribano de cabildo no se había quitado los anteojos y veía todo borroso. Él también iba apresurado al alumbramiento. Tengo que sentar la fe de lo que suceda, iba musitando con los espejuelos colgados de sus narices. Parecía un ebrio que caminaba esquivando las desigualdades de la calle agujereada  por el paso de las cabalgaduras.  Su bastón enchapado en su manija de plata parecía palo de ciego en lugar de objeto de respeto y aristocracia. Por asistirle a doña Marcela hasta vengo sin almuerzo, murmuraba a los que se atrevían a preguntarle por su prisa y que llegaban a amontonarse en el zaguán.

Es que la señora Marcelita…

Y el escribano se negaba a escuchar  sospechando alguna ligereza de gente chismosa o mal pensada. Lo que alcanzó a oír de un grupo de mujeres que trataban de detenerlo fue: “Por donde se peca, se paga”. ¿Qué me querrán decir? Murmuraba moviendo instintivamente sus labios, mientras se torcía el bigote izquierdo como fingiendo un encubrimiento.

Una de las vecinas a voz de grito que rebotó de sus lentejuelos le dijo:

Hay que ir a traer al señor Cura. No se puede esperar más. Se va a morir la pobrecita.

Los jesuitas, llegados hace poco, estaban por el río Cutuchi, escogiendo piedras de cascajo para su baño, labrándolas como si fueran panes de jabón. En eso oyeron las campanas de la iglesia, y salieron ante la alarma.

Con un rosario  en la mano cruzó el portón casi a empujones y se adelantó con pasos exactos. El perro le acompañó moviéndole el rabo hasta que llegó al quicio de la puerta. Entró silencioso sin preguntar por el dormitorio ni por la cama. Ella estaba ahí con su barriga tan grande como de una vaca, como de una yegua. Marcela lo reconoció. Acomodó sus caderas y encorvó sus rodillas. Abriendo sus piernas y  destapando la sábana se enfrentó al pecado original. Es el origen del mundo, atinó a decir. Ella, comprendiendo que la muerte no tiene pudor solo alcanzó a decir: ¡Ayúdeme por favor! Y él, sin más, dejó caer su santa bendición entre sus piernas húmedas.

Es una lástima que en Latacunga todavía no se hayan difundido las estampitas de San Ignacio que es el único que puede salvar en estos casos.  Advirtió a quienes le asistían en el trance. ¿Por qué no se le ocurrió a la señora Marcela pedirme una medallita para implorar ayuda? Pero debéis saber que San Ignacio también hace milagros. Para eso hemos venido los jesuitas a Latacunga.

La gente que esperaba en el zaguán y en la calle, en medio de entrecortados rezos, imploraba por un milagro por el poder de San Ignacio.

En eso llegó un pariente y, haciendo espacio entre la gente que rodeaba a la parturienta, se apartaron a conversar con el sacerdote. Luego pidieron a los familiares que buscaran en la casa estampitas de santos que se parecieran a San Ignacio, porque le habían dicho que del Santo mismo, no lo tenían. En los libros de rezar solo habían encontrado estampitas de vírgenes, que para mala suerte, no habían sido retratadas en momentos de alumbrar. Buscaban algo parecido a la postura en que se encontraba doña Marcela.

De pronto, una voz misteriosa fue como una iluminación en el ambiente, el pariente dijo que al no tener ni medallita ni estampita, pidió que el escribano le facilitara pluma y tinta. Así lo hizo el hombre precavido que había llegado a tientas.  Entregados los objetos al sacerdote, le pidieron que escribiera la palabra “Ignacio” en la barriga de la parturienta; pero estuvo nervioso y se negó a hacerlo.

 Entonces, el pariente pasó a escribir “San Ignacio” en el abultado vientre de la señora Marcela, mientras advertía a todos, y en especial a la paciente, que lo estaba aplicando el nombre con fe viva. Cuando terminó de escribir, salió al punto de las entrañas la criatura.

Y así los latacungueños que se habían inquietado por tres días esperando el alumbramiento, por haber sido testigos oculares del prodigio, fueron autorizados a pasar uno a uno, persignándose ante las piernas todavía abiertas y la barriga escrita  de la santa Marcela.

“Si este milagroso caso hubiera sucedido con el contacto de alguna imagen de San Ignacio o de la firma de su mano, no causara admiración por no ser nuevo sino muy antiguo el ver semejantes sucesos con tales contactos; lo que causa admiración es la novedad del prodigio causado con el nombre de Ignacio escrito por mano de seglar”. (Motivación del relato: Texto de Pedro de Mercado (1620 – 1701), en Historia de la Provincia del Nuevo Reino de Quito, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Bogotá, 1957 (3 tomos).