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Académicos y procesos emancipatorios en América Latina

Por Atilio A. Boron

Carta Abierta a los colegas de CLACSO sobre la situación imperante en Venezuela.

Estimados colegas: días pasados llegó a mis manos una solicitud elaborada por el Grupo de Trabajo de CLACSO sobre «Ciudadanía, organizaciones populares y representación política» en donde se «demandan a los actuales directivos de CLACSO una condena pública a la deriva dictatorial que ha tomado el régimen madurista en Venezuela, así como la exigencia del restablecimiento del Estado de Derecho, la libertad de los presos políticos, y el fin de la represión a las protestas populares.»

Dada la trascendencia del tema planteado por este pedido y la muy preocupante tendencia del mundo de las ciencias sociales a adoptar cada vez con más frecuencia posturas conservadoras en relación a las luchas populares y las experiencias progresistas y de izquierda en América Latina y el Caribe es que me parece oportuno compartir estas dos breves reflexiones sobre el asunto.

Primero, es indudable que hay una tragedia en curso en Venezuela, y que si no se detiene su dinámica -como, felizmente, está comenzando a suceder debido a la convocatoria a elecciones de gobernadores y alcaldes- la escalada de la violencia podría llegar a tener un desenlace aún más sangriento que lo que hemos visto en los últimos meses. Sin embargo, no creo que sea una contribución positiva a este fin una presentación como la que hacen los integrantes del GT en la cual se omite la imprescindible referencia a la génesis de esta desgraciada situación. Por muchas críticas que merezca el gobierno de Nicolás Maduro no fue este quien inició este horrendo espiral de violencia que hoy agobia a Venezuela. La verdad histórica es que esta fue producto de la decisión de la fracción extremista y violenta de la oposición (cuyos líderes tuvieron activa participación en el frustrado golpe de estado de Abril del 2002) de alterar por la fuerza el orden constitucional vigente en Venezuela primero en febrero del 2014 (mediante una operación sugestivamente llamada «La Salida») y más recientemente a partir de abril del corriente año con una potenciada apelación a tácticas violentas que, en su conjunto, configuran el delito de sedición que en Estados Unidos, por ejemplo, es un crimen federal purgado con largos años de cárcel e inclusive con pena de muerte. Hemos visto en ese país con asombro y consternación desmanes y atrocidades como pocas veces, si alguna, se han registrado en la historia de América Latina y el Caribe. Por ejemplo, quemar vivas a personas sospechosas de simpatías chavistas. Sería largo y ocioso enumerar los crímenes en los cuales incurrió una oposición deseosa -como lo declararan una y otra vez sus líderes- de acabar con el gobierno de Maduro, a cualquier precio y sin atenerse a la normativa vigente. Tentativas que, como lo confirman sucesivas declaraciones del Director de la CIA, Mike Pompeo; el Secretario de Estado, Rex Tillerson y el propio presidente Donald Trump fueron estimuladas, amparadas y financiadas por el gobierno de Estados Unidos. Y este es un dato que debería servir para dividir claramente las aguas de la política porque, por más críticas que puedan dirigirse en contra de un gobierno democráticamente electo como el de Nicolás Maduro es éticamente inadmisible cohonestar los planes del imperio para derrocarlo.
Hacer eso es cruzar una «línea roja» que jamás debería ser traspasada por quienes deberían saber que sin autodeterminación nacional la democracia y la soberanía popular se convierten en inocuas entelequias. Desgraciadamente, en la solicitud que el GT eleva a las autoridades de CLACSO no parece haber consciencia de este problema. Por el contrario, se perfila un sesgo muy claro que se traduce en una visión ofuscada y maniquea en donde el demiurgo de la maldad es el gobierno, mientras que la fracción terrorista de la oposición que organizó violentas «guarimbas», saqueos, asesinatos y que propició que incendiaran maternidades y escuelas y prendieran fuego a personas ni es mencionada en su petición o se la (mal) representa como si fuera una oposición democrática respetuosa de las leyes y la institucionalidad vigentes y como si el imperialismo no tuviera nada que ver en esta situación. Coincido en que no se puede seguir ignorando la tragedia en curso en Venezuela, y también creo que sólo un planteamiento equilibrado -en donde las responsabilidades de la oposición y del gobierno sean adecuadamente sopesadas- podría ser conducente al logro de los objetivos que el GT se propone. El debate sobre la génesis, desarrollo y perspectivas de la crisis venezolana es una obligación impostergable de los científicos sociales de la región. Pero esto supone la capacidad para examinar esta delicadísima situación desde diferentes ángulos y no sólo desde una de las dos partes en conflicto, la oposición, como claramente se revela en la solicitud del GT.

Segundo, no puedo dejar de señalar que el requerimiento del GT parece ignorar que hay varias tragedias en curso en Nuestra América, y sería bueno que conscientes de la situación los colegas también exigieran una toma de posición ante ellas, cuyo costo medido en vidas humanas -si es que se acepta este criterio como uno de sus indicadores de la crisis- es muchísimo más oneroso que el que se registra en la República Bolivariana. Solicitar a las autoridades que se pronuncien sobre la situación de Venezuela está bien, si se hace con ecuanimidad; pero ¿qué decir de los 200.000 muertos ocasionados por la «guerra contra las drogas en México», los más de 28.000 desaparecidos en ese país, los ocho periodistas asesinados en lo que va del año, las fosas comunes que periódicamente aparecen ante la luz pública, la atrocidad perpetrada en Ayotzinapa, el fraude sistemático de sus procesos electorales? ¿Y qué decir de la violencia sin fin que enluta a Colombia, que en poco más de un año sufrió el asesinato de unos 150 líderes sociales sin que esta sangría mereciese una línea en los principales medios de comunicación como tampoco la mereció el desplazamiento forzado de más de siete millones de campesinos expulsados de sus tierras por el paramilitarismo? ¿O de la violencia descargada sobre los pueblos de Honduras y Paraguay luego de los «golpes blandos» perpetrados en el 2009 y 2012 respectivamente? ¿O del «golpe blando» tramado por una gavilla de bandidos en el Congreso brasileño, instalando en la presidencia de ese país a uno de los personajes más corruptos y más odiados de la política brasileña? ¿O de los presos políticos que si hay en Argentina (Milagro Sala es solo la más famosa) y el caso de Santiago Maldonado, desaparecido por la Gendarmería Nacional en un ataque a una comunidad Mapuche en Esquel? Hablar sobre Venezuela y callar sobre todo lo demás es una actitud reñida con la necesaria ecuanimidad que debemos observar los científicos sociales.

Ojalá que estos comentarios sirvan para estimular un debate largamente postergado en el campo de las ciencias sociales y las humanidades.

Buenos Aires, 20 de Agosto, 2017.
Cortesía del Observatorio Latioamericano WWW.CRONICON.NET, aliado de www.EcuadorUniversitario.Com

La «Batalla de Stalingrado» se librará en Ecuador

POR ATILIO A. BORON

El domingo 19 de febrero un hermoso y entrañable país de Sudamérica será el escenario de una decisiva «batalla de Stalingrado». Como se recordará, la que tuvo lugar en aquella ciudad rusa fue la que produjo el vuelco de la Segunda Guerra Mundial. Si Stalingrado caía los aliados serían despedazados por el ejército nazi; si, en cambio, la ciudad resistía el asedio, como lo hizo, las tropas hitlerianas jamás repondrían fuerzas y se encaminarían hacia su inexorable derrota. La propaganda norteamericana dice que este punto de inflexión en la guerra se produjo con el desembarco de Normandía, pero eso es un invento de Hollywood que no resiste la confrontación con los datos duros de la historia. La Segunda Guerra Mundial se decidió en aquella ciudad rusa, misma que puso en marcha la contraofensiva del Ejército Rojo que llegó hasta el corazón mismo del régimen nazi: Berlín.

Conscientes de que con una derrota de Alianza País en el Ecuador la derecha continental tendría las manos libres para asfixiar a Bolivia y provocar una nueva versión de la «revolución de colores» en Venezuela-al estilo de los sangrientos episodios desencadenados en Libia y Ucrania- sus personeros, lenguaraces y activistas se dejaron caer con todas su fuerzas en Ecuador para librar la guerra de la desinformación, propalar mentiras, lanzar tremebundas acusaciones contra el gobierno e infundir la sospecha y el desencanto en la población. El objetivo excluyente: impedir que Lenin Moreno, el candidato presidencial de AP, pueda alcanzar el 40 % de los votos y, de ese modo, con una diferencia mayor al 10 % en relación a su perseguidor, ser ungido como nuevo presidente. Para satisfacer este turbio designio Washington y Madrid despacharon al Ecuador un ejército de pseudo-periodistas, una ponzoñosa canalla mediática que ha venido desempeñando idéntico papel en las recientes elecciones en Argentina, Bolivia, Colombia y que, con sus patrañas, pavimentaron el camino hacia la ilegal destitución de Dilma Rousseff en Brasil. Esos sujetos ocultan su verdadera condición de militantes rentados de la derecha (¡espléndidamente remunerados, por cierto, porque no trabajan gratis!) y su inescrupulosidad y desfachatez no tiene límites. En su revelador libro el ex agente de la CIA, John Perkins, habla de la absoluta frialdad con que se planeaban y ejecutaban los más atroces crímenes obedeciendo sin ninguna clase de reparo moral las instrucciones procedentes de Langley.

Del mismo modo, los crímenes comunicacionales de la canalla mediática con aún más grave, porque son verdaderas armas de destrucción masiva. Los killers de la CIA matan selectivamente, a uno, dos o tres; el terrorismo mediático hiere mortalmente la conciencia de millones y los induce, con sus mentiras y sofisticadas manipulaciones, a elegir gobiernos que a poco andar practicarán un lento, silencioso pero eficaz genocidio de los pobres, los indígenas, los viejos, los jóvenes privados de educación y trabajo. En suma, acabar con toda esa población «excedente» que según nuestras clases dominantes son la lacra que impidió que los países latinoamericanos o caribeños sean como Suiza, Alemania o mismo los Estados Unidos.

En tiempos de la última dictadura cívico-militar argentina sus voceros declaraban, sin disimulo, que en ese país sobraban por lo menos diez millones de habitantes; esa convicción también está presente en el gobierno actual, sólo que no se lo declara abiertamente y que el número de los sobrantes, probablemente, sea todavía mayor. Y lo mismo hemos escuchado en Brasil, en Colombia y en tantos otros países de Nuestra América. Lo que la canalla mediática hizo en todos estos países contraría todas las normas de la ética, no sólo periodística. En el caso argentino mintieron alevosamente asegurando que el hecho de que el candidato Mauricio Macri estuviese procesado por haber solicitado «escuchas ilegales» para nada ensuciaba su buen nombre y honor o lo inhabilitaba para su postulación presidencial. Y ya instalado en la Casa Rosada potenciaron su inmoralidad al blindarlo mediáticamente a pesar de estar involucrado en numerosas empresas denunciadas en los Panamá Papers y en los archivos de las Bahamas, lo que en otras latitudes ocasionó la renuncia de varios jefes de estado y altos funcionarios acusados de evasión fiscal y lavado de dinero.

Esa plaga está subrepticiamente actuando en Ecuador, ocultando sus verdaderos designios detrás de una supuesta condición de «periodista independiente.» Gentes entrenadas en Washington (los famosos cursos de «buenas prácticas»), habilísimas en formular preguntas capciosas, sembrar el desánimo y potenciar hasta el infinito los problemas con que tropieza la gestión del gobierno de Rafael Correa que, como cualquier otro, tiene un mix de aciertos y desaciertos. Todo esto tiene su génesis en la radical transformación involutiva de la naturaleza y función del periodismo. Su naturaleza: por el tránsito del pluralismo de medios a los fenomenales niveles de concentración existentes hoy día. Su función: si en el pasado era ser el dispositivo que permitía diseminar información en la naciente sociedad de masas, con la crisis de la dominación capitalista producida por la irrupción de vigorosas fuerzas contestatarias -movimientos obreros, campesinos, indígenas, estudiantes, mujeres, jóvenes, ecologistas, organizaciones defensoras de derechos humanos, etcétera- su función cambió radicalmente. En ausencia -o ante la debilidad- de partidos de derecha competitivos (acostumbrados a encumbrarse en el gobierno de la mano de los golpes militares) los medios de comunicación hegemónicos pasaron a ocupar ese lugar, fenómeno éste precozmente detectado por Antonio Gramsci en sus escritos desde la cárcel. En ausencia de tales partidos, los medios toman su lugar y cumplen la función que les es propia: organizan, «educan», movilizan a amplios sectores de nuestras sociedades, siempre detrás de un programa conservador convenientemente edulcorado, pero sin despertar las sospechas que suscita el activismo partidario porque en el imaginario popular la prensa es «independiente» e inmune a los intereses y las intrigas políticas. Que esos medios se convirtieron en un arma formidable de dominación burguesa lo atestiguó, hace algunos años, un militar de alto rango del Pentágono cuando, en una audiencia ante el Senado de los Estados Unidos, lanzó una fatídica advertencia: «en nuestros días -dijo- la lucha antisubversiva se libra en los medios, no en las selvas o en los suburbios decadentes del Tercer Mundo.» Y los gobiernos progresistas y de izquierda de América Latina, aun los más moderados, son todos percibidos como ladinos y arteros instrumentos de la subversión.

Por eso estamos en guerra, Ecuador está en guerra. Una guerra silenciosa pero cargada de violencia; una guerra de desinformación, de ocultamiento, de mentiras hábilmente maquilladas y que son vendidas bajo la apariencia de verdades objetivas e irrefutables. La meta que persigue es distorsionar la percepción de la realidad para generar una respuesta inconsciente de la ciudadanía que estigmatice al candidato de AP y descalifique los diez años del gobierno de Rafael Correa. Ocultar o, cuando esto no fuese posible, minimizar todo lo bueno que ha sido hecho y agigantar y machacar a diario, hora tras hora, minuto tras minuto, sobre los supuestos «fracasos» del gobierno saliente, sus problemas o sus desaciertos. La reciente denuncia en contra del candidato a la vicepresidencia, Jorge Glas, es un ejemplo contundente de lo que venimos diciendo. Es una operación que en América Latina se ha repetido hasta el cansancio en los últimos tiempos, con adaptaciones locales para darles una cierta verosimilitud. Este tipo de mentiras y falsedades se utilizaron masivamente en la campaña presidencial de la Argentina en el 2015 y en contra de Evo Morales en el referendo boliviano del 2016. Y es moneda corriente en el ataque al gobierno de Nicolás Maduro en los últimos tres años. Nada nuevo. Es lo que en la jerga de la CIA se conoce como «SOP» (standard operating procedures) a la hora de desestabilizar un gobierno o desprestigiar un candidato o una fórmula que es vista como una amenaza a los intereses de los Estados Unidos y la derecha vernácula. Esta carroña mediática es digna heredera de Joseph Goebbels, quien fuera Ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del régimen nazi. Con un atenuante: por lo menos el alemán declaraba explícitamente que lo suyo era hacer propaganda; sus émulos actuales, en cambio, posan de «periodistas objetivos e independientes» pero lo que hacen es mentir, difamar y manchar la dignidad de las víctimas de su labor. Mediante esta guerra de desinformación se trata de presentar a la oposición como democrática e, inclusive, «progresista» para engañar al electorado y acabar con la obra iniciada hace una década y que cambiara, para bien, la fisonomía social del Ecuador. Si estos agentes del engaño y la mentira llegaran a salirse con la suya y lograran que el pueblo le abriera las puertas a la derecha, el retroceso social, económico y cultural que sufriría este país sudamericano sería inmenso.

A esta involución se le agregaría un ejemplar escarmiento, para que nunca más a las ecuatorianas y los ecuatorianos se les vuelva a ocurrir tener un gobierno como el de Rafael Correa. Un gobierno que todavía hoy rechaza con valores humanistas y con patriotismo las intensas presiones del imperio para que le ponga fin al asilo diplomático concedido a un personaje como Julian Assange, quien con sus revelaciones a través del Wikileaks permitió que el mundo viera como Washington nos miente, vigila y extorsiona a nuestros gobiernos a través de miles de tentáculos. Si la Alianza País fuese derrotada nadie daría un centavo por la vida de ese valiente luchador que junto con Edward Snowden y Chelsea Manning descorrieron el telón que ocultaba las manipulaciones y los crímenes del imperio. Y tras cartón la base de Manta volvería a ser ocupada por las tropas estadounidenses.

Para los escépticos, para quienes crean que estamos exagerando, basta con examinar lo ocurrido en la Argentina, en donde este engaño inducido por el «periodismo independiente» hizo posible el triunfo del actual gobierno y el desencadenamiento de la debacle económica actual: caída del PIB, inflación descontrolada, brutal deterioro del salario, cierre de fábricas y comercios, despidos masivos, aumento del desempleo e incrementos exorbitantes de los precios de la electricidad, el gas, el agua y el transporte. La oligarquía mediática fue un instrumento poderosísimo al servicio de los monopolios y los sectores adinerados y del privilegio. Por eso insistimos en la urgente necesidad de que los ecuatorianos se pongan en guardia ante el canto de sirena de esos «pseudos periodistas», hagan oídos sordos a sus prédicas de la necesidad de un cambio y miren al Sur, vean lo que está ocurriendo en la Argentina y lo que se esconde bajo la inocente invocación de que cambiemos. En su ingenuidad y falta de conciencia política millones en la Argentina creyeron en el cambio prometido -sin preguntarse cambiar qué, cómo, en qué dirección, bajo qué liderazgo- para encontrarse, de la noche a la mañana, en medio de un naufragio.

El gobierno de Rafael Correa puede haber incurrido en yerros y desaciertos, como cualquier otro en este mundo. En medio siglo de profesión como politólogo jamás pude encontrar un solo gobierno que estuviera exento de yerros, equivocaciones e inclusive de variables niveles de corrupción. Si según el Papa Francisco estos problemas atribulan inclusive al Vaticano -que como recordaba mordazmente Maquiavelo era lo más parecido a un estado perfecto porque gozaba de la protección directa de Dios- sería absurdo pensar que el Ecuador podría estar libre de esos vicios. La diferencia es que en este país es el propio gobierno quien los denuncia penalmente, mientras que en otros países sudamericanos los gobiernos los encubren y le brindan protección judicial y mediática a los corruptos. El caso de Brasil es de una elocuencia inigualable al respecto.

Para concluir: hecho el balance que cada ciudadana y ciudadano debe hacer concluirá sin duda que los aciertos del gobierno ecuatoriano en los últimos diez años, tanto en el plano nacional como en el internacional superan con creces los desaciertos en que haya incurrido. Y ese es el quid de la cuestión y la razón por la que, en toda América Latina, esperamos que el pueblo ecuatoriano vote por la continuidad del gobierno de la Alianza País y se abstenga de dar un salto al vacío como el que dieran los argentinos inducidos por la malignidad de la plaga mediática que hoy asola al Ecuador.

Buenos Aires, febrero de 2017

Colaboración enviada por nuestro aliado El Observatorio Latinoamericano www.cronicon.net

Fidel: su legado

POR ATILIO A. BORON

La desaparición física de Fidel hace que el corazón y el cerebro pugnen por controlar el caos de sensaciones y de ideas que desata su tránsito hacia la inmortalidad. Recuerdos que se arremolinan y se superponen, entremezclando imágenes, palabras, gestos (¡qué gestualidad la de Fidel, por favor!), entonaciones, ironías, pero sobre todo ideas, muchas ideas. Fue un martiano a carta cabal. Creía firmemente aquello que decía el Apóstol: trincheras de ideas valen más que trincheras de piedras. Sin duda que Fidel era un gran estratega militar, comprobado no sólo en la Sierra Maestra sino en su cuidadosa planificación de la gran batalla de Cuito Cuanevale, librada en Angola entre diciembre de 1987 y marzo de 1988, y que precipitó el derrumbe del régimen racista sudafricano y la frustración de los planes de Estados Unidos en África meridional.
Pero además era un consumado político, un hombre con una fenomenal capacidad para leer la coyuntura, tanto interna como internacional, cosa que le permitió convertir a su querida Cuba -a nuestra Cuba en realidad- en una protagonista de primer orden en algunos de los grandes conflictos internacionales que agitaron la segunda mitad del siglo veinte. Ningún otro país de la región logró algo siquiera parecido a lo que consiguiera Fidel. Cuba brindó un apoyo decisivo para la consolidación de la revolución en Argelia, derrotando al colonialismo francés en su último bastión; Cuba estuvo junto a Vietnam desde el primer momento, y su cooperación resultó de ser de enorme valor para ese pueblo sometido al genocidio norteamericano; Cuba estuvo siempre junto a los palestinos y jamás dudó acerca de cuál era el lado correcto en el conflicto árabe-israelí; Cuba fue decisiva, según Nelson Mandela, para redefinir el mapa sociopolítico del sur del continente africano y acabar con el apartheid. Países como Brasil, México, Argentina, con economías, territorios y poblaciones más grandes, jamás lograron ejercer tal gravitación en los asuntos mundiales. Pero Cuba tenía a Fidel…

Martiano y también bolivariano: para Fidel la unidad de América Latina y, más aún, la de los pueblos y naciones del por entonces llamado Tercer Mundo, era esencial. Por eso crea la Tricontinental en enero de 1966, para apoyar y coordinar las luchas de liberación nacional en África, Asia y América Latina y el Caribe. Sabía, como pocos, que la unidad era imprescindible para contener y derrotar al imperialismo norteamericano. Que en su dispersión nuestros pueblos eran víctimas indefensas del despotismo de Estados Unidos, y que era urgente e imprescindible retomar las iniciativas propuestas por Simón Bolívar en el Congreso Anfictiónico de 1826, ya anticipadas en su célebre Carta de Jamaica de 1815. En línea con esas ideas Fidel fue el gran estratega del proceso de creciente integración supranacional que comienza a germinar en Nuestra América desde finales del siglo pasado, cuando encontró en la figura de Hugo Chávez Frías el mariscal de campo que necesitaba para materializar sus ideas. La colaboración entre estos dos gigantes de Nuestra América abrió las puertas a un inédito proceso de cambios y transformaciones que dio por tierra con el más importante proyecto económico y geopolítico que el imperio había elaborado para el hemisferio: el ALCA.

Estratega militar, político pero también intelectual. Raro caso de un jefe de estado siempre dispuesto a escuchar y a debatir, y que jamás incurrió en la soberbia que tan a menudo obnubila el entendimiento de los líderes. Tuve la inmensa fortuna de asistir a un intenso pero respetuoso intercambio de ideas entre Fidel y Noam Chomsky acerca de la crisis de los misiles de octubre de 1962 o de la Operación Mangosta, y en ningún momento el anfitrión prestó oídos sordos a lo que decía el visitante norteamericano. Una imagen imborrable es la de Fidel participando en numerosos eventos escenificados en Cuba -sean los encuentros sobre la Globalización organizados por la ANEC; los de la Oficina de Estudios Martianos o la Asamblea de CLACSO en octubre del 2003- y sentado en la primera fila de la platea, munido de un cuadernito y su lapicera, escuchando durante horas a los conferencistas y tomando cuidadosa nota de sus intervenciones. A veces pedía la palabra y asombraba al auditorio con una síntesis magistral de lo dicho en las cuatro horas previas, o sacando conclusiones sorprendentes que nadie había imaginado. Por eso le decía a su pueblo «no crean, lean», fiel reflejo del respeto que sentía por la labor intelectual.

Al igual que Chávez, Fidel un hombre cultísimo y un lector insaciable. Su pasión por la información exacta y minuciosa era inagotable. Recuerdo que en una de las reuniones preparatorias de la Asamblea de Clacso del 2003 nos dijo: «recuerden que Dios no existe, pero está en los detalles» y nada, por insignificante que pareciera, debía ser librado al azar. En la Cumbre de la Tierra de Río (1992) advirtió ante el escepticismo o la sonrisa socarrona de sus mediocres colegas (Menem, Fujimori, Bush padre, Felipe González, etcétera) que la humanidad era «una especie en peligro» y que lo que hoy llamamos cambio climático constituía una amenaza mortal. Como un águila que vuela alto y ve lejos advirtió veinte años antes que los demás la gravedad de un problema que hoy está en la boca de cualquiera.

Fidel ha muerto, pero su legado -como el del Che y el de Chávez- vivirá para siempre. Su exhortación a la unidad, a la solidaridad, al internacionalismo antiimperialista; su reivindicación del socialismo, de Martí, su creativa apropiación del marxismo y de la tradición leninista; su advertencia de que la osadía de los pueblos que quieren crear un mundo nuevo inevitablemente será castigada por la derecha con un atroz escarmiento y que para evitar tan fatídico desenlace es imprescindible concretar sin demora las tareas fundamentales de la revolución, todo esto, en suma, constituye un acervo esencial para el futuro de las luchas emancipatorias de nuestros pueblos.

La Habana, 26 de noviembre de 2013.

Colaboración de nuestro aliado El Observatorio Latinoamericano WWW.CRONICON.NET

Latinoamérica: la larga marcha por la independencia

Por Atilio A. Boron

Las versiones edulcoradas de las guerras de la independencia ocultan su carácter de luchas de liberación nacional y las reducen a una disputa intestina.

Uno de los beneficios que otorga la perspectiva histórica y la larga duración es facilitar la mejor interpretación de eventos y procesos ocurridos en el pasado como, en este caso, la independencia de los países de América del Sur y, en especial, de la Argentina. Vista desde la actualidad se pueden apreciar con mayor claridad tanto sus logros como sus asignaturas pendientes, transcurridos dos siglos desde su inicio. Para ello será preciso no dejarse deslumbrar por fastos y celebraciones e indagar en profundidad la naturaleza de las luchas de la aún inconclusa gesta independentista.

Comencemos recordando lo que a menudo se olvida, pues los pueblos que no recuerdan están condenados a repetir los errores del pasado. Es necesario, por esto mismo, tener en cuenta que los procesos independentistas sudamericanos tuvieron una temprana –si bien fugaz- maduración en el Caribe, y más precisamente en Haití. Esta colonia, la más rica del Caribe y una de las más apetecidas del mundo, proclamó su independencia en 1804 y Francia, por entonces emancipada del yugo monárquico y rampante bajo el liderazgo republicano de Napoleón, se comportó como lo hacen todos los colonialismos: invadió y saqueó a la isla rebelde, dispuesta a propinarle un definitivo escarmiento. Aunque fue derrotada por los “jacobinos negros”, la gravitación de Francia en el delicado equilibrio internacional de la época le permitió imponer durísimas condiciones a sus vencedores: las reparaciones de guerra y las indemnizaciones para compensar a los colonos “expropiados” de las tierras que ellos a su vez habían expropiado a los pueblos originarios de la isla. Estas crueles e injustas exacciones provocaron una descomunal hemorragia económica y financiera que perduraría casi un siglo y medio -de hecho. Tanto fue así que la Francia democrática y republicana recién dejaría de chupar la sangre haitiana en 1947- obrando el perverso milagro de convertir a la isla más rica de las Indias Occidentales en el país más pobre del hemisferio. ¡Toda una lección para los que creen en la “misión civilizadora” del colonialismo y, en nuestros días, del imperialismo norteamericano!

Aquellos bravos esclavos que regaron con su sangre su empeño por abolir la esclavitud y, al mismo tiempo, conquistar la independencia de su patria despertaron la admiración del Libertador Simón Bolívar. Consciente de esta situación solicitó al presidente de Haití, Alejandro Sabes Petión, el apoyo militar y logístico para reiniciar en 1817 la segunda y definitiva etapa de la lucha independentista en Sudamérica, frustrada hasta ese momento a causa de las divisiones, vacilaciones y traiciones de la oligarquía criolla así como de la tenaz resistencia de ofrecida por las armas de los peninsulares. Oligarquía criolla que, como sus herederos contemporáneos, es completamente refractaria a cualquier proyecto de carácter nacional o a cualquier ideario emancipatorio. Su inserción en la estructura económico-social de la colonia la convertía en una clase apendicular de la burguesía metropolitana; la implantación de su heredera en el horizonte neocolonial de nuestro tiempo ratifica esa humillante condición. El perdón pedido por el Ministro Alfonso de Prat-Gay a los inversores españoles por los “abusos” cometidos por el kirchnerismo refleja, de manera incomparable, los abismales alcances del colonialismo político e intelectual, compañero inseparable de la dependencia económica.

En Haití tal vez más que en ninguna otra parte las guerras de la independencia revelaron con meridiana claridad su contenido de clase a la vez que político: emancipación de los esclavos, expropiación de la aristocracia colonial y autodeterminación nacional. Claro que no hay que perder de vista que el proceso independentista venía de muy lejos y, contrariamente a la “historia patria” hegemónica en la Argentina, confeccionada por los historiadores de la oligarquía, no comenzó con las invasiones inglesas de 1806-1807, como regularmente se dice y se enseña. De hecho, las colonias españolas en América rara vez disfrutaron de prolongados períodos de paz y sin verse afectadas por fuertes agitaciones intestinas. La resistencia de los pueblos originarios comenzó ni bien los europeos pusieron un pie en América. En el caso de América del Sur, y avanzando a los saltos en la reconstrucción de un largo proceso de luchas, sublevaciones y crueles masacres y por eso mismo tomando apenas los treinta o cuarenta años anteriores a 1810, sobresalen las conmociones registradas en la actual Bolivia, por entonces el Alto Perú perteneciente al Virreinato del Río de la Plata, y muy especialmente la rebelión de Túpac Katari en 1781. Este líder aymara logró constituir un formidable ejército de unos 40.000 hombres y sitió a lo que hoy conocemos como La Paz. El movimiento fue sangrientamente reprimido luego de cuatro meses de asedio y su líder salvajemente ejecutado: fue descuartizado en vida. Antes de que las autoridades de la colonia perpetraran su asesinato pronunció una frase que, sobre todo en el siglo veinte, haría historia: “Solamente a mí me matan” –dijo en su agonía- “Pero volveré y seré millones.”
Esta revuelta popular constituye uno de los antecedentes inmediatos más significativos de los procesos emancipadores que habrían de resurgir y triunfar a comienzos del siglo diecinueve. La crónica de lo acontecido en Haití y el Alto Perú -a lo que podríamos agregar el fermento revolucionario que permanentemente agitaba al Virreinato de Nueva España, hoy México- ponen de relieve de manera excepcional el contenido social que estuvo presente en gran parte de los procesos emancipadores sudamericanos y que en la “historia patria” (es decir, el relato de la oligarquía y sus clases y grupos aliados) ignora cuidadosamente. En algunos casos esto se manifestó con mucha nitidez, como en la ya referida experiencia altoperuana, mientras que en el Río de la Plata (actuales Argentina y Uruguay) lo hizo de modo más atenuado.

Fuera de Sudamérica, en México, aquel componente social se hizo presente con perfiles muy marcados: allí la lucha por la independencia fue una verdadera y sangrienta guerra de clases. La chispa independentista convirtió a la gesta de dos curas extraordinarios, Miguel Hidalgo y José María Morelos, en una verdadera insurrección campesina que precipitó la violenta respuesta de las clases dominantes de la colonia y sus amos en la metrópolis. La evidencia histórica demuestra irrefutablemente que las guerras de la independencia fueron también, a veces de manera larvada y otras de modo plenamente desarrollado, grandes enfrentamientos en donde no sólo se libraba batalla en contra de la corona española sino también en contra de las oligarquías señoriales de la tierra, aliadas incondicionales del imperio. Se luchaba contra éste pero también contra el orden neocolonial que gestado durante siglos de dominación extranjera.

Tal como decíamos más arriba, el contenido social de las guerras de la independencia fue siempre negado por la historiografía oficial de ambos lados del Atlántico. Aún en nuestras tierras el ardiente debate entre los sectores más jacobinos de las luchas independentistas y las fuerzas que procuraban domesticar el impulso revolucionario de las masas fue invariablemente acallado. La independencia aparece así en las diversas variantes de la historia oficial como una pura reivindicación política: la aspiración por la autodeterminación y la emancipación del yugo del amo extranjero pero preservando la intangibilidad de las estructuras económicas y las jerarquías sociales heredadas de la colonia. La realidad, en cambio, fue muy diferente. Aún en el caso argentino, relativamente distante de las estridencias registradas en Haití, México o Bolivia, los dos bandos que se disputaban la conducción de la llamada “Revolución de Mayo” estaban claramente identificados.

Cornelio Saavedra, altoperuano nacido en Potosí y radicado en Buenos Aires durante largos años, representaba la fracción conservadora que pretendía hacerse del poder mientras durase la vacancia hegemónica de la corona española avasallada por Napoleón.

Esta fase, que los conservadores confiaban sería transitoria, daría lugar una vez que fuese restablecido “el orden internacional” (cosa que efectivamente ocurriría tras la derrota de Napoleón y la celebración del Congreso de Viena entre 1814 y 1815) a una nueva alianza entre las clases dominantes locales y la corona. Lo que aquellas requerían no era una sociedad democrática sino un pacto neocolonial más congruente con sus intereses económicos, mismos que veían con muy buenos ojos el ataque británico a los privilegios monopólicos que la Corona española pretendía retener en su vasto imperio y, en consecuencia, confiaban grandemente en los beneficios que podría reportarles el irresistible ascenso del Reino Unido al puesto de comando de la economía mundial. Tanto Simón Bolívar como José de San Martín compartían la idea, correcta en esa coyuntura, de que el poderío británico en la escena internacional abría provechosos márgenes de maniobra para las débiles repúblicas porque desalentaría a la corona española de lanzar aventuras restauradoras en esta parte del mundo.

No obstante, frente a al bloque oligárquico-colonial había en el Río de la Plata un sector que concebía a la emancipación como un paso hacia la construcción de un nuevo tipo de sociedad, liberada de las lacras del viejo orden colonial. Figuras sobresalientes en este grupo eran Mariano Moreno, Juan José Castelli y Bernardo de Monteagudo, todos graduados de la Universidad de Chuquisaca, la segunda universidad creada en suelo americano después de la de Santo Domingo y situada en lo que hoy es la ciudad de Sucre. De esta suerte de Universidad de París/Nanterre de la época colonial salieron algunos de los cuadros intelectuales más importantes de los procesos independentistas de Sudamérica. Además de los arriba mencionados deberíamos agregar los nombres de José Ignacio Gorriti, José Mariano Serrano, Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de los líderes de la gesta independentista del Ecuador; Mariano Alejo Álvarez, precursor de ese mismo proceso en el Perú y Jaime de Zudáñez, que desempeñó igual papel en el Alto Perú. No es un dato menor recordar que esa universidad fue el foco que precipitó la Revolución de Chuquisaca el 25 de Mayo de 1809, exactamente un año antes que la revolución de Mayo en Buenos Aires. A este notable grupo se le unió, en el Río de la Plata, la figura gigantesca de Manuel Belgrano, un auténtico “hombre del Renacimiento.” Belgrano fue un refinado intelectual, un lúcido economista que todavía hoy sorprende con sus premonitorios análisis y audaces propuestas reformistas, periodista de fina pluma, político y estratega militar, todo eso aparte de su profesión de abogado.

Para estas gentes, tanto en el Río de la Plata como en el resto de Sudamérica, la derrota del imperio español debía significar también la superación de las estructuras económico-sociales impuestas por el conquistador ibérico. Su propuesta no se limitaba, como en el caso de los sectores conservadores, a sustituir unas autoridades por otras sino que apuntaban a la construcción de una nueva sociedad. Tal como lo anota el historiador Felipe Pigna, Moreno lo dice con todas las letras en su “Prólogo” a El Contrato Social de Jean-Jacques Rousseau: “Si los pueblos no se ilustran … si cada uno no conoce lo que puede, lo que vale o lo que debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas, y luego de vacilar algún tiempo entre mil incertidumbres será tal vez nuestra suerte mudar de tiranos, sin destruir jamás la tiranía.” En su tiempo Lenin también haría referencia a quienes luchan contra el esclavista sin pretender acabar con la esclavitud. Al igual que Bolívar, San Martín y Artigas, aquel grupo de geniales pensadores que anhelaba construir un nuevo orden pos-colonial fue aplastado por la reacción oligárquico-colonial, pero dejaron sembradas unas semillas que fecundarían vigorosamente tiempo después.

En este sentido, la realización del Congreso de Tucumán sería apenas una primera floración de aquellas semillas. En ese momento el escenario internacional había cambiado considerablemente. La derrota de Napoleón y el derrumbe de su proyecto habían precipitado, con el Congreso de Viena, la reconstrucción de las viejas fronteras europeas, la restauración de las monarquías y la sofocación del ciclo revolucionario precipitado en 1789 por la Revolución Francesa. En el caso concreto del imperio español en América los acuerdos gestados entre Metternich y Teyllerand no contemplaban el apoyo europeo para recuperar sus levantiscos territorios allende el Atlántico, pero Fernando VII, con el apoyo de todos los estamentos del antiguo régimen: aristocracia terrateniente, la pequeña nobleza y la Iglesia, se lanza a la reconquista de sus posesiones, inspirado seguramente en la empresa que siglos atrás lanzaran los Reyes Católicos y que culminara con la expulsión de los moros y los judíos de España.

Las noticias que provenían de Europa, sobre todo luego de la derrota de las fuerzas napoleónicas en Waterloo conmovieron a los patriotas sudamericanos. Quien primero reaccionó fue José Gervasio de Artigas, que ni lerdo ni perezoso convocó al Congreso de los Pueblos Libres en la ciudad entrerriana de Concepción del Uruguay, mismo que culminó el 29 de Junio de ese año con la presencia de delegados de la Banda Oriental, Corrientes, Santa Fe, Córdoba, Entre Ríos y Misiones. Artigas había sido motivado por la actitud del muy oligárquico Directorio instalado en Buenos Aires luego de la Asamblea del Año XIII. Desconfiaba el caudillo oriental del proyecto que aquél tenía para el antiguo Virreinato del Río de la Plata. La clara admiración del Directorio y sus principales figuras, Pueyrredón y Rivadavia entre otros, por las monarquías europeas y su exacerbado unitarismo contrariaba los ideales republicanos, democráticos y federales de la Liga Oriental.

Fue por eso que con la excepción de Córdoba las demás provincias de la Liga no enviaron representantes al Congreso de Tucumán. Los líderes de aquellas provincias ya daban por sentada la Independencia y, además, desconfiaban de los planes urdidos por la oligarquía porteña. El más audaz, pergeñado y expresado por Carlos María de Alvear, a la sazón Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que le había enviado al embajador británico en Río de Janeiro, Lord Strangford una carta en la que, entre otras cosas, decía que “Estas provincias desean pertenecer a Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés y yo estoy resuelto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. … Inglaterra no puede abandonar a su suerte a los habitantes del Río de la Plata en el acto mismo que se arrojan en sus brazos generosos…” San Martín estaba al tanto de estas maniobras encaminadas a ahogar la revolución y la independencia en su cuna seguía muy de cerca, aún desde Cuyo, las deliberaciones tucumanas. Era consciente que todo el proceso emancipatorio americano pendía de un hilo. En México y los países del Istmo la rebelión popular estaba a punto de ser aplastada a sangre y fuego. Bolívar había sido derrotado y Nueva Granada (Colombia) y Venezuela habían sido arrasadas por los realistas. El virreinato de Perú seguía siendo un baluarte español y Chile estaba aherrojado. El futuro de la independencia quedaba en las manos de las Provincias Unidas y de sus dos grandes dispositivos militares: el Ejército de los Andes, comandado por San Martín, presto a cruzar la cordillera, liberar a Chile y desde allí atacar al Perú. Y las guerrillas de Martín Miguel de Güemes en el Norte, para contener a las huestes realistas que desde Perú se descolgaban para sofocar el último bastión de la rebelión: el Río de la Plata.

Por eso cuando el 9 de Julio de 1816 los delegados al Congreso aprobaron una declaración en la que se comunicaba “solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos de que fueran despojadas e investirse del alto carácter de nación independiente del Rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli” un sabor amargo se apoderó de algunos diputados. Uno de ellos, Pedro Medrano, anticipando la furiosa reacción que tendría San Martín al enterarse de la ambiguedad de la declaración, lejos de afirmar taxativamente nuestra independencia, logró que en la sesión que tuvo lugar diez días después, el 19 de Julio, se aprobara que el siguiente texto para ser agregado a continuación de ‘sus sucesores y metrópoli’; decía, claramente, ‘de toda dominación extranjera’. En realidad, la fecha verdadera de nuestra declaración de la independencia es el 19 y no el 9 de Julio.

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Las versiones edulcoradas de las guerras de la independencia, que ocultan su carácter de luchas de liberación nacional y las reducen a una disputa intestina entre distintas clases y grupos sociales de la colonia, han reaparecido en estos últimos años en ocasión de la celebración del Bicentenario de las revoluciones de la independencia. No puede haber equívocos en este punto: salvo en el caso puntual de Haití las luchas de los patriotas no eran contra el ejército napoleónico que a la sazón prevalecía en España sino en contra de los realistas, es decir, las fuerzas armadas del imperio español asentada en suelo americano. Vale la pena insistir en esta obviedad porque pese a serlo hemos visto con sorpresa el resurgimiento de algunas teorías que en España postulan que lo acontecido en nuestros países hace unos dos siglos fue en realidad una lucha civil, intestina, entre distintas facciones de la colonia, ninguna de las cuales objetaba la vigencia del imperio. Sin embargo, unas pocas estrofas del himno nacional argentino permiten comprender cual era la percepción dominante entre los patriotas en los albores de nuestra independencia. Refiriéndose a las fuerzas del “Ibérico altivo león” o del “vil invasor” dice su letra –excluida de la versión oficial del himno- que:

“¿No los veis sobre Méjico y Quito
Arrojarse con saña tenaz?
¿Y cual lloran bañados en sangre
Potosí, Cochabamba y La Paz?
¿No los veis sobre el triste Caracas
Luto y llanto y muerte esparcir?
¿No los veis devorando cual fieras
todo pueblo que logran rendir?”

Por eso, cuando doscientos años más tarde una propaganda mañosa pretende minimizar la intensidad de la lucha anticolonialista y echar un manto de olvido sobre los crímenes cometidos a lo largo de más de tres siglos, incluyendo aquellos perpetrados durante la guerra de la independencia en todo el continente, es necesario evocar aquellos sentimientos de los patriotas. No sólo por el gusto de recordar, sino también como una advertencia sobre lo que es capaz de hacer un imperio cuando ve amenazado su predominio. Esa historia se está repitiendo hoy día, bajo nuevas formas, pero con idénticos contenidos: perpetuar la subordinación de nuestros pueblos al imperialismo norteamericano.

No podríamos concluir este trabajo sin recordar también otro rasgo notable de nuestras luchas por la independencia: el internacionalismo, anclado en la clarísima percepción de que la tan anhelada independencia sólo sería posible si se concretaba el sueño de la unidad latinoamericana, premisa ésta que al día de hoy es mucho más importante que nunca. Veamos unos pocos ejemplos de esta fecunda tradición. Francisco de Miranda: caraqueño declarado héroe de la Revolución Francesa y Mariscal de Francia, su nombre grabado para siempre en el Arco del Triunfo de París. Miranda además participó en las guerras de la independencia de EEUU (donde se le confirió el grado de Teniente Coronel) y, por supuesto, en las de Sudamérica. Simón Bolívar, otro caraqueño universal, enorme genio militar y político, intelectual profundo que ante la incomprensión de los suyos muere derrotado y humillado en Santa Marta, Colombia, luego de liderar la gesta emancipadora de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia. José de San Martín, libertador de Chile y Perú, país este en el que funda, en 1821, la Biblioteca Nacional y a la cual dona 700 libros de su propiedad. José Gervasio de Artigas, vigoroso luchador por la unidad de los pueblos que conformaban el antiguo Virreinato del Río de la Plata y a quien ni la oligarquía porteña ni la de Montevideo le perdonaron jamás su internacionalismo y sus jacobinas propuestas de liberar a indios y negros y de realizar una auténtica reforma agraria. Antonio José de Sucre, venezolano de Cumaná, presidente de Bolivia, gobernador de Perú, General en Jefe del Ejército de la Gran Colombia, Gran Mariscal de Ayacucho, muere en Colombia en 1830. Otro de los precursores de la independencia latinoamericana fue Simón Rodríguez, también de Caracas y sembrador de ideas y cultura por toda la América Latina y Europa. En el caso de las Provincias Unidas del Río de la Plata el presidente de la Primera Junta de Gobierno Patrio, Cornelio Saavedra, había nacido en Potosí; uno de los Directores Supremos interinos fue Ignacio Álvarez Thomas, peruano, nacido en Arequipa; el Deán Gregorio Funes, cordobés de nacimiento, fue el primer embajador de Bolivia en Buenos Aires; Manuel Belgrano fundó escuelas públicas en Tarija (actual Bolivia) y otras ciudades del norte argentino. Allende los Andes tenemos la figura de Andrés Bello, ilustre caraqueño, filósofo, educador, jurista, quien se radica en Chile en 1829 y funda allí, en 1842, la Universidad de Chile.

En fin, la lista sería interminable, como lo es el afán integracionista de nuestros pueblos, conscientes de que sólo podrán derrotar al imperialismo y emanciparse de su yugo mediante su unidad. Fue esa tradición la que se recogió, a principios de este siglo en la obra de Hugo Chávez, Luis Inacio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner y que hizo posible la gran victoria de nuestros pueblos contra el ALCA, el principal proyecto estratégico de EEUU concebido para perpetuar la sumisión de América Latina y el Caribe a la hegemonía norteamericana. Y fue ese mismo espíritu el que dio nacimiento a la UNASUR y la CELAC, instituciones que en este momento sufren los embates de la contraofensiva del imperialismo y sus aliados y que para la mayor felicidad de nuestros pueblos será preciso preservar para impedir, que con su liquidación, EEUU sojuzgue una vez más a la región.

Buenos Aires.
FUENTE: www.convergenciaporlapaz.net
Cortesía de su Director: Alberto Téllez Iregui