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La traición se paga muy caro

Por: Carol Murillo Ruiz

Oí este fin de semana, en una película sobre la investigación de la muerte de J. F. Kennedy, una frase –atribuida al poeta y noble inglés John Harrington- que me dejó pensando. El actor principal la pronuncia con vehemencia y altivez: “La traición nunca prospera. ¿Cuál es la razón? Porque si prospera, nadie se atrevería a llamarla traición”.

Cuando en política se habla de traición se pueden enlazar varios elementos que arman un conjunto de mentiras, intereses, deslealtades, suspicacias y hasta odios personales. Pero los más sabios apuntan que son otras las razones: la debilidad ideológica, la falta de formación política y la ausencia de una ética social que sostenga las posiciones y convicciones que todo sujeto político debe tener para elevar el carácter intrínseco de su compromiso personal y colectivo.

En el Ecuador llevamos casi un año hablando de la supuesta traición de Lenín Moreno al proyecto de la Revolución Ciudadana, y no son pocos los que ensayan un testimonio o una tesis sobre lo que de verdad le pasó al actual presidente para que desertara, de modo tradicional, es decir vacío de doctrina e ideología, del programa político del que fue parte durante diez años y se juntara con quienes denostaron de las ideas y la praxis que cambiaron la historia del Ecuador.

La traición, se dice, se debe más a las antiguas debilidades ideológicas de Moreno que a su impensado triunfo en la política, o sea, paradójicamente, al respaldo que el propio Rafael Correa le brindó durante sus dos vicepresidencias ancladas en el ámbito social. Habría que matizar qué se entiende por debilidad ideológica y suerte política; pero lo cierto es que el actual mandatario no tiene ningún ánimo para capitalizar su cargo ni hoy ni mañana: su presencia en Carondelet hace tiempo huele a cansancio, hartazgo y miedo; a pesar de que sus hacedores de comunicación muelen formas de no exponerlo políticamente, pero el gobernante se esfuerza por saturarse de trivialidad instantánea… y, eso, ni el mejor maquillaje mediático puede esconderlo, menos ahora cuando ya se ha confirmado que la catadura de Moreno está hecha de un chiste nunca bien contado.

Ahora bien, la traición sigue siendo el quid de su desgracia íntima en el mundo (político) parroquiano en el que ha convertido su investidura y acaso el destino del país. Pues durante los últimos dos meses las medidas políticas, económicas y de seguridad que se toman frente a la Plaza de la Independencia, contradicen cada vez lo que supuestamente es Moreno: un hombre de izquierda. (Claro, otro chiste mal contado). De ahí deviene que la traición se haya convertido en una categoría política de la que no se hablaba desde la muerte de Alfaro y que alcanzó ribetes de desvergüenza en la actual coyuntura. ¿Coyuntura? Tal vez hay que pensar la traición como un sello que definirá, malsanamente, el perfil psíquico de Moreno en los escritos de interpretación histórica en ciernes.

¿Por qué una traición como esta es imposible de ocultar? Porque nunca el país había vivido una etapa de instrucción política en vivo y en directo. Las ideologías, que para muchos son envases con etiquetas pero sin ningún contenido, sí pesaron a la hora de ubicar, por ejemplo, en qué consiste una reforma del Estado o qué es una política pública o señalar los abismos entre el interés privado y el interés ciudadano general (nada extraño para quienes debaten la política desde el sustrato de su ética social tácita). Por eso, la traición se deriva en una cuchillada al corpus de un pensamiento que estableció diferencias en la forma de hacer política para todos y hacer política solo para las elites. La traición es a ese corpus conceptual y práctico que caló y transformó a un enorme sector de la sociedad ecuatoriana y que se ratificó en las urnas el 2 de abril de 2017 (ganando una elección presidencial) y el 4 de febrero de 2018 (perdiendo una Consulta y Referéndum al votar contra la inconstitucionalidad y la traición). ¿Ganó la traición? ¡No! Ganó la revelación de la traición.

Es también cuestión de propaganda. Los más locuaces y listos del régimen actual pintan la traición como fidelidad a la honradez y a la transparencia de la función pública. ¿Pero están gobernando ahora con honradez y transparencia? ¿Están trabajando para ‘perfeccionar’ lo que se hizo bien en la década pasada o solo desprestigian un proyecto para alterar la historia e inventar el agua tibia? La propaganda dice que moralizar no es traición. ¿Pero hay alguien que fiscalice el accionar del Ejecutivo? ¿O están ocupados desde hace un año en destruir institucionalidad y personas para encubrir su mínima capacidad por lo menos de gestión? Ninguna traición se viste de mona, porque mona se queda.

Pero la cereza de la traición se hiper concreta con la aprobación de la Ley Trole 3. Es obvio que hay más traidores en el escenario. No solo es un individuo. Claro que a otros no se les nota porque desde el principio fueron claros: el modelo económico correísta no conviene al país, hay que volver a matar el Estado, decían. Hoy muchos que aplauden la Trole 3: los empresarios y los dizque súper honestos que bendicen la traición a lo público.

Parafraseando a John Harrington: la gente sabe que la traición se paga y muy caro.

 

Carne de perro

Por: Carol Murillo Ruiz

Tenemos ya más de una semana con otro de los escándalos que el gobierno de Moreno y sus socios en la justicia han montado contra Rafael Correa: su vinculación con el hipotético secuestro de un delincuente que andaba por los techos hace varios años. No hallaron nada más siniestro y con gran dosis de drama –otorgado por la tribuna mediática tradicional- para que la ciudadanía se coma el cuento de que el expresidente solo debe ocupar, a partir de esto, la crónica roja nacional y externa.

Si el simple ojo de alguien no nota en tal serial policial un ápice de duda es porque la construcción de la opinión pública aquí ha alcanzado niveles cínicos de manipulación con la aplicación de reflejos psíquicos respecto de la previsible reacción colectiva. Nada es azaroso cuando el conjunto de los medios locales abren sus portadas, noticieros radiales, televisivos y virtuales con la “crónica roja correísta”. Peor aún, un día después de la aprobación de la Ley Económica Trole 3, los medios iniciaron sus agendas con el hallazgo de los cuerpos de los tres periodistas asesinados en la frontera norte y la tortura de varios ecuatorianos en una cárcel chilena. Poquísimo o nada de los perversos efectos que tendrá esa ley aprobada por los aliados gobiernistas, es decir, empresarios, asambleístas y expertos en presión política.

Ergo, un género muy versátil de crónica roja suple el tratamiento profesional de los hechos/noticias políticas. Se degrada día a día lo básico de la actual correlación (movediza) de fuerzas económicas… y se le da a las audiencias carne de perro bien adobada.

Pero atrás de la “crónica roja correísta” se halla la operación de aniquilar moralmente a Rafael, para lo cual emplean dispositivos anómalos –en términos jurídicos- para no enfrentarlo en el campo político, y sí en un locus de venganza: la posible prisión.

Es de esperar que en medio de tanta audacia no se olviden que Rafael Correa es un político recio, y que desgranando mejor -lo que decía un articulista de El Universo recién- el intentar acabar con un liderazgo así avivará una real disputa de los grupitos de poder regionales, que le dejará al país un saber: el populismo de Correa fue, ¿es?, peligroso porque atendió a los pobres mejor que nadie.

25 de junio de 2018

 

Contra la histeria macha

Por: Carol Murillo Ruiz

Estos días, en Ecuador y en América Latina, hay dos temas que agitan la paz de las supuestas conciencias limpias: el acoso sexual en centros de educación superior locales y el aborto legal aprobado en Argentina. Para ambos temas la mirada se sitúa, a ratos, en un solo ángulo: el moral.

Y para legitimar la postura de tapar unas realidades tan duras como complejas, los hacedores de opinión pública, los inspectores de la libertad individual y colectiva y los curanderos de la disciplina del cuerpo -párrocos, médicos, legistas y/o moralistas- mezclan las conductas procaces de los acosadores sexuales con la normatividad patriarcal que se guarda en todos los casos, denunciados o no.

En el tema del aborto, mutatis mutandis, las responsabilidades, todas, se sitúan en la mujer: en su conciencia, en su comportamiento, en su deseo, en su albedrío, en su vientre, en su/el Génesis bíblico -que le toca más por pecadora que por agraciada-, en su cuerpo -corpus doble del delito-.

¿Por qué? Una/otra ola recorre el mundo: la ola de un feminismo nuevo y, a veces, también, obcecado (por sus variadas versiones y paráfrasis). Pero feminismo, al fin, que cambió para siempre la historia de las mujeres. Hoy hablar de acoso sexual y aborto ya no significa lo mismo.

En las sociedades modernas discutir sobre su existencia, al margen del celo falocéntrico internalizado en mentes de hombres y mujeres, es una forma de encarar eso que subyace en la cultura más allá de la biología y sus subordinaciones fisiológicas: hemos evolucionado y asumirlo es entender nuestras vidas en sus múltiples dimensiones políticas, es decir, construir una ética de las relaciones humanas que valore la belleza de lo sexual y lo erótico (un no al acoso) e impedir que la categoría libertad suprima de su universo social el imperativo de legalizar el aborto.

Acoso sexual y aborto lían a las mujeres, sotto voce, de modo retorcido. Una acosada o una abortista, ni siquiera una mujer que abortó, es alguien peligroso. Dejarla decir o decidir altera radicalmente el orden social y sexual. Y educativo.

Me alegra que las mujeres hoy evidencien el acoso y sean oídas lejos de la histeria macha. Me anima que las mujeres argentinas hayan obtenido el derecho al aborto legal.

Caminemos aquí hacia allá.

18 de junio de 2018

 

¿Historia crónica o bilis?

Por: Carol Murillo Ruiz

Hoy en el Ecuador hay una obsesión de los poderes fácticos y ciertos actores del gobierno actual por borrar la historia de los últimos diez años. Esa intención se basa en la idea siniestra de cómo –tácitamente- conciben la historia: la escriben los vencedores. ¿Pero quién se cree vencedor en este país ahora para alterar el pasado reciente y disponer una mísera interpretación de hechos que todos vivimos en directo? Pues hay muchos ofrecidos y ofrecidas.

En primer lugar están los comunicadores; en segundo lugar los analistas y, en tercer lugar varios sabios eclécticos. El fin es borrar lo que consideran un lastre, una afrenta. O peor: instalar en el imaginario social el indicio de que aquello que pasó marca una vergüenza moral que no debe repetirse jamás. Casi como el holocausto de la segunda guerra mundial, solo que en tal caso los autores de los vencedores exigen recordar –siempre- a través de millares de referencias, películas y legajos el desenfreno del ¿único? crimen del siglo XX; porque machacar es sujetar.

El correísmo es una sección de nuestra historia que aún no ha sido analizada e interpretada con rigor y distancia. Ergo, los libros que se han publicado y los que se siguen editando carecen de un valor cognitivo básico: apelar a los instrumentos de la historia como ciencia. Lo demás es anécdota, odio, bilis, vómito político.

¿Cómo negar una porción de la historia simplemente porque lo que pasó aquí puso en crisis los conceptos, las prácticas y la ideología dineraria del tradicional poder en Ecuador? Parece una pregunta retórica pero oculta una forma de entender la noción de poder y de supremacía social. ¿Por qué? Porque distraídos en que la democracia es un ideal posible, un sector progresista de las izquierdas –locales y regionales, habría que decir– apostó a filtrar eso que, en el fondo, la hacía artificial: su condición representativa.

Así, la razón del correísmo no puede estudiarse, desde el inicio, sin pensar y ahondar esta idea: ¿democracia liberal versus democracia radical? Cuando haya seriedad y se apele a la fuerza de la ciencia histórica y la historia social –que no se excluyen- acaso se advierta el peso de lo que sucedió aquí entre el 2007 y el 2017. Lo demás es bilis.

11 de junio de 2018

Sexo y sotana

Por: Carol Murillo Ruiz

Los escándalos de abusos sexuales por sacerdotes contra niños sacuden a Ecuador de la mano de un proceder institucional impasible: la Iglesia católica se pronuncia de modo poco sofisticado al trazar un argumento que, por lo menos en teoría, siembre duda sobre los victimarios; por el contrario, se desvía el delito de abuso sexual en la víctima, ¡en quien se atreve a denunciarlo!

Los casos de los curas de Guayaquil y Cuenca muestran que la Iglesia no ha cambiado a la hora de enfrentar las agresiones sexuales de sus miembros. Así, cunde el arrojo de las víctimas decididas a no callar más.

El Padre José Mario Ruiz escribía este sábado en El Universo (https://bit.ly/2kHM26y), con su estilo insufriblemente farragoso, lo siguiente: “La Iglesia católica desde el Concilio de Elvira (años 300-324) establece el celibato para los que, después de una larga preparación, acepten consagrar a Dios la expresión sexual del amor”… (¡Sic!)… Es decir, enjaulado en ideas arcaicas, relativiza los crímenes de muchísimos curas (del mundo) a través de datos parciales, mientras prioriza la condición –yo digo irreal- del celibato como consagración a Dios en cuerpo y alma. Peor: concibe la “expresión sexual del amor” dedicada a Dios. ¿Qué se infiere de eso? ¿Que los clérigos tienen sexo (imaginario, psíquico, místico…) con Dios cuando rezan, estudian teología o se postran en el altar? ¿Los clérigos célibes consagran al Creador el deseo sexual o lo hacen –con fingida sublimación- vía goce masturbatorio?

La sexualidad humana ha sido, por siglos, el campo de control moral del que la Iglesia católica más ha medrado como entidad medieval y moderna. Cuando son otr@s los que cometen pecado, las cúpulas enseguida exhiben sus cánones y tabúes. Mario Ruiz propone: “No admitir al sacerdocio a varones sin clara inclinación sexual”; ‘traduciendo’: ¿los posibles curas deben negar naturaleza y cultura con tal de tener, contemplativamente acaso, sexo con Dios? (Ni siquiera sé si la pregunta está bien porque la redacción de Ruiz es ilegible).

Pero su frase es en apariencia útil para salvar a los curas pederastas y volver espiritual, en vano, una relación ¿sexual? divina que, por credo, reniega del sexo (humano) en público pero que muchos otros lo practican aviesamente en privado.

 

Bernard Fougères y su voz húmeda

Por: Carol Murillo Ruiz

Conocí a Bernard Fougères tarde. Era 2008 y él era ya una celebridad. Un día cruzamos varios correos electrónicos y el milagro se hizo: nos veríamos una noche en su casa en Guayaquil y prepararía una cena exclusivamente para mí. Adelantó el menú en un mail: “… Voy a cocinar una corvina en salsa de langostinos y un “fondant” de chocolate sobre espejo de crema de vainilla. Un excelente vino y un par de caipirinhas para romper el hielo cuando estemos frente a frente. Te voy a abrir la puerta y vas a aparecer. Es simple, prosaico, genial”. ¡Más contenta yo no podía estar!

Bernard fue, en mi niñez y adolescencia, la estampa de las tardes en televisión. Más allá de esa imagen, siempre quise conocer al hombre que hablaba como poeta –había ganado el segundo lugar del Premio de Poesía Ismael Pérez Pazmiño en 1978- y la noche que nos vimos me regaló su libro auto biografiado.

Lo estupendo de él era que podía conversar sin fin y su finura envolvía la vida y la muerte en el mismo celofán de su corazón ya enfermo. Esa noche, perfecta y coqueta, repleta de sabores, olores y dos botellas sacadas de su cava privada, profanaron mi humo vital –quiso saber qué edad tenía… de pronto, rectificó, e inquirió el año de mi nacimiento- y como nunca oculto mi tiempo, al saberlo, se esfumó por unos minutos y ¡trajo una botella de vino de ese mismito año!

Sus ojos querían ver mis ojos, mi estupefacción, mi pasmo. Su gozo y sus mejillas sudadas doblaban mi fascinación. Nos reímos un montón, bebimos con pausa y platicamos del tiempo, de sus traspiés, de su puesta en escena en la televisión local en una época más bien rústica para encajar una estética oral en pantalla, de metafísica, de poesía, de la música – ¡tocó el piano veinte minutos en silencio mientras yo gozaba el vino de mi año!- y, llegada cierta hora, me llevó en su viejo auto, como un caballero en sepia, a mi hotel.

Así fue Bernard Fougères: conocedor extraño de lo extraño; disolutamente sabio. Nos dejó algo difícil de captar: una vida que rastrea otra vida. Repetía: “Inventemos mundos si nos falla este”.

Diré –sin erizos- que Bernard me transmitió, con su voz húmeda, una energía que hasta hoy no he podido derrochar. Gracias señor por eso.

28 de mayo de 2018

 

Una crisis de odio

Por: Carol Murillo Ruiz

Si se mira bien qué ocurre en las sociedades contemporáneas (remozadas a través de valores culturales genéricos) advertiremos que la política, cada día, es relegada a ser una necesidad perversa.

No deja de asombrar, en estos tiempos determinados por el caos y la eficaz certeza de que vivimos un período de inmoralidad pública sin precedentes, de que mientras se sataniza la política, al mismo tiempo se machaca sobre cómo restituir la democracia, su sustancia principista y el arcaico edificio institucional en el que debe sostenerse.

¿Pero cómo se puede hablar y ejercer democracia si la política, la única y mejor vía para desarticular las viejas relaciones de orden y supervivencia social, está otra vez en manos de quienes defienden un único modo de asumir y delinear -con equidad- el supuesto bien común?

Así, quienes hoy accionan pericias de gobierno, ¿distan de saber que el avance de una nación pasa por la comprensión amplia de unos pocos asuntos básicos: sistema económico y político, control de la opinión pública y manejo de los resortes psíquicos de la colectividad?

Pareciera que el poder en turno, en el Ecuador, sí lo comprende y, por eso, durante este añito, ha utilizado un conjunto de mecanismos, no tan políticos por cierto pero sí cargados de una vergonzante operación de miedo, para alojar en la piel social una incómoda sensación: vivimos una crisis monstruosa y enfrentarla requiere de una gran creatividad. Solo que no hay creatividad y más bien se nos embute la vacua idea de que la economía está exenta de filosofía e ideología, y que además –la economía- ocurre al margen de una política inscrita en el interés social general.

Pero como las actuales autoridades vienen de una corriente híbrida, un añito ha bastado para saber que ni lo clásico (en términos estrictamente liberales) les alcanza para deducir qué pasa en el país y la región. O sea, cuál es la vía para no ceder al mejor postor, qué otras opciones hay para no perder la decencia política y qué purgante les conviene para expulsar el odio contra el Estado y los ciudadanos pobres.

Lo que hay es una crisis de odio, ni económica ni moral.

Una disputa por recuperar el auténtico dominio político y económico.

Una crisis de odio

Por: Carol Murillo Ruiz

Si se mira bien qué ocurre en las sociedades contemporáneas (remozadas a través de valores culturales genéricos) advertiremos que la política, cada día, es relegada a ser una necesidad perversa.

No deja de asombrar, en estos tiempos determinados por el caos y la eficaz certeza de que vivimos un período de inmoralidad pública sin precedentes, que mientras se sataniza la política, al mismo tiempo se machaca sobre cómo restituir la democracia, su sustancia principista y el arcaico edificio institucional en el que debe sostenerse.

¿Pero cómo se puede hablar y ejercer democracia si la política, la única y mejor vía para desarticular las viejas relaciones de orden y supervivencia social, está otra vez en manos de quienes defienden un único modo de asumir y delinear -con equidad- el supuesto bien común?

Así, quienes hoy accionan pericias de gobierno, ¿distan de saber que el avance de una nación pasa por la comprensión amplia de unos pocos asuntos básicos: sistema económico y político, control de la opinión pública y manejo de los resortes psíquicos de la colectividad?

Pareciera que el poder el turno, en el Ecuador, sí lo comprende y, por eso, durante este añito, ha utilizado un conjunto de mecanismos, no tan políticos por cierto pero sí cargados de una vergonzante operación de miedo, para alojar en la piel social una incómoda sensación: vivimos una crisis monstruosa y enfrentarla requiere de una gran creatividad. Solo que no hay creatividad y más bien se nos embute la vacua idea de que la economía está exenta de filosofía e ideología, y que además –la economía- ocurre al margen de una política inscrita en el interés social general.

Pero como las actuales autoridades vienen de una corriente híbrida, un añito ha bastado para saber que ni lo clásico (en términos estrictamente liberales) les alcanza para deducir qué pasa en el país y la región. O sea, cuál es la vía para no ceder al mejor postor, qué otras opciones hay para no perder la decencia política y qué purgante les conviene para expulsar el odio contra el Estado y los ciudadanos pobres.

Lo que hay es una crisis de odio, ni económica ni moral.

Una disputa por recuperar el auténtico dominio político y económico.

Quito, 21 de mayo de 2018

La mesita transitoria

Por: Carol Murillo Ruiz

El secuestro mediático y político que vive el Ecuador está delimitando muchos de los aspectos que la construcción de opinión pública y la ciudadanía requieren para ejercer su derecho a pensar, opinar, tomar decisiones o simplemente comparar posiciones y criterios sobre lo que atañe a su presente y futuro como colectividad organizada.

La obsesión única de medios, gobierno y aliados políticos se ha reducido a un eje que mueve toda la maquinaria del sentido común de los ecuatorianos: el correísmo (o la década pasada) es sinónimo de corrupción y autoritarismo. No es novedad articular un mensaje y reproducirlo en cada ámbito de la vida social (pública y privada) para que la gente reconstruya la (su) versión con la respectiva dosis de subjetividad, odio y miopía política. Así funciona, digamos, la psiquis del poder de turno y sus adeptos (de ocasión).

Por eso, las atribuciones de Julio César Trujillo y su Consejo Transitorio gozan de una fortuita legitimidad. Basta oírlo repetir lo que le pasó el 1 de mayo mientras –en un acto de jactancia y figuración superfluo- decidió marchar junto a la antigua dirigencia sindical nacional para mostrar el ‘apoyo popular’ que hoy tiene su función transitoria, precisamente en una entidad que es fruto de la mayor estafa política que ha sufrido el país en su historia. Pero lo peor no es eso, pues figuretear es un hábito inveterado de los indistintos padres de la patria, lo más grave es que pocos se atreven a cuestionar el accionar de un Consejo que suplantó a otro formado de manera legal en un marco constitucional que hoy luce totalmente roto.

Hay miedo en el ambiente. Quienes en privado opinan que esa mesita transitoria carece del peso social (a pesar de una Consulta de dudosa maniobra legal) para poner patas arriba el estado de derecho en el Ecuador, no tienen un atril donde armar, con estricta honestidad intelectual, sus argumentos jurídicos con el fin de desvirtuar la trampa moral en que devino la operación política de unos consejeros que responden más al oportunismo del gobierno actual y sus socios que a la ética que toda función pública ha de guardar y conservar.

Si hace poco menos de un año los medios y políticos opositores clamaban en sus plataformas físicas y virtuales de comunicación por una libertad de expresión plena, hoy, son ellos, transfigurados en poder político absoluto, los que mercan en la mesa propia y la mesita transitoria qué debe destruirse de la institucionalidad legalmente concebida en Montecristi y aprobada por el pueblo.

Pero nadie quiere acordarse de eso y menos cuando el actual gobierno provocó una purga política dentro de su corpus, o sea, la idea de lo público debía morir para dar paso a un consenso (o diálogo) que rehabilitara la correlación de fuerzas de la derecha (dividida en Guayaquil) y los ripios de la izquierda. ¡Y muchos contentos porque hemos vuelto al país de las migajas que caen de las dos mesitas!…

Lo que alarma es que todo lo anterior es naturalizado por quienes –también- desde la academia y ciertos espacios de reflexión alternativos, creen que esto es inevitable luego de la ‘dictadura correísta’. Naturalización precedida de una coartada absurda: ¡hay que reinstitucionalizar desinstitucionalizando! ¿Dónde están los constitucionalistas? ¿Los defensores a ultranza del estado de derecho liberal? ¿Los quijotes de la izquierda que aman el orden sólo cuando les dan ventajas exclusivistas? ¿Los periodistas que desprecian leyes que regulan el abuso de sus jefes? ¿Los ciudadanos que votaron porque la democracia representativa comience a abrir trochas a la democracia participativa? ¿Dónde están?

Al parecer la despolitización de la sociedad surte efecto aquí en la mitad del mundo. La neoliberalización de la cultura política (general) se arrima a la tendencia de asumirse como mercado y no como nación con un proyecto propio. Y para tal afán es imperativo despedazar la normatividad del Estado y su sustancia de res pública a partir de 2008.

Nada es gratis en el país de la mesita de Carondelet y la mesita transitoria. Algún día la historia recordará este desangre institucional que admite reinstalar en el Estado unas (rancias) relaciones de poder que, en la reinante situación, ojalá no termine en un adelanto de elecciones a la carta.

Quito, 14 de mayo de 2018.

El machismo ilustrado

Por: Carol Murillo Ruiz

No soy de las personas que se asombran de la nada aunque en lo sensible peque de ser un frágil pétalo rojo. Pero al leer la historia española de La manada (el caso de una chica asaltada sexualmente por cinco hombres y el desenlace del juicio), en sus distintas noticias y comentarios y, hace unos días, tropezar con un artículo titulado “Por qué los hombres violamos” de Víctor Lapuente, un profesor universitario español de ciencias políticas, no pude menos que asombrarme de la forma en que se puede abrir un debate sobre un tema que hoy ocupa la atención global: por qué los hombres (siguen) acosando, hostigando, desnaturalizando o violando a las mujeres en pleno siglo XXI.
El artículo de marras (lo pueden leer aquí https://bit.ly/2vWC3TG) hace gala de provocación y ya su autor ha tenido que explicar mejor su contenido e intenciones. Como pretexto de aquello, lo que me interesa destacar es que así como hay corrientes feministas que desangran sagazmente al singular patriarcado de los hombres, hay también corrientes machistas que desde una sabiduría de conceptos y artes del cortejo –muy pulidos- para el imaginario femenino contemporáneo (clases medias, sobre todo), han creado escenarios de disputa que van más allá de la violencia que viven –con igual o peor gravedad- los sectores populares donde el patriarcado y las sombras del machismo no se sofistican tanto.

Víctor Lapuente dice que “(…) educar en la igualdad de género ayudaría a los hombres a liberarnos de dos estresores que alimentan nuestra violencia: los corsés emocionales y la competitividad extrema”. Un testimonio válido pero que no está exento de esa construcción perspicaz que hace del neo machismo una trama de ofensiva intelectual, elaborada para relativizar la violencia estructural que esa tara conlleva.

En las noticias y enfoques que se hacen del caso de La manada, se arman razones para desprestigiar a la chica (por frívola, parrandera y libertina) y otras para defender a los asaltantes sexuales; porque la chica no exhibió resistencia absoluta cuando la atacaban. Una serie de comentarios virtuales siguieron a la sentencia mínima que se va a aplicar a los delincuentes y en ellos se nota cómo la sociedad enfrenta el delito: matizando conductas, leyes, morales, costumbres, determinismo biológico (como Lapuente cuando dice que los hombres violan “En parte, por la testosterona, que dificulta nuestro autocontrol. Aun así, con la misma biología, los hombres cometemos hoy menos crímenes que en el pasado”), etc. Ciertamente, lo tomé como una provocación (al debate) insertada en el texto y le funcionó a Lapuente, días después tuvo que escribir otro artículohttps://bit.ly/2HKzl9a aclarando los puntos del primero.

Pero atrás de todo esto hay algo que vale subrayar: los hombres no dejan de ser machistas por decisión propia o porque empiecen a militar o intercambiar con mujeres libres (no necesariamente feministas), sino por un imperativo de legitimación social que hoy cunde en sociedades que por fin han aceptado que si no se discute la violencia machista (individual o estructural) el fenómeno crecerá precisamente porque hay gente que lo naturaliza, y el saber social colectivo aún está cooptado por unos valores que dan a la mujer un lugar inferior en la escala de las relaciones de poder implícitas en la idea de pareja, de familia o de amigos.

La premisa de intentar dejar de ser machistas en un mundo machista tiene una densidad mayor: las nuevas ideas sobre la masculinidad que hoy existen para alentar la equidad de género y asumir con seriedad las discusiones sobre machismo y hembrismo, las relaciones no heterosexuales y las renovadas (a veces ni tanto) ópticas feministas que hoy enfrentan eso que yo llamo el machismo ilustrado de cierta parcela de hombres en todo el orbe. Con tanto a cuestas parecería que es arduo separar las aguas del inveterado machismo alojado en la cultura humana y el moderno machismo que usa como sombrilla, verbigratia, la opinión pendenciera de Lapuente para atenuar la violencia de losmachitos.

Lo vi en los jueces que sentenciaron a los de La manada, lo leí en cronistas que ajustan hábitos y críticas sociales muy tibias, lo sentí en editoriales que conceden a las mujeres un categórico radio de acción para ejercer su libertad, lo siento en el ‘ambiente universal’ que ofrece el acceso a la tecnología y sus útiles escenarios de rebeldía (virtual), y lo observo en las fotos de marchas multitudinarias en la misma España contra la violencia sexista.

Así, en medio de tan extraña explosión de ¿conciencia sexual? frente a un problema tan viejo pero tan impostado por el protocolo legal (y moral), ha sido imposible ponerse de acuerdo en qué mismo es un abuso, una violación o un crimen sexual en el caso de La manada, y dicha explosión de conciencia sexual,generalizada en mujeres, activistas, militantes y ciudadanía asqueada, cree decir harto y nada. Por eso, el artículo de Lapuente, en mi opinión, dio un golpe maestro porque impuso laexquisitez machista en la puerta del burdel social para hacer saltar el picaporte de varias de las tesis que el sentido común (de hombres y mujeres) ha creado para que toleremos la desgracia carnal de las humanas: tener sexo sin consentimiento.

Lo que vino después ya lo sabemos: tortura social e intelectual para el atrevido que escribió tal prontuario y, además, un rosario de quejas feministas que dejan al tipo en la lona. Pongo en discusión lo que apunta Lapuente, pero acoto que lo que él escribe subyace en la mente, de modo movedizo e instintivo, de una colectividad ausente de sus propias (e ingratas) prácticas sexuales; pero sensibilizada por la pirotecnia mediática que cuando surgen estos casos retumba también en su rating.

Todo lo anterior me lleva a pensar que el machismo ilustrado está triunfando en un mundo donde las mujeres, no estrictamente feministas, siguen presas de las convenciones más vanas que el mercado (o el templo) instaló en sus sentimientos y cuerpos, y han dejado que los hombres –su machismo- innove las relaciones de poder en un cúmulo de selectos juegos de persuasión –en el mejor de los casos- o en violencia cuando esas mismas mujeres ‘aceptan’ el rol de objetos pasivos o activos en un asalto sexual.
Víctor Lapuente no se equivoca cuando usa su machismo ilustrado para herir a la sociedad –la suya o la nuestra-; lo que indica que los prejuicios de antaño habitan el presente y que cierto feminismo no triunfará si solo se ocupa de adoctrinar a las mujeres ya violentadas y no de cotejar, aprehender y ahondar en las sinrazones que hacen que el profesor de ciencias políticas escriba lo que escribe, no porque lo comparta (especulativamente) sino para que ellas fragüen sus luchas desactivando los dispositivos del machismo y su evolución intelectiva para dizque justificarlo.

Guardo la impresión de que el machismo ilustradocontemporáneo, incluso al margen -o gracias- a lo que el articulista español borroneó, se ha re-habituado –remachado- en tipos que se pensaría han superado la carga cultural de su cuita o dicha falocéntrica, (“El patriarcado es también terrible para la salud de los hombres”, dice Lapuente), pero lo discordante es que las mujeres, inscritas a dos aguas entre sus roles de señoras o locas, aún no distinguen el terror espiritual e intelectivo del boyante machismo ilustrado de los hombres que no aman a las mujeres.

Quito, 7 de mayo de 2018.